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¿Le gustaría cambiar su nombre?

El momento más emotivo en las ceremonias de graduación posiblemente sea la entrega de diplomas. Habiendo presenciado desde el escenario esas celebraciones durante las últimas décadas, doy fe del entusiasmo que embarga a los graduandos, visible en sus caras, sus gestos, incluso por los aullidos lanzados por algunos.

Dado que en mi universidad conviven estudiantes de más de 136 países, uno de los grandes retos para la maestra de ceremonias es la lectura de los nombres de los graduandos.

Pronunciar correctamente apellidos de etimología alemana, árabe, china, española, turca o nigeriana, entre otros muchos idiomas, requiere cierto don de lenguas, desenvoltura filológica y diligente preparación. Se pueden disculpar uno o dos errores de dicción, pero si el lector se trabuca sistemáticamente al enunciar los nombres, la situación se vuelve embarazosa.

Las particularidades de un nombre

¿Cómo son su nombre y su apellido? ¿Son sencillos de pronunciar y de recordar? El mío, ciertamente, no lo es. Mi nombre, Santiago, de raíz latina, es relativamente fácil de asimilar, y si alguien me pregunta por su pronunciación recurro a la regla nemotécnica: “como la capital de Chile”. Mi primer apellido, sin embargo, es ciertamente complicado: “Iñiguez de Onzoño” es una locución larga, con dos “eñes”, la peculiar letra española. Iñiguez es el patronímico que denota hijo de Íñigo, y Onzoño indica una procedencia geográfica: aunque con ortografía alterada por el tiempo y los usos, Onsoño es un enclave en el límite entre Álava y Vizcaya.

De pequeño, la originalidad de mi nombre me generaba orgullo. Con el tiempo, y una carrera internacional, he comprobado las dificultades de los apellidos largos e impronunciables. Salvo que los anfitriones ya me conozcan, en la mayoría de las conferencias en las que participo suelen preguntarme cómo se pronuncia mi nombre, a lo que suelo contestar “como mejor le parezca”, sin corregir la dicción.

En otras ocasiones lo recorto y solo mantengo la primera mitad y sin eñe: Iniguez. Algunas dificultades adicionales que me encuentro son la longitud prevista para los apellidos en las tarjetas de embarque, los formularios de inmigración, y más recientemente, los certificados de vacunación.

La extravagancia o rareza de los nombres se extiende a otras ramas de mi familia. Por ejemplo, mi bisabuelo materno, que era profesor de historia medieval, cristianó a sus hijos con nombres de reyes godos. Mi abuelo se llamaba Segismundo y dos de sus hermanos Leovigildo y Teodorico. Como es habitual, el tiempo impuso la economía en el lenguaje coloquial, y en el trato diario se trataban por los apelativos: Segis, Leo y Teo. Una práctica generalizada, con independencia de las culturas y los idiomas.

Los sesgos cognitivos

A veces me planteo si la rareza de mi nombre ahuyenta a posibles lectores y potenciales seguidores en las redes sociales. Diversos estudios de psicología cognitiva así lo sostienen.

En 1948, dos profesores de Harvard desarrollaron un estudio para averiguar si existía alguna correlación entre el nombre de los estudiantes y su desempeño académico. El resultado de su pesquisa fue que, efectivamente, los alumnos con nombres más sencillos –los Mikes– obtenían, de media, mejores calificaciones que los portadores de nombres más enrevesados.

El hallazgo es intuitivo y quizás lo haya vivido en primera persona si tiene un nombre difícil de recordar.

Por ejemplo, es natural que en un cóctel los invitados con nombres corrientes sean recordados más fácilmente y, por tanto, tengan más facilidad para la socialización. Esto puede llevar a que aquellos con nombres inusuales desarrollen una capacidad especial para relacionarse, algo que implica superación personal y esfuerzo. Pero también se pueden buscar trucos para hacerse recordar, en caso de que su nombre sea original. Por ejemplo, en reuniones informales me presento únicamente como Santiago, para trasladar un apelativo claro y memorizable.

La afinidad natural con nombres que nos resultan familiares es lo que suele denominarse en psicología como facilidad cognitiva (cognitive ease). El premio Nobel de Economía Daniel Kahnemann, plantea en su libro Pensar rápido, pensar despacio, el ejemplo de tres nombres distintos: David Stenbill, Monica Bigoutski y Shana Tirana. Si le preguntaran por la familiaridad con estos tres nombres, un angloparlante elegiría claramente el primero, Stenbill.

Explica Kahnemann: “Las palabras que se han visto antes se vuelven más fáciles de reconocer: puede identificarlas mejor que otras palabras cuando se muestran muy brevemente o enmascaradas por el ruido, y las leerá más rápido (en unas pocas centésimas de segundo menos) que otras. En resumen, experimenta una mayor facilidad cognitiva al percibir una palabra que ha visto antes, y es esta sensación de facilidad la que le da la impresión de familiaridad.”

Nombres fulgurantes

Esta búsqueda de expresiones que resulten familiares o atractivas para la gente es lo que justificaba una práctica extendida en el Hollywood clásico, donde se solía cambiar el nombre a las futuras estrellas para dotarlas de más singularidad, de un rasgo de identidad distintivo que el público recordara. Posiblemente Margarita Cansino y Roy Fitzgerald hubieran tenido más dificultades en sus carreras si sus agentes no les hubieran rebautizado como Rita Hayworth y Rock Hudson.

En su entretenido libro You are what you speak, el periodista Lane Greene, cita al primer ministro británico Winston Churchill, quien solía decir:

“Las palabras cortas son las mejores, y las palabras antiguas, cuando son cortas, resultan las mejores de todas. Las palabras ‘viejas y cortas’ en inglés suelen ser de origen anglosajón”.

Ciertamente, una de las consecuencias de la globalización es la primacía del inglés como lengua vehicular y, con ello, la preeminencia de los nombres de origen anglosajón, especialmente los cortos.

Esto se evidencia, por ejemplo, en la adopción de nombres occidentales por parte de ciudadanos chinos que quieren integrarse más fácilmente en la vida profesional y social de Occidente. Curiosamente, aunque muchos de los nombres chinos son mono o bisílabos y más del 20 % de su población se apellide Wang, Li o Zhang, los occidentales no realizamos el esfuerzo necesario para adaptarnos a su entorno lingüístico.

Nombres, cultura y diversidad

Algo que se debe evitar son las reacciones populistas y nacionalistas excluyentes al escuchar los apellidos de otros. En su libro, Greene rememora un episodio que siguió a la nominación para el Tribunal Supremo estadounidense (en tiempos de Barack Obama) de la jueza Sonia Sotomayor, nacida en el Bronx, de padres puertorriqueños. Cuando salió a la luz que una vez había elogiado las virtudes de ser una “sabia latina”, los conservadores se mostraron asombrados y muchos la llamaron racista. Mark Krikorian, un experto en inmigración ilegal, incluso encontró irritante la prosodia de su nombre y escribió en la revista conservadora National Review: “Obviamente, nuestra primera inclinación debería ser ceder a la pronunciación de los nombres de las personas, pero debería haber límites. Poner el énfasis en la última sílaba de Sotomayor es antinatural en inglés… e insistir en una pronunciación antinatural es algo en lo que no deberíamos ceder”.

Si bien la facilidad cognitiva de la que hablamos antes pone en guardia nuestros instintos de familiaridad y pertenencia, es conveniente contrarrestarlos con más conocimiento de otras culturas, un sentido cosmopolita y la devoción por la diversidad.

Recapitulando, ¿le gustaría cambiar su nombre?

Estamos ante una cuestión incluso filosófica. Un cambio de nombre implica también una alteración de la identidad. La cuestión de vivir identidades diversas ha sido abordada por múltiples filósofos, de John Locke a Derek Parfit. Locke explicaba que lo que nos convierte en la misma persona es un flujo de conciencia que vincula nuestras experiencias presentes y pasadas, y da sentido a nuestras vidas, que no cambiaría, incluso si adoptáramos una identidad diferente.

Si tiene un nombre difícil de recordar quizás le cueste más hacerse notar y tendrá que realizar un esfuerzo suplementario para figurar en la memoria de la gente. No obstante, si logra que los demás se aprendan su nombre posiblemente lo retengan para siempre. Piense en nombres nada sencillos como Thyssen-Bornemisza, Rockefeller o Vanderbilt.

Por otro lado, si tiene un nombre extraño, contará con la ventaja de que aparecerá en los primeros lugares de las búsquedas en internet o en las redes sociales donde participe. En todo caso, sus amigos siempre lo recordarán.

Lo importante es que nadie se refiera a usted como el innombrable. Eso querría decir que hay personas que no le tienen en gran estima.


Una versión de este artículo fue publicada originalmente en LinkedIn.


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