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Cupido y Psique, del escultor italiano Antonio Canova. Bettmann via Getty Images

Cupido no era el querubín regordete que asociamos con San Valentín

Ah, San Valentín: la fiesta de las tarjetas de felicitación y los bombones, cuyos sangrientos orígenes se han olvidado casi por completo en los últimos 2 000 años.

Lo que empezó como una fiesta cristiana en honor a dos o tres mártires de los primeros cristianos –los “Valentines” originales– se asocia ahora con bandadas de querubines alados, cuyos arcos y flechas de aspecto inocuo simbolizan el romanticismo amable en lugar de la guerra mortal. De alguna manera, la frase “herido por la flecha de Cupido” se supone que es emocionante en lugar de atroz.

El Cupido original era hijo de Venus, diosa romana del amor y la belleza. Él mismo era una deidad romana asociada a la lujuria y el amor, basada en el Eros griego. En Grecia y Roma, ambas figuras se representaban como jóvenes apuestos, no como niños alados.

Pero los poetas y artistas antiguos también imaginaron una tropa de “Erotes” o “Cupidinos” como ayudantes de estos dioses. Los romanos los representaron como niños alados, o putti, como se les conocía en el arte renacentista italiano. Estos, a su vez, se convirtieron en los querubines regordetes de las actuales tarjetas de San Valentín.

A pesar de imaginarse al dios con una tropa de adorables acompañantes, incluso los romanos comprendieron que Cupido tenía un lado más oscuro y peligroso, un poder que no había que despreciar.

Pequeño pero poderoso

El dios arquero Apolo lo descubrió por las malas, como relató el poeta Ovidio en su epopeya del año 8 Metamorfosis. Tras matar al dragón de Delfos con 1 000 flechas, Apolo provocó la furia feroz del hijo de Venus al burlarse de las armas aparentemente de juguete de Cupido.

Una pintura en blanco y negro muestra una figura desnuda alada hablando con un hombre vestido con túnica.
‘Cupido y Apolo’ de Pontormo (atribuido a la Escuela de Andrea del Sarto) Samek Art Museum at Bucknell University/National Art Gallery

Cupido no tardó en vengarse. Atravesó el corazón de Apolo con una flecha de oro y le hizo enamorarse apasionadamente de la ninfa Dafne. Pero Dafne había jurado ser virgen, y Cupido le disparó una flecha de plomo, intensificando su aversión por todo lo amoroso.

Dafne huyó de las insinuaciones de Apolo. La deidad desesperada la persiguió sin descanso, hasta que el padre de Dafne la convirtió en un árbol de laurel para salvarla. Las flechas de Cupido, aunque diminutas, eran más poderosas que las de Apolo.

El cónyuge invisible

Pero la caracterización más famosa de Cupido en la literatura latina aparece en la obra de Apuleyo, que vivió durante el siglo II en la actual Argelia. Escribió una historia sobre Psique, una princesa tan sumamente bella que los mortales la adoraban como si fuera la propia diosa del amor.

Enfurecida por los celos, Venus ordenó a su hijo que hiciera que Psique se enamorara del hombre más miserable posible. Pero un oráculo dijo a la familia real que su hija estaba destinada a casarse con “una criatura salvaje e indómita” que volaba atormentando a todo el mundo con fuego, y la abandonaron en un acantilado para que sufriera ese aterrador destino.

En vez de eso, Psique fue llevada por una suave brisa a un palacio habitado por sirvientes invisibles. Esa noche, un “marido desconocido llegó y convirtió a Psique en su esposa”, marchándose antes del amanecer.

El esposo invisible siguió visitándola todas las noches, y Psique no tardó en alegrarse al quedarse embarazada. Pero también se sentía cada vez más sola. Su misterioso marido accedió a que sus hermanas pudieran visitarla, siempre y cuando ella no intentara “investigar su identidad”. Ella aceptó encantada y le dijo: “Seas quien seas, te quiero profundamente. Ni siquiera Cupido podría compararse a ti”.

Pero cuando las dos hermanas mayores de Psique la visitaron, sintieron envidia de su lujosa vida. “¡Debe de estar casada con un dios!”, intuyeron, a diferencia de Psique, que permanecía inexplicablemente despistada. Con la esperanza de romper su matrimonio, ofrecieron a Psique una falsa explicación para el secretismo de su marido: debía de ser una serpiente monstruosa que pretendía devorarla a ella y a su hijo nonato.

Psique, horrorizada, creyó a sus hermanas, a pesar del íntimo conocimiento físico que tenía de su esposo: sus “perfumados mechones, sus tiernas mejillas y su cálido pecho”. Armada con una daga, se preparó para matar a su marido mientras este dormía. Pero antes, ignorando sus repetidas advertencias, lo contempló a la luz de una lámpara de aceite. Aquí, a mitad de la historia, el público descubre por fin su identidad: ¡nada menos que el mismísimo Cupido!

Estatua de una mujer desnuda mirando a un hombre dormido expuesta en un parque en otoño.
Psique por fin ve bien a su marido. ‘Cupido y Psique’ de Giulio Kartar. leoaleks/iStock via Getty Images Plus

Al verlo, Psique “se enamoró del Amor”. Pero una gota de aceite hirviendo despertó a Cupido. Totalmente consternado por la traición de su esposa, echó a volar, pero antes dijo: “He desobedecido las órdenes de mi madre de llenarte de pasión por un vil desgraciado. En vez de eso, volé hacia ti como tu amante”.

Amor perdido… y encontrado

El resto de la narración gira en torno a la larga y ardua búsqueda de Psique para recuperar a Cupido. A pesar de estar desesperada y agotada, Psique se somete voluntariamente a una serie de tareas brutales impuestas por Venus, sólo para caer en un letargo parecido a la muerte justo antes de completarlas.

¿Y dónde estaba Cupido durante todo este tiempo? Si en la primera mitad de la historia se le caracteriza como una fuerza poderosa y peligrosa, en la segunda mitad aparece como un niño de mamá indefenso. Vuelve volando al palacio de Venus, donde su madre, furiosa por haberse casado en secreto con Psique, le regaña con toda justicia, le grita que la ha avergonzado y le encierra en su habitación.

Finalmente, recordando su amor por Psique, Cupido escapa por la ventana y la salva del sueño eterno. Entonces hace un sabio trato con Júpiter, rey de los dioses: Psique se haría inmortal, despejando el camino para casarse “oficialmente” con Cupido en un arreglo que satisfaría incluso a Venus.

Visión compleja del amor

La historia de Apuleyo es poco común al centrarse en un personaje femenino y en cómo le afectan el amor y el deseo. El público sigue a Psique a través de varios ritos de paso. Al principio, como muchacha soltera, no ha cumplido con su esperado papel de esposa y madre. Como novia asustada, no puede decidir con quién se casa, una experiencia común para las jóvenes esposas en la antigua sociedad romana. El amor no entra en escena.

Pero el retrato que hace Apuleyo de la situación de Psique sugiere una lección que los escritores romanos de la época querían que los lectores asumieran: que las jóvenes casadas acaban deseando y amando a sus maridos. Aunque ese proceso puede ser largo y difícil, tanto las esposas como los maridos se ajustan a sus papeles con el tiempo. El nacimiento del hijo de Psique, “Placer”, al final de la historia da lugar a la armonía, una imagen idealizada del matrimonio.

Ovidio y Apuleyo nos recuerdan que el Cupido original no es el benigno portador de tarjetas de San Valentín, sino una fuerza elemental de la naturaleza humana, una “criatura salvaje e indómita” que enciende el fuego de la pasión de forma impredecible. Mientras que la lujuria de Apolo por la belleza visible de Dafne permaneció insatisfecha, Psique acabó disfrutando del sexo con su marido invisible. Apolo aprendió que el deseo no siempre es mutuo, mientras que Psique comprendió que el amor y la confianza deben ganarse.

La historia de Apuleyo sugiere que Cupido y todas las intensas emociones que representa, una vez templadas, pueden sentar las bases de una relación amorosa y duradera. En resumen, ambas historias contienen valiosas lecciones sobre la naturaleza del amor.

This article was originally published in English

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