De un tiempo a esta parte oímos hablar muy a menudo de la cuarta revolución industrial. El concepto, que tiene partidarios y detractores, está relacionado con la llamada convergencia de tecnologías. Se trata nada menos que del punto de encuentro entre nanotecnología, neurociencia, biotecnología e inteligencia artificial y robótica, por solo citar las principales ramas de la tecnociencia implicadas en tal convergencia.
El futuro que se vislumbra viene cargado de mucha incertidumbre así como de cruciales interrogantes sobre temas tan fundamentales como el trabajo, la desigualdad, la gestión de los recursos naturales o las decisiones sobre la tecnociencia misma.
Además, al parecer no estamos hablando de un futuro remoto sino todo lo contrario, es mucho más próximo de lo que parece, incluso puede que ya esté en marcha ahora mismo.
Un problema del presente
Sea como sea, lo que parece claro es que el tema merece que le dediquemos todo el tiempo posible, dado el alcance que podría llegar a tener. Una muestra de la relevancia de la cuestión es que la Unión Europea ya empezó a reflexionar sobre ello en un informe de 25 expertos el año 2004.
Así mismo, el Foro de Davos dedicó parte de sus sesiones del 2016 a los efectos de las nuevas tecnologías sobre la economía. Además, mucha es ya la bibliografía que podemos encontrar en las librerías sobre la cuarta revolución industrial y la convergencia de tecnologías.
Entre las muchas consecuencias que se empiezan a considerar, destaca la posible incidencia que puede llegar a tener en la esfera del trabajo. El famoso estudio de C. Benedikt y M.A. Osborne lanzaba una predicción bastante catastrofista: la pérdida del 47% de empleos en los Estados Unidos. Otros autores opinan que, a pesar de tal destrucción, al mismo tiempo se crearán muchos nuevos puestos de trabajo. La polémica está servida y los expertos se posicionan entre las dos opiniones.
No es nada nuevo. Cada vez que tenemos ante nosotros una nueva tecnología surgen dos extremos opuestos: los tecnófobos y los tecnoentusiastas, junto con toda una serie de posicionamientos intermedios.
La posibilidad alarmante
Pensemos ahora en tres posibles escenarios futuros: dos claramente distópicos y uno decididamente utópico. Hagámoslo no con la convicción de defender un pronóstico realista, sino como un ejercicio filosófico de reflexión.
Empecemos por el más terrible de todos, la predicción más apocalíptica respecto al trabajo. Si el desarrollo de la convergencia de tecnologías no va acompañado de cambios sociales y económicos, si la deriva creciente de la desigualdad no se detiene sino que se incrementa, el futuro tiene muy mala cara.
Oxfam lleva tiempo dando cifras alarmantes al respecto y no lo son menos las que presenta en el Foro Económico Mundial de Davos 2019. Ya en el 2015 afirmaban que entre los años 2009 y 2013 contabilizaron 123 millones de europeos viviendo en situación de pobreza, compartiendo el mismo suelo con 342 milmillonarios.
El índice de Gini no deja de aumentar, siendo éste un problema no exclusivamente europeo. Desde las Naciones Unidas se considera la desigualdad, en todas sus múltiples y perversas formas, como uno de los mayores desafíos de nuestro mundo. Según la OCDE estamos hoy en el momento de más desigualdad desde hace 50 años. De hecho este es el camino que emprendió el mundo desde los tiempos de Thatcher y Reagan.
Teniendo en cuenta estos datos, ¿podemos imaginar el impacto que podría tener una pérdida del 30 al 40% o más de los empleos? Si no se hiciera absolutamente nada para paliar este dramático pronóstico el mundo podría entrar en una situación en absoluto deseable, y menos si a esto añadimos los posibles impactos del cambio climático.
Considerando el paralelo incremento de los instrumentos tecnológicos de control social y el posible repliegue de los superricos en un mundo aislado del resto, podemos imaginar llevadas a la realidad las peores pesadillas de las distopías cyberpunk.
La realidad algo más optimista
El segundo escenario es, aparentemente, más amable que el anterior. Se consigue paliar la desigualdad por medio de un instrumento que está en boca de muchos expertos, científicos sociales, políticos de todos los colores y empresarios: la renta básica de ciudadanía (conocida también con otros nombres).
La misma UE ha empezado ya a hacer estudios al respecto. Aunque cuenta con algunos detractores, como el filósofo francés Éric Sadin, en general se considera la renta universal una posible herramienta para paliar el efecto apocalíptico del escenario anterior. Si bien existen diferentes propuestas de rentas básicas, todas coinciden en que con ella se puede redistribuir la riqueza, paliando así los posibles efectos catastróficos de la cuarta revolución industrial.
Entonces ¿dónde está el problema? Imaginemos una sociedad donde las personas tienen todas sus necesidades cubiertas y, además, o bien muy poca gente trabaja o la jornada laboral se ha reducido a su mínima expresión. ¿Qué haremos con tantas horas libres? Ciertamente, una de las criaturas más peligrosas del planeta es un ser humano aburrido. El consumo como forma de ocio, en especial el consumo basado en la compra compulsiva ya no es pensable –ni deseable– en un mundo finito. Si nadie sabe qué hacer con su vida podemos llegar a reinstaurar las luchas de gladiadores para entretenernos o acabar como los humanos de Wall-E.
Renta básica
Aquí es donde aparece el utópico tercer escenario. Podríamos llamarlo “el mundo de Star Treck”, siguiendo el documental de Christian Tod, Free Lunch Society. Un mundo donde ya no hay necesidades materiales pero donde los seres humanos han encontrado nuevas, positivas y creadoras maneras de ocupar su tiempo.
Esto nos llevaría a una transformación mucho más profunda de lo que a primera vista pudiera parecer. Desde sus orígenes, la Modernidad se ha forjado alrededor una serie de conceptos fundamentales como son progreso, antropocentrismo, crecimiento, aceleración, entre otros, de los que cabe destacar el de trabajo. La decisiva evolución de este concepto forja toda una serie de cambios culturales de enorme calado.
Desde Adam Smith a Karl Marx, el trabajo emerge como el elemento central de todas las dimensiones humanas. Es a través del trabajo que podemos adueñarnos legítimamente de la naturaleza, como postulaba Locke. Es por medio del trabajo como podemos superar toda alienación ya que, según Marx, la esencia humana pasa por el conjunto de relaciones sociales, relaciones que son mediadas por el trabajo.
Así pues, una transformación en el concepto de trabajo nos podría conducir hacia un cambio mucho más decisivo de lo que parece, llevándonos tal vez hacia una nueva transformación cultural. No sería tan solo un paso hacia el comunismo o hacia el fin del capitalismo, ideas que encontramos en el movimiento aceleracionista o en el filósofo belga Jan Doxrud.
Lo que estaría poniéndose en marcha seria un cambio de cosmovisión en la que el trabajo no sería una condena y dejaría de hacer honor a su etimología como instrumento de tortura. Al contrario, pasaría a ser otra cosa distinta a la que tal vez se debería buscar un nuevo nombre.
Como ya he dicho antes, los tres escenarios no son más que meros ejercicios de libre reflexión. No tienen ninguna intención profética ni quieren ser un ejercicio de prospectiva. Pero, eso sí, pueden servirnos para pensar qué caminos nos gustaría más tomar, ahora que nos dirigimos directamente hacia un futuro lleno de esperanzas y pesadillas tecnocientíficas. En definitiva, la intención es resaltar nuestra parte de responsabilidad respecto a aquello que acabemos construyendo.