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En defensa de la clase magistral

El debate sobre la formación universitaria está más vivo que nunca, y se insiste por activa y por pasiva en una idea que, grosso modo, podemos enunciar de la siguiente manera: nuestros estudiantes viven en una realidad que demanda competencias, tanto transversales o genéricas como específicas, según sea el ámbito de conocimiento. Conclusión: la pedagogía universitaria debe adaptarse a la actual situación que se le plantea.

Hasta aquí, todo normal. La actual pedagogía no está mal enfocada. Aunque ciertamente se dan situaciones disparatadas, hay otras muchas que nos han permitido avanzar por el camino señalado. Lo que resulta difícil de entender es la crítica a las clases magistrales. Ese tipo de clases ha caído en desgracia y parece haberse convertido en el chivo expiatorio de todos nuestros males.

Esa censura es preocupante: si extinguimos las clases magistrales de nuestras universidades perderemos, precisamente, una importantísima competencia sin la que cuesta entender qué es eso de la formación universitaria. Quizá hayamos cometido dos errores que vale la pena tratar por separado: el del engaño y el de la apreciación.

Docentes que en verdad no son docentes

Vayamos con el primero. El tipo de clases magistrales que más se critica es aquel en el que profesores con voz monótona se dedican a leer un manual o un power point delante de los estudiantes y estos, por su parte, y en el mejor de los casos, no hacen más que escuchar y tomar apuntes. Esos profesores son somníferos en carne y hueso. Desde luego, la formación universitaria no va con estos docentes.

Estudiantes desmotivadas en un aula universitaria. ESB Professional /Shutterstock

Pues bien, quienes critican las clases magistrales pensando en situaciones así, o en variantes muy parecidas, no deberían caer en el engaño: eso no son clases magistrales. Son más bien una pérdida de tiempo para todos y, por qué no decirlo, también una tortura.

Ciertamente, la estructura de las clases magistrales, las buenas, las de verdad, no es muy diferente de la de las situaciones que acabamos de comentar. Quizá sea por eso por lo que se confunden unas con otras. Sin embargo, nada tienen que ver las “clases timo” con las clases magistrales. Las diferencias son colosales.

Minutos que no queremos que acaben

¿Y qué son de verdad las clases magistrales? Quienes hemos tenido la suerte de asistir a algunas de esas clases de maestros (de ahí lo de “magistral”) podemos explicarlo. Esas clases son aquellas en las que aparecen profesores que consiguen que dos horas parezcan cinco maravillosos minutos que nadie quiere que acaben, las que uno no quiere perderse de ninguna de las maneras, las que quedan incrustadas en mente y alma. De ellas se puede recordar hasta los detalles más pequeños.

El físico y divulgador Jorge Wagensberg fue profesor de Teoría de los Procesos Irreversibles en la Facultad de Física de la Universidad de Barcelona desde 1981 hasta 2016. Wikimedia Commons / Kippelboy, CC BY-SA

Incluso podría decirse que son las que logran que uno se olvide del teléfono móvil durante un rato. Sí, y todo eso mientras se escucha a alguien que ha tomado la palabra, alguien que interpela y se deja interrogar, alguien que no necesita mucho más que una pizarra convencional, unas hojas manuscritas o cinco pantallazos sin demasiado artificio.

Alabanza a la transmisión

En fin, las clases magistrales son las que conducen profesores que hacen una alabanza a la transmisión mediante la palabra, quizá una de las realizaciones humanas más extraordinarias que uno pueda imaginar.

El poeta, ensayista, crítico literario, historiador de las ideas, traductor y catedrático de Estética de la Universidad de Barcelona José María Valverde es muy recordado y querido por profesores y estudiantes. Wikimedia Commons / Elisa Cabot, CC BY-SA

En las clases magistrales, decíamos más arriba, se fragua una competencia extraordinaria, y cuesta creer cómo es que hemos dejado de apreciarla como realmente merece. Nos referimos al deseo de saber. En las clases magistrales se nos presentan personas entusiasmadas por conocer, individuos que aman lo que comprenden y se muestran apasionados por lo que no saben ni entienden.

Y claro está, ese deseo tiene tanta potencia que esos profesores suelen conseguir que quien les escucha empiece a enamorarse con ellos, comience a entusiasmarse por la búsqueda de conocimientos, verdades, bellezas y bondades. ¿Y no es esa una de las principales misiones de la formación universitaria?, ¿no le pedimos a la universidad que forme profesionales y ciudadanos que ansíen saber por el simple hecho de saber y sin esperar ninguna prebenda a cambio?, ¿no queremos médicos, biólogas, abogados, ingenieras y enfermeros que se pregunten todos los días por qué las cosas son como son y por qué no podrían ser de otra manera?

El deseo de saber

Habrá quien piense que ese deseo de saber puede encontrarse en otro tipo de clases. Quizá sí, pero la realidad demuestra que quizá no. A modo de ejemplo, ya hay empresas que realizan Trabajos Finales de Grado y de Máster y, año tras año, ven cómo aumentan sus “clientes universitarios” que no solo demuestran su competencia picaresca, sino un nulo deseo por saber nada.

Las clases magistrales pueden convivir con otro tipo de clases, claro que sí, en la formación universitaria actual hay sitio para casi todo. El error sería prescindir de ellas, dejar al deseo de saber sin el hábitat en el que más naturalmente se cultiva. Sin las clases de maestros, por supuesto, seguiremos teniendo universidades, pero deberíamos preguntarnos si en verdad serían tal cosa o algo así llamado.

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