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Retransmisión en directo del juicio al Procés, en el que nueve miembros del antiguo Govern de la Generalitat de Cataluña, la expresidenta del Parlament y dos líderes de organizaciones independentistas se sientan en el banquillo del Tribunal Supremo. En la pantalla, Javier Zaragoza, fiscal del Tribunal Supremo. MarcoPachiega / Shutterstock

Las claves del ‘procés’ antes de la sentencia

Los líderes independentistas actualmente en prisión –o huidos de la justicia– están acusados de un delito de rebelión, el más grave delito que cabe contra la Constitución. Todo a raíz de los sucesos que tuvieron lugar hace ahora dos años, tras la aprobación en el Parlamento catalán de sendas leyes de “desconexión” de Cataluña respecto a España y su consiguiente separación de nuestro Estado.

Quizá pocos españoles saben que nuestra Ley Fundamental permite su reforma hasta extremos insospechados, hasta el punto de modificarla de arriba abajo y cambiarla absolutamente. El artículo 168 así lo reconoce, con las mayorías parlamentarias pertinentes y, en algunos casos, previo referéndum aprobatorio del pueblo español.

Por consiguiente, si un grupo político preconiza una reforma constitucional y diseña un programa secesionista puede seguir adelante con su intención sin miedo a que la justicia del Estado vaya contra él, a condición de que siga el cauce establecido en la Constitución y genere el consenso necesario para lograrlo.

¿Cabe una secesión de Cataluña “mediante” la Constitución? Con rotundidad hay que contestar que sí, pero obviamente sólo cuando se cumplen las previsiones constitucionales.

¿Rebelión?

En el caso de los secesionistas catalanes, la apuesta por la separación del Estado español no reconocía esa vía constitucional y siguió otra ilegítima consistente en aprobar esas leyes de desconexión en el propio Parlament, que carecía de competencias para ello.

¿Esa conducta es constitutiva del delito de rebelión? Con rotundidad hay que contestar que no. El delito de rebelión exige que el intento de “derogar o modificar total o parcialmente la Constitución” o de “declarar la independencia de una parte del territorio nacional” se realice mediante una conducta concreta, identificada en la expresión “alzamiento público y violento”, que procede de los códigos penales decimonónicos, cuando el Ejército y determinadas fuerzas políticas eran proclives a los golpes de Estado realizados mediante ese tipo de alzamientos, cuyas reminiscencias llegan hasta el intento de Tejero en 1981. Seguramente por ello nuestro Código Penal vigente siguió con la tradición secular y no modificó este delito dándole un tono más moderno, en el que los atentados a nuestra Carta Magna pueden realizarse sin violencia.

La aprobación de sendas leyes secesionistas en el Parlament los días 6 y 7 de septiembre de 2017 –ilegítima a todas luces– no constituyó un “alzamiento público y violento” por muchas vueltas que se le dé a esta expresión.

En efecto, supongamos que aquella votación de los parlamentarios, en clara afrenta a la Constitución española, pudiera tildarse de “alzamiento público”; gran esfuerzo semántico habría que realizar para ello. Sin embargo, en ningún caso se utilizó la violencia (si acaso la verbal, que no cuenta aquí) y por consiguiente no hubo delito de rebelión en aquellos hechos.

¿Violencia?

El 20 de septiembre, pocos días después, la Policía y la Guardia Civil acudieron a la sede de la Consejería de Economía para practicar un registro, en un intento de impedir el referéndum secesionista convocado para el 1 de octubre. Unas 40.000 personas indignadas se reunieron en torno a aquella sede.

Los líderes de movimientos independentistas de la sociedad civil –Jordi Sanchez y Jordi Cuixart– arengaron a los presentes –como ocurre en cualquier manifestación– pero no promovieron en ningún momento la violencia. Que ésta hiciera acto de presencia en forma de destrozos en los vehículos de la Guardia Civil fue algo tan esporádico como los actos vandálicos que a menudo acompañan a manifestaciones perfectamente lícitas. Así pues, tampoco en aquella demostración disidente de la población catalana puede apreciarse la violencia necesaria para integrar el delito de rebelión previsto en el art. 472 CP.

¿Y el 1 de octubre? Menos aún. El ilegítimo afán de votar a favor o en contra de la independencia –aunque lógicamente la inmensa mayoría de los ciudadanos presentes en los colegios eran partidarios– no puede catalogarse como “violencia”. Los actos de resistencia están perfectamente catalogados en nuestro Código Penal como propios delitos de resistencia frente a los agentes de la autoridad y se castigan con una pena menor, de prisión de hasta un año; en ningún caso puede confundirse con un delito de rebelión.

El 10 de octubre tiene lugar la primera declaración de independencia, que es suspendida inmediatamente (y que por tanto careció de efecto jurídico alguno) y el 26 del mismo mes se proclama de nuevo y automáticamente se aplica el artículo 155 de la Constitución, que supone la suspensión de la autonomía de Cataluña y el apoderamiento de los resortes de poder por el Estado español, que convoca elecciones en aquel territorio para el 21 de diciembre. Dichas declaraciones, totalmente ilegítimas, tampoco conllevaron “violencia”.

Recorrido judicial

Si todo esto era así, ¿por qué se han sentado en el banquillo los líderes independentistas acusados de haber planeado y ejecutado un delito de rebelión? A esta pregunta hay que contestar explicando antes que los primeros en ser enviados a prisión por la Jueza Central de Instrucción Carmen Lamela, el 16 de octubre de 2017, fueron los “Jordis”, acusados de otro delito, el de sedición, precisamente por los hechos del 20/21 de septiembre en la Consejería de Economía. Se trata de un delito contra el orden público, grave sí, pero que no supone un atentado contra la Constitución. Pocos días después, el 30 de octubre, el Juez Instructor del Tribunal Supremo (Pablo Llarena), a instancias de la Fiscalía General del Estado, procesó a los políticos independentistas (Junqueras y demás) por un delito de rebelión.

El por qué de esta imputación puede hallarse quizá en la previsión existente en el artículo 384 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que prevé la suspensión “automática” en sus funciones de quienes sean procesados por un delito de terrorismo o rebelión. La imputación por este último favorecía la inhabilitación política de los líderes independentistas.

Lo acontecido tras ello es una sucesión de intentos infructuosos del Estado por apresar al entonces presidente catalán Carles Puigdemont, que logró pronunciamientos contrarios a la entrega a España por parte de Bélgica y Alemania precisamente porque los jueces de aquellos países no apreciaron que los hechos ocurridos en Cataluña hubieran conllevado la violencia necesaria para calificarlos como rebelión, un dato a tener en cuenta cuando faltan pocos días para que se dicte sentencia por estos hechos en el Tribunal Supremo.

En su Sala Segunda se ha desarrollado durante cuatro meses el juicio, retransmitido en directo íntegramente. La acusación pública estaba dividida entre la Fiscalía, partidaria de condenar por rebelión, y la Abogacía del Estado, partidaria de la sedición (justamente por no apreciar un “alzamiento público y violento”).

La dirección del proceso por parte del presidente Manuel Marchena se ha caracterizado por una intervención constante –dando y quitando palabra–, con claros destellos de su alta preparación técnica. Si el caso termina en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos –como parece–, será difícil deshacer el ovillo jurídico tramado por Marchena. Sin embargo, creo que de las pruebas practicadas no se desprende en modo alguno que los acusados cometieran un delito de rebelión. Tampoco de sedición, aunque reconozco que la ambigüedad con la que el artículo 544 CP define este delito permite una interpretación más flexible. Sólo falta saber qué deciden esos siete altos representantes de la Administración de Justicia española.

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