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Las respuestas fallidas de Piñera frente a la crisis social en Chile

Cartel con un montaje de los rostros del presidente Sebastián Piñera y del dictador Augusto Pinochet, con la leyenda “Renuncia Piñera”. Martin Bernetti/AFP

El 6 de octubre entró en vigor el nuevo precio del metro de Santiago, con un alza de 30 pesos, hasta situarse en 830 pesos en hora punta (aproximadamente 1 euro).

En un país donde el salario medio es de 400 000 pesos (alrededor de 500 euros), el costo del transporte tiene un papel determinante en el precario equilibrio económico de muchas familias que viven a crédito.

Los estudiantes de secundaria del emblemático Instituto Nacional de la capital comenzaron a organizar una protesta contra este aumento y decidieron pasar los torniquetes sin pagar al son de “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”.

El jueves 17 de octubre, los usuarios del metro continuaron la acción y un día después la reivindicación contra los “30 pesos” se transformó en una denuncia contra “30 años” de abusos (en referencia al periodo postdictatorial) de sistemas privatizados de salud, educación, pensiones y de los recursos naturales.

Luego, las protestas callejeras se multiplicaron (y aún continúan hoy en día) en cada esquina, al ritmo de los cacerolazos, pese a la criminalización del movimiento por parte de las autoridades políticas, que decretaron el estado de sitio y el toque de queda en una parte del país el 19 de octubre.

Todo Chile pudo ver al presidente Sebastián Piñera anunciando el estado de excepción constitucional por televisión rodeado del alto mando militar, lo que para muchos evocó tiempos sombríos de la historia reciente del país bajo la dictadura dirigida por Augusto Pinochet (1973-1990).

La “primavera de octubre” en Chile se produce en un contexto de las acciones colectivas que tuvieron lugar durante los últimos años: los estudiantes de secundaria en 2006, los universitarios en 2011, el movimiento contra el sistema privado de jubilación a partir de 2013, el movimiento feminista y los movimientos indígenas, así como el más reciente movimiento medio ambientalista.

Señales contradictorias

El martes 22 de octubre, en un discurso televisado, el presidente Piñera pidió “perdón” al país por su falta de “visión” frente a las “desigualdades y el abuso”.

Sin embargo, no tuvo ni un solo recuerdo para las víctimas y sus familias. Ni una palabra para los 20 muertos en las manifestaciones, según el balance oficial, de los cuales cinco fueron víctimas de agentes de las fuerzas del orden. Es el caso de José Miguel Uribe, un joven de Curico (unos 200 kilómetros al sur de Santiago) al que dispararon a quemarropa cuando participaba en una manifestación pacífica en una zona que aún no estaba bajo el estado de excepción.

Durante las primeras semanas, los acontecimientos aún resultaban difíciles de interpretar: en un mismo día asistíamos a escenas de confraternización entre miembros de las fuerzas armadas y los manifestantes (incluso algunos agentes expresaron su apoyo al movimiento).

En cambio, las noches de toque de queda nos recordaban las horas mas sombrías de este país: los militares tomando posesión de las calles metralleta en mano. El séptimo día (viernes 25) del estado de excepción se produjeron al menos dos fenómenos, que se inscriben en dinámicas socioeconómicas y políticas complejas del Chile postdictadura.

Medidas económicas insignificantes

El primer problema es la falta de equilibrio entre las demandas y las expectativas de un país que protesta contra las desigualdades y las medidas que el presidente Piñera prometió poner en marcha para calmar el conflicto y que muestran hasta qué punto el Gobierno se adhirió al modelo neoliberal de un Estado subsidiario, regulando la distribución de las riquezas en beneficio de los más ricos e interviniendo a base de subsidios para los más pobres.

A modo de ejemplo, cabe destacar el anuncio del aumento irrisorio de la renta mínima, a un importe equivalente a 500 euros brutos, muy por debajo de lo que permitiría disminuir la increíble brecha salarial en Chile, el país más desigual de la OCDE. Concretamente, el salario será complementado por el Estado para alcanzar esta cantidad, sin que los empleadores tengan ninguna obligación de alinearse con este mínimo.

El aumento de las pensiones más bajas y otras medidas anunciadas están muy lejos del nuevo pacto social exigido por los manifestantes y los partidos de la oposición. No ha habido ni un solo anuncio sobre los recursos naturales, otro punto fuerte de las reivindicaciones de los ciudadanos, en particular sobre los recursos hídricos del país, monopolizados por grandes grupos económicos y cuya gestión y distribución están sujetas a las leyes del mercado mientras el país se encuentra bajo una grave presión hídrica.

Respuesta armada desproporcionada

El segundo fenómeno preocupante es el uso excesivo de la fuerza militar, propiciada por el Presidente para responder a las movilizaciones. Hay 2 410 detenidos, entre ellos 200 niños y adolescentes. El Instituto Nacional de Derechos Humanos ha denunciado actos de tortura o abuso sexual pero, en vez de pedir perdón, Sebastián Piñera se declaró “en guerra”.

Los Carabineros, policía militarizada chilena, vigilan una manifestación el pasado 19 de octubre. Jorge Morales Piderit/Wikimedia, CC BY-NC-ND

De hecho, la estrategia para mantener el orden en las calles parece estar muy alejada de las manifestaciones pacíficas de los últimos días, incluso teniendo en cuenta la magnitud de los actos de vandalismo cometidos: incendios en las estaciones de metro y saqueo de supermercados y farmacias.

Esta estrategia se comprende a la luz de la represión de los últimos años de las acciones de protesta en los márgenes sociales y geográficos de Chile: en los territorios mapuches y en las “zonas de sacrificio”, aquellas áreas industriales donde los habitantes son envenenados por el aire que respiran y el agua que beben.

Serie de suicidios o asesinatos

Chile ha experimentado una ola de “suicidios” o asesinatos de activistas ambientales (Macarena Valdés en 2016), líderes sindicales (Juan Pablo Jímenez en 2013, Alejandro Castro en 2018) o jefes mapuches (Camilo Catrillanca en 2018) en años recientes.

La muerte del joven Camilo Catrillanca, la única hasta ahora esclarecida, tras una serie de encubrimientos y mentiras, creó una onda expansiva en el país: este jefe tradicional mapuche –la principal población indígena de Chile– fue asesinado a quemarropa por las fuerzas especiales durante una operación policial, una forma de intervención recurrente en las comunidades mapuches del sur del país, a pesar de que estas operaciones son denunciadas regularmente por organizaciones de derechos humanos.

Estas muertes –y los acontecimientos actuales– nos recuerdan que el país se administra de acuerdo con el interés de unos pocos grupos económicos importantes que, cuando se sienten amenazados, no dudan en recurrir a la fuerza y a la retórica guerrera. No es insignificante que, como resultado del toque de queda, personas asociadas con la militancia ecológica hayan sido arrestadas en sus hogares sin ninguna otra forma de juicio y que la primera y automática respuesta gubernamental al descontento social y al conflicto continúe siendo la represión.

¿Año cero para el país?

Es lo que ocurrió el lunes 21 de octubre cuando la policía irrumpió en el domicilio de un estudiante de Sociología de la Universidad de Valparaíso, conocido por su activismo en Quintero, una zona portuaria en el corazón del escandalo industrial y sanitario desde el ahno pasado. Por este motivo la “guerra” que anunció el presidente Piñera resulta tan inquietante. Porque se basa en una estrategia policial y militar cuyo objetivo no es la restauración del orden público, sino la perpetuación de una política del miedo y de una distinción entre los “verdaderos patriotas” y los “vándalos”, términos utilizados por el propio presidente y que evocan la antigua categorización local entre los antipatria o enemigos de la nación –categoría extendida a todo disidente y que justificaba la violencia politica– y los verdaderos patriotas defensores de la libertad.

Chile, un pequeño país de 6 millones de habitantes en 1970, que se había atrevido a intentar un modelo democrático más redistributivo bajo Salvador Allende (1970-1973), lo pagó con 17 años de dictadura tras el golpe de estado del general Pinochet. Hoy en día, al rechazo público al orden estructural social, político y económico por parte de miles y miles de personas (millones en la marcha del 25 de octubre) se responde otra vez con violencia política.

Sin embargo, el contexto ha cambiado.

Esperemos que esta protesta en un país de neoliberalismo temprano, considerado como un “ejemplo” en una región inestable, constituya una pieza adicional de movilización social que, desde Ecuador hasta Francia, desafía la producción y reproducción de las desigualdades.

This article was originally published in French

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