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Caso Cursach: en un Estado de Derecho no puede haber atajos judiciales

¿El caso Cursach? Esto es lo que ocurre (aquí y en cualquier otro sitio civilizado) siempre que a un juez se le olvida que hay cosas que no se pueden hacer, por muy justas y legítimas que crea que son. No hace mucho en Alemania también se asistió a un caso de violación del secreto periodístico que el Tribunal Constitucional Federal resolvió de forma tajante: las redacciones periodísticas son inviolables.

No debería volver a recordar la continuada y firme jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en esta materia: el secreto periodístico es una pieza esencial de la libertad de información de los medios de comunicación, y, aunque los estados tengan un cierto margen de apreciación para regularlo (y no en vano nuestra Constitución establece que el legislador debe hacerlo, cosa que no ha hecho), sus limitaciones deben ser pocas y muy justificadas.

Si seguimos el hilo de este razonamiento y de esta jurisprudencia europea, que ha asumido el Tribunal Constitucional español en su totalidad, el Estado puede regular el secreto profesional siempre que lo haga con el propósito de proteger otras “necesidades sociales imperiosas” en una democracia, cuya garantía sólo sería posible mediante la revelación de la fuente de información del periodista.

El caso es que en España no se ha regulado ese secreto y, en consecuencia, el juez español, por mucho que le pese, está ligado de forma estricta y rigurosa a la protección de su contenido constitucional mínimo, que obviamente es el de que el periodista goza del derecho fundamental a guardar secreto sobre sus fuentes de información incluso ante la autoridad judicial, que no podrá procesarlo ni sancionarlo por su silencio.

Sólo en casos de peligro inminente

La autoridad judicial sólo podrá limitar (que no negar) ese secreto siempre de forma motivada y para la protección justificada de otros intereses, bienes y derechos constitucionales que se enfrenten a un peligro real, inmediato e irreparable de ser gravemente lesionados, y siempre, claro está, que no haya otro medio para su protección que no pase por violar el secreto periodístico.

¿Qué ha hecho el juez del caso Cursach? Pues lo que siempre se hace en estos casos, coger un atajo con la excusa de que… bueno, en realidad, en este caso ni sabemos cuál es la excusa porque su señoría no ha considerado necesario motivar su auto (y la motivación que permanece ignota para los afectados no es motivación) por el cual ordena la incautación de diversos aparatos con el objeto de violentar el secreto periodístico.

¿Para qué? En casos como este a uno le cuesta mucho seguir explicando en las aulas que la función del juez en cualquier procedimiento es garantizar en todo caso y bajo toda circunstancia los derechos fundamentales de los involucrados en un proceso judicial.

El Tribunal Constitucional lo ha repetido hasta la saciedad y muy particularmente para el caso de los jueces penales a los que siempre les ha dicho que lo difícil de su tarea indagatoria es que deben desempeñarla garantizando, pese a quien pese, los derechos constitucionales de aquellos a los que investigan. Pero también debe preservar los derechos fundamentales de todos aquellos que comprometa en las investigaciones.

La calle de en medio

Seguramente le habrá llegado la petición de una policía judicial harta de filtraciones y de que se ponga en solfa su profesionalidad e imparcialidad en un caso tenebroso en el que varios agentes de policía parecen estar implicados. Y el juez, seguramente más harto que los policías, ha tirado por la calle de en medio. Prefiero pensar esto, y no que este juez no tiene ni idea de derecho constitucional básico ni de teoría general de los derechos fundamentales, ni de la doctrina constitucional sobre libertad de información.

Porque, si es el caso, y a la vista de las últimas tendencias jurisprudenciales en la materia, la falta de formación y conocimiento es francamente preocupante. Pero este es otro tema, el de la formación de nuestros jueces, que no es momento de abordar ahora.

El juez, cuando recibió esa petición policial, tenía que haber preguntado qué vida corría peligro cierto e inminente si no se conocía el origen de las filtraciones a la prensa del curso de las investigaciones, qué aspectos esenciales del procedimiento se podían poner seria y gravemente en riesgo, o qué derechos constitucionales de terceros estaban amenazados.

¿Necesidad imperiosa?

No parece que la identificación de la persona que filtraba a la prensa las diligencias de investigación responda a ninguna de esas “necesidades imperiosas” capaces de justificar algo tan grave como vulnerar la libertad de información de los periodistas, y, en consecuencia de nosotros, los ciudadanos. Y a pesar de que éste hubiese debido de ser su obrar, algo elemental si se sabe algo de derecho constitucional, a su señoría no se le ocurrió mejor cosa que ordenar la incautación de móviles y ordenadores de los periodistas sin aducir ningún motivo para semejante y gravísima decisión.

No hay atajos en los procesos judiciales de un Estado constitucional democrático. Ese es el coste de vivir en una comunidad civilizada.

Algunos dirán que, entonces, los malos pueden ganar. En este caso ni siquiera se trataba de luchar contra los malos, lo que lo hace más grave aún si cabe. De lo que se trata es de que los buenos debemos esforzarnos más para que los malos no ganen. Y si lo hacemos usando los mismos atajos que los malos, no nos distinguiremos de ellos.

Parafraseando a Burke, para que los malos triunfen sólo hace falta que los hombres buenos no hagan bien su trabajo. Y, aquí, hacer bien el trabajo judicial no pasaba por violar el secreto periodístico.

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