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Ciencia y democracia (III): la generación de políticos científicos

Como comenté en la anotación anterior de esta serie, John Locke ejerció una gran influencia en los personajes que lideraron la independencia de las 13 colonias, que dio lugar a la creación de los Estados Unidos de América. Varios de los llamados Padres Fundadores eran, además, ilustrados con muy amplios intereses intelectuales. Es posible que no haya habido en la historia de la humanidad ninguna generación de políticos que haya tenido tanta proximidad a la ciencia como la que tuvieron los que consiguieron la independencia de los Estados Unidos y los que la lideraron durante sus primeros pasos.

Los personajes de más relevancia fueron George Washington (primer presidente de los EE UU), John Adams (segundo presidente), Thomas Jefferson (tercer presidente) y Benjamin Franklin (científico y diplomático).

De ese cuarteto, el único del que se puede decir que no tuvo ninguna relación con la ciencia fue el primero, Washington. No había recibido una educación formal y profesionalmente se dedicó a trabajar como agrimensor y a su granja, que es a donde volvió tras la guerra de independencia y su periodo como presidente.

John Adams

John Adams, sin embargo, estudió física en Harvard con el astrónomo John Winthrop. Adams fue rival político de Jefferson. De hecho, perdió frente a aquél las segundas elecciones presidenciales a las que se presentó, pero tras su retirada de la política mantuvieron una relación muy cordial.

En una de las cartas que intercambiaron, Adams confesó a Jefferson que lamentaba no haber dedicado a estudiar la obra de Isaac Newton y sus colegas el tiempo que “malgastó” leyendo a Platón, Aristóteles y demás acerca de asuntos que las personas nunca entenderían o que, si los llegaban a entender, nunca resultarían de utilidad. Tenía tanta devoción por Newton que llegó a consultar sus leyes de la mecánica en busca de un modelo para estructurar la Constitución de los Estados Unidos.

Thomas Jefferson

Thomas Jefferson, el tercer presidente, era abogado de formación, aunque tenía un conocimiento amplísimo de muchas materias. Era, de hecho, un erudito, y esa es la imagen que ha quedado de él para la posteridad. Tal es así, que en cierta ocasión John F Kennedy, al dar la bienvenida a 49 premios Nobel a su residencia, dijo lo siguiente: “Creo que esta es la colección más extraordinaria de talento y de saber humano que jamás se ha reunido en la Casa Blanca, con la posible excepción de cuando Thomas Jefferson cenaba solo”. Exageraba, sin duda, pero resultó muy expresivo.

Jefferson era buen conocedor de la filosofía grecolatina, pero consideraba a Bacon, Locke y Newton muy superiores a los clásicos. Para él la ciencia era la única fuente de lo que denominaba “conocimiento seguro” y mantenía la precaución, muy característica de las gentes de ciencia, de asumir que toda observación contiene errores. Fundó la Universidad de Virginia, estableció el sistema nacional de pesos y medidas, dirigió la Oficina de patentes de los Estados Unidos y escribió el primer artículo científico publicado bajo los auspicios del gobierno federal (“Informe sobre la desalinización del agua de mar” de 1791).

Su Notas sobre el Estado de Virginia (1787) fue considerado el mejor tratado de historia natural escrito por un ciudadano norteamericano. Pero, como nadie es perfecto, era esclavista (llegó a poseer 600 esclavos) y racista, por supuesto, aunque ello no impidió que tuviese una concubina negra con la que tuvo varios hijos.

Shutterstock/Fer Gregory

Benjamin Franklin

Benjamin Franklin desarrolló simultáneamente una doble carrera científica y política. En ciencia destacó sobre todo en el estudio de fenómenos eléctricos. Su experimento con una cometa en un día de tormenta sirvió para identificar el origen de los rayos en la electricidad que se genera en las nubes y para inventar el pararrayos.

También se interesó por las corrientes oceánicas de la costa este de Norteamérica y fue, de hecho, el primero que describió la Corriente del Golfo. Fue elegido miembro de la Royal Society en 1756 y en 1772 la francesa Academia de Ciencias le designó como uno de los científicos extranjeros más distinguidos.

En política Franklin fue uno de los líderes del proceso que condujo a la independencia de los Estados Unidos. Representó a su país en Francia y firmó el Tratado de París de 1783 que puso fin a la guerra de la independencia. Al contrario que Jefferson, era abolicionista y fue, de hecho, nombrado presidente de la Sociedad para promover la abolición de la esclavitud en 1787, el mismo año en que se aprobó la Constitución de los Estados Unidos.

¿Pura coincidencia?

La razón de que haya incluido el repaso de este conjunto de personajes aquí es que no creo que fuese casualidad que varios protagonistas de la revolución norteamericana, la primera inspirada en los principios del liberalismo político en los términos enunciados por Locke, tuviesen gran proximidad a la ciencia.

Políticos y gobernantes procedentes de la ciencia los hay (Angela Merkel es el ejemplo actual más notable) y los ha habido, y de ello no debería deducirse nada de especial significado. Pero este caso es diferente. Se trata de tres figuras de la máxima relevancia política, protagonistas directos de uno de los procesos más importantes de la Edad Moderna y dos de ellos, presidentes consecutivos de su recién nacido país.

La coincidencia de intereses científicos y políticos tiene en Adams, Jefferson y Franklin un origen común y es algo que los tres explicitaron de alguna forma. Todos ellos se consideraban tributarios de una tradición intelectual común, la que tiene su origen en las máximas figuras de la Ilustración británica o uno de sus antecesores: Francis Bacon, John Locke e Isaac Newton.

La revolución francesa fue, desde ese punto de vista, muy diferente. La principal referencia intelectual de los jacobinos fue Jean Jacques Rousseau. Hay quienes lo consideran un pensador ilustrado. Quizás lo fue, pero otros piensan que fue el primer filósofo romántico. En lo que a la ciencia se refiere, sus opiniones estaban mucho más cerca de las ideas románticas que de las ilustradas: en su opinión, ciencia y tecnología eran innobles, ya que depositaban el poder en manos humanas. Rousseau pensaba que la ciencia corrompe y que el ideal ilustrado de aplicar soluciones científicas a resolver problemas de la gente era inhumano.

Hubo científicos ilustrados, por supuesto, como el conde de Buffon, o filósofos con sólida formación científica, como el barón de Holbach, que fueron figuras muy prominentes, por no citar al médico y filósofo La Mettrie o a otros, como los editores de la Enciclopedia: Diderot tenía formación científica, y d’Alembert era matemático. Pero ninguno de ellos se implicó de forma activa en la política de su tiempo.

La excepción más notable fue la del malhadado marqués de Condorcet (matemático y científico), que tuvo la desgracia de ser miembro de la Asamblea Nacional en el periodo revolucionario pero en el bando (para él) equivocado, el girondino. No recuerdo a ningún otro protagonista revolucionario con ese perfil. Fue encarcelado y murió en prisión por un edema pulmonar. Edward O. Wilson recurre, precisamente, al drama de Condorcet para ilustrar el declive de la Ilustración que se produjo como consecuencia de la revolución francesa y la quiebra a que dio lugar entre las dos grandes ramas del conocimiento, las ciencias y las letras, desde entonces.


Este artículo, firmado por el director de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU y publicado originalmente en Cuaderno de Cultura Científica, continúa la serie en la que el autor expone sus reflexiones con el propósito de poner de manifiesto la fuerte vinculación existente entre la ciencia y la democracia.


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