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La deuda pública y los retos económicos en el medio y largo plazo para los países desarrollados

El mundo, pero especialmente los países más desarrollados, ha entrado en una fase de funcionamiento económico con elevados niveles de deuda pública. ¿La razón principal? El desarrollo de políticas económicas expansivas para paliar la crisis provocada por el coronavirus.

El Fondo Monetario Internacional estima que, a finales de 2021, la deuda pública global representa el 100 % del PIB mundial. El mayor peso de esa deuda reposa sobre los hombros de los países desarrollados y permanecerá allí durante un tiempo relativamente largo.

A los retos del envejecimiento de la población, la descarbonización y la digitalización, vectores de cambio estructural de la economía que condicionarán las próximas décadas, se suma el reto de adaptarse a estos cambios partiendo de elevados volúmenes de deuda pública.

Pero, además, existe la posibilidad de que la pandemia complique la incipiente recuperación económica mundial. De hecho, ya parece estar sucediendo con la aparición de la variante ómicron. Este riesgo adicional sigue siendo el temor y el problema más relevante que enfrenta la economía mundial.

Los retos a corto-medio plazo

Aparte de la posibilidad de condonar deuda a los países más vulnerables, el retorno a niveles de deuda más normales pasa por un crecimiento económico robusto y sostenido. La opción inflacionaria, imprimir dinero para licuar la deuda, no parece una vía posible, especialmente por los perniciosos efectos que tendría en los países de menor desarrollo.

De hecho, si la inflación actual se convierte en algo más que una cuestión temporal, con toda probabilidad acabarán subiendo los tipos de interés, lo que endurecería severamente los costes de refinanciación de las deudas públicas. Y serían los países menos desarrollados (y generalmente con peores calificaciones crediticias) los que más sufrirían esta situación, tal y como sucedió en Latinoamérica en los años ochenta del siglo XX.

Si los actuales niveles de crecimiento de los precios son coyunturales y la pandemia no retoma virulencia, las políticas que impulsen el crecimiento económico serán la clave de la recuperación. Por ahora el mix de política monetaria y fiscal apunta en la dirección correcta, pese a las discusiones sobre cantidades y formas. Cosa bien diferente a lo sucedido durante la crisis financiera global de 2008-2012.

Políticas económicas

Por el lado monetario, los grandes bancos centrales (FED, BCE, Banco Popular de China) están manteniendo políticas heterodoxas y expansivas que han facilitado la financiación de la demanda agregada y de las deudas públicas y privadas.

Por la parte fiscal, la magnitud de las intervenciones también está siendo muy significativa. Los paquetes fiscales norteamericanos han significado más de cinco billones de dólares mientras que los de la Unión Europea se acercan a 2,5 billones de euros, a los que hay que sumar el gasto de cerca de un billón de euros de los países miembro durante 2020.

China ha incluido ayudas fiscales por más del 6 % de su PIB. Es decir, algo más de 900 billones de dólares. El resto de los países del mundo, en la medida de sus posibilidades, también muestran políticas de apoyo en la misma dirección. El FMI ha creado una muy completa base de datos sobre la respuesta fiscal por países frente a la covid-19.

Estos impulsos fiscales y monetarios, además, se extenderán a lo largo del año en curso y durante los venideros.

Los retos a largo plazo

El largo plazo, desde nuestro punto de vista, parece más complicado. Desde hace algunas décadas se observa en los países desarrollados una inquietante caída de la productividad del trabajo y de la productividad total de los factores (es decir, la eficiencia con la que trabaja el conjunto de la economía), que son la base del crecimiento de la actividad económica.

Desde otra óptica, esta caída en la productividad ha sido denominada estancamiento secular. La idea básica es que diversos factores empujan hacia una escasez en la inversión (al menos en los países desarrollados) a la vez que se dan elevados niveles de ahorro. Así, no se logra canalizar el ahorro existente hacia la inversión productiva que permita mantener a los países cerca de su capacidad productiva potencial. Algunos de los factores que intervienen en el proceso serían:

  • La economía colaborativa, al reducir las necesidades individuales de bienes de capital.

  • La caída en los precios de los bienes de capital.

  • La incertidumbre respecto a la capacidad de los Estados (con unas poblaciones envejecidas) para hacer frente a los costes de las pensiones.

Desigualdad y precariedad laboral

Al mismo tiempo que se han ido contrayendo las tasas de crecimiento de la productividad ha ido cambiando la naturaleza del crecimiento económico, haciéndose menos compartido. Los aspectos más significativos de ese cambio que se inicia allá por los años 80 son:

  • El aumento de la desigualdad en gran parte del mundo desarrollado.

  • La desaparición de empleos bien remunerados y duraderos.

  • El estancamiento o contracción de los salarios reales de los trabajadores menos cualificados.

Detrás del paulatino deterioro del mundo laboral se encuentran la globalización, la automatización, la pérdida de poder de la mano de obra frente al capital y una economía cada vez más oligopólica. Esto último se da especialmente en sectores clave como el tecnológico, donde unas pocas empresas grandes y exitosas (Google, Amazon, Facebook, Alphabet) controlan las nuevas tecnologías.

Otro factor clave ha sido la aplicación de políticas de flexibilización del mercado de trabajo que, a menudo, han estado motivadas, o quizá mejor decir justificadas, por la necesidad de competir en mercados cada vez más abiertos e integrados. En esta etapa de acelerada globalización del comercio, las inversiones y las tecnologías, la competitividad se ha convertido en el núcleo de los objetivos de las empresas, los países y las regiones.

¿Qué esperar?, ¿cómo actuar?

Dos propuestas nos parecen de interés en el escenario descrito.

La primera retoma la idea de un Estado que aplique políticas keynesianas que impulsen y financien el necesario cambio estructural de la economía pero también ayuden a reducir la distancia entre ahorro e inversión.

En el marco de la Unión Europea se oyen voces que proponen una política fiscal federal permanente. La financiación comunitaria tendría menores costes que las nacionales y, además, permitiría afrontar los cambios sin aumentar el volumen de la deuda pública nacional. Aplicar esta política permitiría un enfoque más profundo de la conservación o restauración de los bienes naturales, que tienden a producir mayor prosperidad social que sus alternativas de uso más economicistas. Un interesante trabajo que revisa la investigación sobre este tema así lo sugiere.

La segunda propuesta deriva de la necesidad de inducir un crecimiento más compartido. Daron Acemoğlu y Pascual Restrepo han demostrado cómo, en Estados Unidos, desde finales de los años ochenta, el cambio tecnológico asociado a la automatización ha destruido tareas desarrolladas por trabajadores dos veces más rápido de lo que que se creaban nuevas tareas no automatizadas. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los ochenta los ritmos de creación y destrucción de tareas habían tenido ritmos similares.

En este sentido, los Gobiernos deben incentivar una innovación menos centrada en la automatización y más en tecnologías compatibles con las personas. El objetivo debe ser generar oportunidades de buenos empleos y, con ello, una prosperidad económica más compartida. Y eso, ¿cómo se logra?:

  • Subsidiando directamente la I+D en tecnologías específicas que favorezcan la productividad de los trabajadores.

  • Modificando las estructuras impositivas (que casi siempre tratan al capital de forma más favorable que al trabajo).

  • Repensando el concepto de flexibilización laboral, enfocándolo hacia un objetivo más centrado en la productividad que en la competitividad.

El reto para las economías es grande. Necesitan alcanzar un crecimiento económico sostenido para reducir la deuda y para financiar, al mismo tiempo, la transformación estructural que ya hemos señalado: la descarbonización de la economía y la transición hacia una economía más digital en países desarrollados con una población envejecida.

Se hace difícil pensar en el largo plazo sin un esquema institucional que direccione (piense, planifique, incentive, coordine) los esfuerzos económicos y sociales hacia el logro de un sistema que sea capaz de afrontar los retos que tiene por delante.

Hasta ahora, el mercado como esquema institucional de toma de decisiones no ha sido capaz de ello pues afrontar esos retos implica diseñar una política (industrial, tecnológica, laboral, impositiva) que coordine los esfuerzos públicos y privados.


Este artículo del profesor David Matesanz Gómez (Universidad de Oviedo) tiene su origen en la Carta número 28 del GETEM “Los retos mundiales y la deuda pública. Los países desarrollados en el medio y el largo plazo”, publicada en noviembre de 2021.

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