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Don de lenguas

La evolución nos dotó de la palabra a través de un proceso arriesgado para la supervivencia. Con tenues oscilaciones del aire se consigue intervenir en el cerebro de otra persona: traspasar información, influir en el ánimo, crear comportamientos…

La mayor parte de la existencia de nuestra especie la hemos vivido en grupos muy reducidos, como imponía el modo de subsistencia cazador-recolector. Para ese ámbito, no importaba el corto alcance y el rápido desvanecimiento de esas ondas de aire; cumplían perfectamente su función.

Con la civilización y, por tanto, con la concentración de un gran número de personas en espacios comunes —por ejemplo, en la plaza de una ciudad— y el poblamiento mucho más denso que el que imponía el territorio de caza y recolección, la voz no es suficiente para alcanzar esas distancias. Es entonces cuando la evolución cultural va a ingeniar las formas de conservar y transportar la palabra y vencer así la distancia y el tiempo.

Pero la evolución cultural seguirá también la estrategia de la diversidad, para no dejar de ensayar las mejores posibilidades evolutivas. A esta diversidad cultural y lingüística la hemos llamado Babel.

Hoy asistimos a un fenómeno fascinante: la palabra no ondula (solamente) el aire, sino un éter de ceros y unos. En este medio vibra la palabra con unas propiedades físicas muy diferentes a las que proporcionan las moléculas de aire. Imaginamos este medio como una red que envuelve el planeta, porque nos influye para tener esta representación la malla de artefactos incontables que están conectados; pero esto es solo el esqueleto, lo único tangible. En realidad, el éter digital está confinado por una asombrosa contracción del espacio y del tiempo de la que resulta un fenómeno como el Aleph borgiano: un espacio sin lugares, sin distancias y sin demoras.

Si el medio para la palabra es el aire, es necesario concurrir en un lugar y coincidir en un momento para que este legado de la evolución natural cumpla su función (o, por otros medios, «empaquetar» y transportar de un lugar a otro la palabra). Pero, en el nuevo medio, la aproximación no se consigue con el desplazamiento (bien sea de las personas o de las palabras): es suficiente con la conexión continua a este Aleph digital. Esta ubicuidad se consigue haciéndonos seres protésicos. La tecnología nos ha adherido una prótesis —maravilla de la miniaturización— con la que mantenemos esta conexión y que, posiblemente, pase en un tiempo de estar adherida a estar incorporada.

El Aleph digital

La potencia que adquiere la palabra en este medio es impresionante: unas ondulaciones que funcionaban para pequeñas distancias, que el ingenio humano amplificó utilizando otros medios para transportar la palabra de un lugar a otro, ahora son ristras de ceros y unos que se ondulan en un espacio sin lugares. Si la concentración que supuso la ciudad fue la base de lo que llamamos civilización, hay que preguntarse ahora qué va a suponer esta incomparable aproximación que el Aleph digital posibilita.

El lenguaje digital es universal. Aproxima a personas con lenguas que la evolución cultural ha preparado para ser eficaz en lugares reducidos (aunque fuera el territorio de un imperio), pero no para un espacio sin lugares. No tiene sentido en esta situación nueva que una lengua territorial, de algún lugar poderoso, domine sobre las demás y se imponga en un espacio que no tiene territorio. La palabra será la del lugar, pero se hará universal cuando vibre en el espacio escueto de ceros y unos para volver a ondular el aire como lo hace otra lengua en su lugar, por reducido que sea. Ha terminado la diáspora de Babel. Ahora lo llamamos, en sus rudimentos, traducción automática, pero será uno de los factores de la profunda revolución cultural que nos espera.

Curiosamente, el lenguaje digital hizo que se entendieran entre ellas las máquinas antes que los humanos entre nosotros, y constituir el esqueleto de la Red. Hoy, cualquier objeto es susceptible de integrarse en el Aleph digital con este lenguaje común y comunicarse con otros objetos, pero también con nosotros. Han dejado de ser cosas inertes.

Más impresionante todavía es que ya sea posible que los objetos y nosotros nos comuniquemos de palabra; es decir, que la palabra, ese asombroso logro de la evolución de la especie, se haya extendido a las relaciones entre humanos y artefactos. Nos entendemos porque media ese ente invisible que es el éter digital, aunque lo que percibamos con nuestros sentidos sea el aire que da sonoridad a las palabras.

El poder de las manos

Hasta ahora hemos utilizado principalmente las manos no solo para crear los objetos, sino para que reaccionen a nuestra voluntad. Los empujamos, los arrastramos, los levantamos, los sujetamos… Las máquinas las manejamos con palancas, botones… Resulta, pues, sorprendente que comencemos a mandar instrucciones o preguntas de palabra y escuchemos sus respuestas. Y que esta comunicación oral sea cada vez más compleja, más inteligente y dialógica.

Incluso para artefactos tan sofisticados como los computadores nos venimos relacionando con ellos a través de las manos y de los ojos. Esto ha supuesto que hayamos llegado a un límite en la ergonomía, pues la pantalla absorbe nuestra mirada, desconectándola del entorno y, por pequeño que sea el aparato, como un smartphone, necesita de nuestras manos. Así que de las interfaces para nuestros ojos y nuestros dedos estamos pasando a los asistentes de voz, a los bots. Cada vez más información se transmitirá en ambos sentidos hablando y escuchando.

Tenemos un cerebro extraordinariamente receptivo: bastan unas vibraciones en el aire para que le afecten, y conecten y desconecten, activen neuronas. Una parte sustancial del aprendizaje se basa en transmisiones de conocimiento de un cerebro a otro por este medio. Y aunque el cerebro es muy sensible, el aprendizaje es un proceso costoso que necesita tiempo e insistencia. Pero obsérvese que, cuando las palabras son ristras de ceros y unos y se transmiten a un robot, la asimilación es mucho más rápida (lo que pueda tardar traspasar un software), aunque esto no excluye que luego el robot siga aprendiendo por observación (como los humanos a través de la imitación) o por intercambio de experiencias con otros robots a través del éter digital. Así, nuestras criaturas empiezan a demostrar que aprenden más rápidamente que sus creadores.

La palabra creadora, que pronunciada toma cuerpo, el avatar, la encarnación… El paso de lo intangible a lo material, de lo virtual a lo real, están en muchas culturas. Pues bien, nos iremos rodeando de avatares, de objetos que existen virtualmente en el Aleph digital —espacio sin lugares— y que, mediante la palabra hecha de ondulaciones de ceros y unos, se le da lugar; por un soplo de esos ceros y unos sobre la materia se le da cuerpo, es decir, se crea un objeto (desde un órgano humano a un puente). Es el fenómeno turbador de creación por la palabra de avatares al que, por el momento, llamamos impresión 3D.


Si desea leer la versión original de este artículo, está publicada en la Revista Telos, de la Fundación Telefónica.


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