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¿Qué necesita el sistema educativo español para convertirse en referencia?

Un ejercicio demoscópico sencillo, con amigos y vecinos, nos advierte de que esto de la educación no va bien, entre la mediocridad y el suspenso, y de que vamos a peor. En materia de educación, los redentores son rápidos a la hora de proponer sus remedios, tanto los que apuestan por replantear el sistema educativo de arriba a abajo como los partidarios de recuperar fórmulas de un pasado caduco, lo que intensifica el grado de estrés sobre el sistema. Hay que hurgar algo más.

La celebración del Día Internacional de la Educación, apoyado por la UNESCO, y la cartera de gobierno recién estrenada en España, que al menos no se olvida de la educación en el preacuerdo adoptado pueden ser buenos motivos para preguntarse si la educación realmente ocupa, y no solo preocupa, las agendas de las autoridades educativas, y repasar, a modo de balance, el estado de la educación en España.

Un asunto complejo, más allá de la escuela

Como estipula la resolución de Naciones Unidas, el Día Internacional de la Educación se propone situar en el centro del debate la necesidad de una educación de calidad, además de inclusiva y equitativa. Nada menos. Lo que sea una educación de calidad será distinto según los colores ideológicos, religiosos o políticos de cada cual, que determinarán definiciones, finalidades, métodos y maneras de educar bien distintas.

Y casi lo mismo podrá suceder con lo de inclusiva o equitativa, pues intentar que nadie quede atrás (como el nombre de la famosa ley de educación estadounidense de 2001 Que ningún niño se quede atrás) siempre será un deseo codiciado y difícil de rechazar, pero que suele venirle ancho a cualquier sistema de escolarización.

Para hacer balance de la educación es preciso saber de lo que hablamos y es imprescindible perpetrar algunos reduccionismos. Con dicha Resolución, ya estamos reduciendo lo educativo a la escuela, algo que no gusta a todos aquellos sectores que se esfuerzan por ampliar el espectro de la educación.

De hecho, el llamado “fracaso escolar” tiene más de fracaso social que de desastre de la escuela, puesto que en los resultados escolares participan muchos condicionantes externos sobre los cuales, demasiado a menudo, no existe preocupación política por intervenir de manera contundente.

La educación en los datos

Lo mismo ocurre cuando rebajamos lo escolar a un resultado, cayendo inevitablemente en el peligroso mundo de los datos. Y en este terreno, habrá que reconocer que la educación en España resulta francamente mediocre, justo en el punto medio. Lo es cuando se comparan resultados en conocidas pruebas internacionales, en la media de los países del club de la OCDE, y también lo es cuando se mira el porcentaje de gasto público en educación y otros indicadores de carácter social o cultural, como los niveles de pobreza o de gasto familiar en cultura, por poner algún ejemplo.

También es mediocre la educación en España cuando se comprueba el cortoplacismo exasperante en la clase política: desde la aprobación de la Constitución, España ha tenido una veintena de ministros de educación (solo cinco mujeres), lo que da una media de dos años en el cargo. Si la educación es un asunto complejo y altamente vulnerable a contingencias varias, eso requiere planificación y mirada a largo plazo, del todo incompatible con la fugacidad cuando escrutamos en la historia reciente, de tan solo algunas décadas.

Por poner un ejemplo, España legisló la obligatoriedad de la educación hasta los 16 años en 1990, nada menos que tres décadas después que Francia (1959): hemos tardado bastante en ponernos al nivel de otros países en este y otros asuntos, lo que ha lastrado notablemente la evolución del sistema.

Se podría afirmar, por lo tanto, que la escuela se ha sostenido a pesar de esa poca diligencia de los poderes públicos y gracias quizás a elevadas dosis de profesionalidad, no siempre reconocida. Girando el argumento, las radiografías internacionales podrían ser peores si no fuera por el trabajo poco gratificado de los que intervienen en el día a día.

Hacia un nuevo enfoque

Por esta razón, el balance obliga a mirar hacia la escuela y la realidad cotidiana. Aunque es cierto que el marketing educativo ha sacado oro allí donde hasta hace poco se veía óxido, la innovación en la escuela se ha instalado en los equipos docentes. Hay más conciencia de que el saber ya no es lo que era y que el aprendizaje se mueve por caminos más complejos, gracias o por culpa de (según las versiones) tecnologías más sofisticadas y más accesibles, entre otras razones.

Hay más conocimiento sobre cómo se aprende, no tan solo de cómo funciona el cerebro, y las fuentes para aprender se han multiplicado. La diferencia radica en que ese aprendizaje no se mide en clave individual, sino colectiva: educativamente hablando, se crece cuando se crece con otros, como recogió la UNESCO en su última declaración programática de 2016, donde la educación se presenta como un árbol variopinto y acogedor. El cambio no es menor.

Confianza y complicidad

Es indudable que las escuelas están experimentando un proceso interesante de adaptación a los tiempos y que una sociedad en red, digitalizada, cada vez más diversa y con elevadas dosis de presión por resultados requiere una educación que se debe concebir y regir con otros parámetros. Que un determinado ranking sitúe a España en un puesto más arriba o más abajo no aporta demasiado a la calidad del sistema. No siempre hay que jugar la Champions.

En cambio, que se adopten medidas para la actualización de los temarios y la apuesta por la innovación metodológica, por la mejora de la formación del profesorado y el acceso a la profesión, por hacer la escuela más inclusiva y más abierta a todos los actores implicados, incluidas las familias, son retos que el sistema no puede soslayar. Eso implica incrementar la responsabilidad de los poderes públicos y reforzar la confianza en los profesionales de la educación, que son los que podrán mejorar la escuela.

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