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Jóvenes en el mirador de Guinardó con Barcelona a sus pies. Shutterstock / Juraj Kamenicky

Calle y sublevación: ¿qué pasa con el ocio nocturno en nuestras ciudades?

En 2018 el cineasta franco–argentino Gaspar Noé estrenó su polémica película Climax en la que se plantea, entre otras cosas, la tesitura de la pulsión de diversión/evasión llevada hasta las últimas consecuencias.

Confinados en un local, de zona desconocida en una región ignota, un grupo de jóvenes baila y consume alcohol hasta que la situación se degrada, fruto también de la intervención de otras sustancias, y se alcanza un punto (auto)destructivo sumamente insostenible.

En ella parece encarnarse aquello que dijo Freud de que la pulsión, abandonada a su suerte hasta alcanzar su paroxismo, siempre acabará siendo pulsión de muerte.

El aumento del botellón

En los últimos años ha ido acrecentándose el número de jóvenes (entre 18 y 25 años) que practican el botellón como medida principal de ocio nocturno (en diversos estudios se habla de uno de cada cuatro en algunas regiones), con lo que, entre muchas cosas, genera una situación de conflictividad con los residentes de las zonas en las que se materializa recurrentemente esta práctica.

Las razones que ponen en circulación son varias: precio disparado de las entradas de las discotecas, y de las consumiciones en los diversos locales, cierre temprano de algunos de ellos, búsqueda de diversión, sentirse feliz, tener una mayor sociabilidad y posibilidad de flirteo.

Las causas subyacentes

Las cosas son un poco más complejas y hay diversos puntos que se interrelacionan, configurando una espiral de factores que se penetran entre sí. En primer lugar, nos encontramos en un contexto en el que cuestiones tales como la autoridad o la ejemplaridad han perdido importancia, o bien se han resignificado apelando ahora a ciertos determinismos más o menos laxos o livianos (sobre todo, esto se da desde mediados de los ochenta y principios de los noventa). A su vez, este hecho afectará a la autopercepción de la responsabilidad ante las consecuencias de sus acciones.

Nos movemos en un contexto líquido que es fruto de toda una tradición: posmodernidad, planteamientos deconstructivistas que socavan la cuestión del sentido último y de la identidad fija y estable, caída de los grandes relatos e ideales que movieron buena parte de los desarrollos ideológicos del siglo pasado… Y también de diversos acontecimientos socio–históricos como la caída del muro de Berlín y el establecimiento del capitalismo salvaje, entre otros.

En este contexto líquido, como diría el psicoanalista Jacques Lacan, los significantes–amo se han derribado. Todo circula denostando a referencias y autoridades. Sería interesante recordar aquí que la autoridad, a diferencia del poder, requiere el reconocimiento para validarse y concretarse (Hegel o Arendt son autores clave para situar este fenómeno). Es decir, si a alguien no se le reconoce, no hay autoridad.

Jóvenes celebran San Juan de una playa de Valencia. Shutterstock / Evgeny Gubenko

Un imaginario fatalista

En segundo lugar, la falta de expectativas en nuestros jóvenes genera la necesidad de establecer puntos de fuga en su búsqueda de referentes y a las frustraciones del porvenir. Su contexto no es fácil, aunque parezca lo contrario.

Más allá de las dificultades o no que tengan en el presente (las propias de la adolescencia así como las económico–sociales de sus cuidadores), no cesan de escuchar que su futuro (laboral, existencial o social) no es nada halagüeño. Desempleo, carencia de oportunidades, dificultad de establecer vínculos duraderos con sus semejantes, nomadismo forzado… todo ello flota por su imaginario, sea consciente o inconscientemente, y de ahí la necesidad de buscar puntos evasivos para con sus circunstancias.

Con el botellón buscan un instante de redención ante la fatalidad que se dilate ad infinitum, anhelan compartir, explícita o implícitamente, su malestar con sus congéneres.

Calle y libertad

En tercer término, hay algo de rebeldía en juego. Siempre la hay. Ante las demandas de autoridad y sus frustraciones presentes y venideras, existe la posibilidad real del desacato: la calle, y la noción de fiesta, son símbolos de libertad, de ruptura para con las cadenas de la cotidianidad, de poner en entredicho la lógica del poder.

Tal y como apuntaron autores como Henri Lefebvre (como puede en diversas obras como El derecho a la ciudad) o Manuel Delgado (El animal público, Sociedades movedizas o El espacio social como ideología, entre otras obras) la calle siempre ha sido un espacio de reivindicación de la soberanía del individuo (o de la masa) más allá de los dictámenes establecidos por el poder.

Hay algo volátil, disruptivo, incontrolado, atávico en la festividad así como en las calles. Por ello el poder siempre ha querido gestionar (incluso infraestructuralmente) las calles y con ello eliminar cualquier tentativa de sublevación.

¿Alternativas?

Más allá de estas cuestiones, la alternativa que se les ofrece es poco tentadora: o bien que consuman de forma ordenada y gestionada por los locales de ocio (fortaleciendo así, en último término, el dominio de la plusvalía y productividad del sistema capitalista), recurriendo a la intimidación del poder/Ley, o incluso se les exhorta a que esperen a madurar.

Como ocurre la mayor parte de las veces, una educación integral que comprometa a los distintos niveles sociales y familiares, entendida en términos de la idea griega de paideia, en torno a la cuestión de la responsabilidad puede facilitar llevar mejor las cosas.

Ahora bien, sin un cambio o viraje en las condiciones socio–económicas generales, que posibilite, entre otras cosas, una mayor capacidad de establecer expectativas más o menos duraderas, y que ayude, en definitiva, a establecer de nuevo la importancia de la utopía (Ricoeur y Mannheim aquí nos ayudarían en sus libros homónimos: Ideología y utopía) por encima de la idea de fatalidad (“esto es lo que hay”), las cosas parecen complejas. El tiempo dirá.

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