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Quiste de Toxoplasma gondii alojado en el cerebro de un ratón. Jitender P. Dubey / PLOS Biology, CC BY-SA

Yo soy yo y mi toxoplasma

Una fantasía recurrente de la ciencia ficción es la implantación de diminutos elementos en los cerebros de las personas, que servirían para controlar y dirigir nuestras acciones y emociones. Vaya por donde vaya el desarrollo tecnológico en ese sentido, en la naturaleza hace millones de años que esos trucos están inventados. Parásitos de diferentes tipos son capaces de modificar el comportamiento de los organismos que los alojan, que dejan de actuar por la conservación de los genes propios para convertirse en promotores de los ajenos.

Toxoplasma gondii es uno de los parásitos más frecuentes en humanos. Vive alojado en aproximadamente un tercio de las personas, tanto a nivel global como en Europa. Aun así, la mayoría solo sabemos de su existencia durante los embarazos, cuando la mujer gestante recibe indicaciones sobre si puede comer jamón u otras carnes crudas. Pero todos los indicios apuntan a que su papel es muy importante en muchos aspectos de nuestras vidas.

El toxoplasma en un protozoo, un ser unicelular tan pequeño que se aloja dentro de las células de animales. Este parásito solo se reproduce sexualmente en el intestino de los felinos (los hospedadores definitivos), pero tiene un ciclo de vida complejo, con periodos alojados en un amplio abanico de animales, desde aves a cocodrilos y de roedores a cetáceos. Esto incluye a los humanos.

Los hospedadores intermedios adquirimos el toxoplasma al ingerir sus oocistos (algo así como sus huevos), a través de superficies o alimentos contaminados con excrementos de felinos, o bien al ingerir a otros hospedadores intermedios ya infectados.

Lo que hace el toxoplasma al entrar en el cuerpo de los hospedadores intermedios es muy sorprendente. Comienza a reproducirse asexualmente y, de alguna forma, toma el mando de nuestro sistema inmune, promoviendo una respuesta específica que hace que el parásito forme quistes en diferentes tejidos, con preferencia por el cerebro.

Cuando la respuesta inmune es deficiente, como ocurre con fetos o personas inmunodeprimidas (por ejemplo, con VIH), el toxoplasma no se enquista y prolifera en el hospedador intermedio, lo que genera una grave enfermedad. Cuando sí se da la respuesta inmune, el proceso de infección y formación de quistes resulta asintomático o genera molestias leves.

Estos quistes quedan a la espera de que un felino se coma al hospedador intermedio, lo que daría lugar a una nueva población de toxoplasma. Pero la espera dista mucho de ser pasiva. El toxoplasma hace todo lo que puede para que ese evento de depredación se produzca. Y puede hacer mucho.

Quiste de Toxoplasma gondii alojado en el cerebro de un ratón, similar a los que llevamos alojados un tercio de los seres humanos. Los elementos rojizos que se aprecian en el quiste son bradizoitos, individuos latentes que darían lugar a una nueva infección si el ratón fuese consumido por un gato. Jitender P. Dubey/Wikimedia Commons, CC BY

Ratones kamikazes, motoristas sin casco

Se conocen razonablemente bien los cambios de comportamiento que los quistes de toxoplasma inducen en ratas y ratones. Como norma general, sin toxoplasma, los roedores intentar minimizar la probabilidad de ser comidos por los depredadores. Para ello, transitan por lugares resguardados y se alejan de cualquier evidencia de la presencia de felinos.

Cuando un roedor aloja quistes de toxoplasma empieza a mostrar comportamientos temerarios, exponiéndose en zonas abiertas y acudiendo a lugares aromatizados por heces y orines de gato. Comportamientos igualmente desinhibidos asociados al toxoplasma se dan en hienas que se acercan más a los leones, en marsupiales tasmanos que son atropellados en carreteras con mayor frecuencia o en nutrias marinas (infectadas por la contaminación de las aguas con heces de gato) que caen presa de los tiburones con mayor facilidad.

La pérdida de los comportamientos prudentes supone un cambio radical en una de las principales premisas en la vida de los animales, la propia preservación. Y se debe a que un diminuto parásito se apodera de las decisiones de unos seres que, a fin de cuentas, se parecen mucho a los humanos.

¿Podría ser, entonces, que el toxoplasma influyese también en nuestro comportamiento?

Hasta hace poco, se consideraba que la presencia de quistes de toxoplasma en humanos era asintomática. Pero cada vez hay más evidencias, y más sólidas, sobre las diversas e importantes consecuencias de esta infección. Se ha comprobado que entre las personas que mueren en accidentes de tráfico la presencia de quistes de toxoplasma es desproporcionadamente alta, y se piensa que el parásito sería responsable de varios millones de estos accidentes cada año.

Los accidentes no son necesariamente resultado de comportamientos intrépidos, pero un estudio reciente pudo asociar las muertes por imprudencias (como ir en moto sin casco) a la infección por toxoplasma, como ocurre a ratas, ratones, hienas o nutrias marinas. Se sabe también que al menos un 20 % de los casos de esquizofrenia están relacionados con la presencia de quistes de toxoplasma, y existen indicios de la implicación de éstos en otros desórdenes psicológicos.

Hay asimismo una sólida asociación entre el toxoplasma y los intentos de suicidio, hasta el punto de que se estiman en más de un millón anual las tentativas de suicidio directamente relacionadas con el parásito en todo el mundo.

Hasta aquí, el toxoplasma en estado latente se presenta como un serio problema de salud pública, que plantea enormes desafíos a los sistemas sanitarios y que hasta hace muy poco se había pasado por alto. Pero hay más.

Quistes emprendedores

El toxoplasma genera cambios de comportamientos con potencial trascendencia en las sociedades humanas. Por ejemplo, parece existir una relación entre portar quistes de toxoplasma y emprender negocios. Las personas parasitadas son más tendentes a desear emprender cuando son estudiantes y a iniciar negocios propios en la vida adulta.

En un estudio en el que participaron más de 16 000 mujeres danesas se comprobó que las que convivían con el toxoplasma eran más emprendedoras, una diferencia especialmente notable cuando se trataba de emprendimiento en solitario, pero que también abandonaban su aventura empresarial con más facilidad. Estas observaciones pueden estar relacionadas con las de otro estudio en el que se observó que alojar al toxoplasma hace que la gente dé menos importancia a los beneficios que puedan obtener de sus acciones, lo que les haría tomar más riesgos desestimando las consecuencias.

Todos estos cambios parecen reflejar una merma de la neofobia asociada al toxoplasma, que haría que afrontásemos situaciones nuevas sin miedo a los riesgos que impliquen. Esta reducción del miedo a lo desconocido es característica de los individuos responsables de nuevos inventos, que son los que generan innovaciones culturales.

Siguiendo este hilo, es posible especular sobre el papel del toxoplasma en los grandes cambios de las sociedades humanas. Me gusta imaginar que la primera persona que pintó animales o plasmó las palmas de sus manos en una cueva tenía quistes de toxoplasma en su cerebro, igual que quien se animó controlar el fuego o a crear instrumentos musicales. Quizás tuvieran toxoplasma quienes se embarcaron en intrépidos viajes de exploración, los que probaron drogas por primera vez, quienes comenzaron a criar los lobos que terminaron dando lugar al perro, o los que cultivaron el teosinte que acabó generando el maíz. Quizás Bach, Frida Kahlo, Jimmy Hendrix o Marie Curie alcanzaron sus logros con la colaboración de un pequeño parásito alojado en sus cerebros, a la espera de que un felino se los comiera.

Un parásito contra el libre albedrío

A los humanos nos gusta vernos como el no va más de la evolución. Pero el toxoplasma viene a bajarnos esos humos con poderosas razones. Resulta que nuestras decisiones podrían no ser del todo nuestras, estando en muchas ocasiones supeditadas a las intenciones de un diminuto ser que se nos ha colado en el cerebro.

Además, podría darse el caso de que ese parásito haya participado de las grandes innovaciones y gestas de la humanidad, y que debamos compartir sus méritos. Entre el 2019 y el 2022 podríamos, por ejemplo, celebrar el quinto centenario de la vuelta al mundo que completaron entre Magallanes, Elcano y (muy probablemente) sus respectivos toxoplasmas. Pero el toxoplasma nos informa también de un papel ecológico que tenemos en gran medida olvidado, el de presa.

Aunque puede reproducirse en cualquier felino, hoy día el gato doméstico origina prácticamente todas las infecciones por toxoplasma a nivel global. Pero el toxoplasma tiene un ciclo de vida ajustado con precisión por millones de años de evolución. Y no hace falta irse tan atrás para encontrar escenarios en los que grandes felinos se alimentaban de homínidos, incluyendo humanos modernos.

Hace solo unos pocos miles de años existían en la península ibérica leones y leopardos, que sin duda depredaban sobre humanos. Especialmente sobre aquellos individuos que, movidos por su toxoplasma, tenían menos miedo a explorar nuevas situaciones, zonas o recursos. Quizás fuese el toxoplasma quien hacía cantar a Lola Flores aquello de que me coma el tigre.

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