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Cómo alargar la vida de la Constitución: la indispensable reforma

Por primera vez en nuestra historia tenemos una Constitución en plena sintonía con las de los países democráticos europeos, que se mantiene viva, de forma ininterrumpida, durante cuatro decenios.

Podemos estar satisfechos y sentirnos orgullosos. Debemos celebrarlo. Pero no podemos conformarnos. Tenemos que lograr que la Constitución tenga una larga vida –mucho más larga que los cuatro decenios ya transcurridos–, siguiendo el ejemplo de los países democráticos más sólidos y estables.

El reto inmediato debiera consistir en garantizar la plena salud de la Constitución durante otros cuatro decenios, para que inmediatamente, quienes entonces estén aquí, puedan empezar a preparar la celebración del primer siglo de vigencia ininterrumpida de un sistema democrático en España.

Merecerá la pena, porque se podrá pensar, con motivo, que la trágica historia de la democracia en nuestro país ha cambiado de rumbo. Esa es la responsabilidad de quienes ahora estamos aquí. Responsabilidad ante nosotros mismos y, sobre todo, ante las generaciones que nos sucederán; ante el futuro. Tenemos un negro pasado democrático. Con la actual Constitución hemos logrado un presente más que aceptable. Tenemos que hacer posible un futuro aún más satisfactorio.

Joven pero con problemas de salud

La Constitución sigue siendo joven si la comparamos con los países de más larga tradición democrática. Pero tiene algunos problemas de salud. Unos más preocupantes que otros. Todos resolubles si se actúa con inteligencia y diligencia; sin precipitación, pero con la premura necesaria; sin dejarla a su suerte, mientras sus males se agravan, poniendo en riesgo su propia pervivencia.

La reforma de la Constitución es indispensable para afrontar con mínimas garantías el reto de garantizar una larga –aún más larga- vida a nuestro sistema de convivencia democrática. Quienes, con unas u otras razones, se niegan a aceptarlo e impiden afrontar ese reto constituyen, también ellos, uno de los grandes peligros que la acechan. Cuando la aritmética parlamentaria la hacía razonablemente fácil, negaban su necesidad; ahora niegan su viabilidad –y, por tanto, su oportunidad-, como consecuencia de la extrema fragmentación parlamentaria en que nos hemos instalado. Y mientras tanto, los problemas se siguen acumulando y agravando.

Cuanto más se tarde en afrontar la reforma más difícil va a ser gestionarla; y va a crecer enormemente, una vez más, el riesgo de una fractura constitucional. La historia nos ha enseñado demasiadas veces cuáles son sus consecuencias.

La evolución de los tiempos

Los países democráticos más sólidos de nuestro entorno son capaces de afrontar, de forma reiterada, la reforma de sus Constituciones, para adaptarse a la evolución de los tiempos y tratar de poner remedio a los problemas que se les presentan.

¿Por qué ese empeño, en España, de petrificar la Constitución, de poner a prueba, hasta el límite, su capacidad de resistencia sin ajustar periódicamente sus piezas, sin cambiarle las que han dado señales de fatiga o de no funcionar adecuadamente?

No podemos permitirnos asumir que no podemos hacer lo que es indispensable para tratar de garantizarnos una larga vida de convivencia democrática. Por eso son extremadamente graves las voces que han ido ganando crecientemente terreno en el ámbito académico, poniendo el acento en las dificultades de la reforma, avalando la inconveniencia de afrontarla en este momento.

Es necesario que –especialmente los académicos- pongamos el acento en su necesidad indispensable. Solo así estaremos exigiendo a los partidos que dejen de hacer inviable lo necesario, lo indispensable. De lo contrario estaremos dando cobertura a la parálisis que nos llevará al desastre. A nosotros nos corresponde alertar sobre la necesidad de acometerla y los peligros de no hacerlo. Corresponde a los partidos tener en cuenta las dificultades que plantea la reforma… para removerlas y hacerla posible.

Hoy todavía parece posible una reforma de la Constitución sobre los mismos presupuestos de base del consenso de 1978; es decir, reforma y no ruptura. Pero, si se sigue degradando el sistema político y su funcionamiento como viene ocurriendo en estos dos últimos decenios, es muy posible que pronto ya no lo sea. El sistema de partidos se ha instalado en la desidia al afrontar los problemas que han ido surgiendo. Como dice Pedro de Aguerre, Axular, el mayor clásico del euskera, en su Gero, no hay epidemia ni veneno que cause mayores males que la desidia. La desidia en que se ha instalado el sistema de partidos en España va a provocar males que lamentaremos largamente.

Hace diez o quince años hubiera sido posible una reforma de la Constitución limitada al sistema autonómico. Hoy ya no lo es. Pero sería extremadamente arriesgado encarar una reforma general de la Constitución, tratar de reformar todo al mismo tiempo, con los partidos que tenemos y lo que han demostrado en los últimos tiempos. Es necesario establecer prioridades; pero, al mismo tiempo, es indispensable un compromiso sobre la apertura de un ‘tiempo de reformas’, en el que se garantice que se van a ir abordando los diferentes problemas; sin precipitación, pero sin pausa.

Prioridad: el sistema autonómico

La reforma del sistema autonómico sigue siendo, en mi opinión, una prioridad. Es el mayor riesgo, a corto plazo, para la pervivencia del sistema democrático. Hay razones especiales para ello en la propia deficiencia de la regulación constitucional. Como consecuencia de la opción histórica –en 1931- de establecer un sistema expresamente alejado de los sistemas federales, que tuvo que ser nuevamente acogida en 1978, tenemos un sistema ‘federal’ en la práctica, con importantes defectos, que carece de la regulación constitucional necesaria para garantizar su ‘buen gobierno’. Unos defectos que han sido inteligente y eficazmente utilizados por los nacionalismos rupturistas en la deslegitimación del sistema autonómico y, por extensión, del conjunto del sistema constitucional.

Sin una profunda reforma del sistema, que requiere una importante reforma de la Constitución, no recuperaremos la legitimación cualitativamente mayoritaria que toda Constitución que se precie requiere; y sin ella será muy difícil ganar la batalla por la legitimidad política frente al nacionalismo rupturista.

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