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Vista de la exposición ‘Lévame a otro mundo’, de Charlotte Johannesson en el MNCARS. MNCARS

El arte de Charlotte Johannesson: telar, ordenador y punk

El Museo Reina Sofía de Madrid, dedicado al arte contemporáneo, realiza todos los años dos o tres exposiciones monográficas de mujeres. Delphine Seyrig, Ceija Stojka, Miriam Cahn, Dorothea Tanning, Dora García, Esther Ferrer, Anne-Marie Schneider, Beatriz González, Lee Lozano o Ree Morton son algunas de las más recientes. En el marco de esta –que casi podríamos llamar– tradición del museo, la protagonista de esta primavera, la última de la lista, es la sueca Charlotte Johannesson (Malmö, 1943).

Esta lista, por cierto, plantea a cualquier estudioso un reto para que, más allá de analizar la información estadística que arroja dicha política (proporción de artistas mujeres y hombres, de mujeres europeas frente a sudamericanas, de francesas y españolas), pueda profundizar sobre la cuestión del papel de las mujeres en el arte contemporáneo.

Como dice la escritora y ensayista Cynthia Ozick en Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios (2016), la crítica debe “ser capaz de definir, provocar, inspirar o al menos intuir lo que en determinado marco cultural está pasando en una cultura”. De este modo, en el terreno del arte contemporáneo, Charlotte viene a sumarse a esa corriente o espacio corpóreo formado por las obras y los discursos de un montón de mujeres artistas que constituye, a la larga, el problema de entender lo que Anne Cauquelin (2006) define como el expresable femenino. Concretamente, Johannesson trae a este campo de lo expresable dos dispositivos: el telar y la imagen por ordenador.

La conexión telar–ordenador

Existe una conexión antigua entre ambos medios, que Sadie Plant en Ceros + Unos (1977) establece a través de las relaciones entre tres figuras del siglo XIX: un francés y dos británicos.

El francés es el comerciante Joseph Marie Jackquard, que a principios del siglo acopló la tarjeta perforada a su telar. Estas tarjetas contenían plantillas de estampados textiles de la misma manera que el metal perforado de una caja de música encerraba una melodía.

Los otros dos protagonistas entran en escena en el Reino Unido a mediados del siglo XIX y son el matemático Charles Babbage y su ayudante Ada Lovelace –hija de Lord Byron y considerada la primera programadora de un ordenador–, cuando ambos descubren que las tarjetas perforadas de Jaquard se pueden utilizar también para almacenar datos y operaciones algorítmicas. Aunque la máquina de Babbage nunca se llegó a construir, está considerada el primer ordenador de la historia.

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Máquinas ‘no artísticas’

Johannesson cierra este círculo de forma coherente y visionaria en varios sentidos, ya que es una mujer que crea con máquinas –algo fuera de lo común en su época– y, además, las máquinas elegidas (el telar y el ordenador) no estaban integradas en el ámbito de las Bellas Artes. La una porque se asocia al ámbito de la labor femenina y la otra por supeditar las posibilidades expresivas a la programación y otros conocimientos técnicos que nada tienen que ver con el arte.

Así, a finales de los años sesenta, cuando tejía de forma autodidacta, disolvía las imágenes en puntos llenos y vacíos –la trama pasa por encima de la urdimbre o por debajo de ella– de forma no muy distinta a cómo se organizan los píxeles de una pantalla. Igualmente, su obra en los años ochenta puede considerarse un producto textil electrónico y digital. Quizá por eso, ambos periodos guardan una gran coherencia estética y discursiva.

Connotaciones ‘punk’

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La estética tiene cierta connotación punk, e incluye símbolos como el imperdible, las pistolas o las bombas, además de textos provocadores como los que aparecen en los tapices No Choice Amongst Stinkking Fish (Sin elección entre pescados podridos) de 1970 o I´m no Angel (No soy un ángel) de 1972-73.

Otras veces, además del texto y por encima de él, aparecen garabatos o caligrafías, que resultan un tanto incongruentes dado que el tapiz es un medio mecánico. Es el caso de tres tapices de 1977. En el primero leemos: “No future”, como cantaban los Sex Pistols aquel mismo año en su elepé God Save The Queen. En otro aparece la palabra “neutron”, escrita con una línea verde muy finita encima de una temblorosa exhortación que reza: Drop Dead! (¡Cáete muerto!). Aquí, la palabra neutron –en sueco– parece un error o una intervención vandálica realizada sobre un cartel, como el imperdible del que brotan unas gotas de sangre y el texto “Attack Attiytyd” (Actitud de ataque) que pisan el dibujo del tercer tapiz.

Estética maquinal y pixelada

Por su parte, las impresiones digitales realizadas en los años ochenta conservan esa estética maquinal de los tapices. Por ejemplo, está muy presente el famoso diente de sierra (o escalera) que se forma al dibujar líneas curvas o diagonales siguiendo un entramado o, en este caso, un damero de gruesos píxeles.

Aquí aparecen algunos motivos de los tapices, como el ángel o el imperdible, que vienen a sumarse al mapa del mundo, el personaje tecleando, la sirena, el rostro de David Bowie o la silueta del hombre del bombín de Magritte que se combinan una y otra vez para componer escenas que, sin embargo, jamás adoptan la forma que sería más apropiada realizar con estos medios: el estampado.

La última vuelta de tuerca tiene lugar en 2019, cuando nuestra protagonista diseña específicamente para el Reina Sofía unos tapices a partir de motivos creados por ordenador veinte años antes. Podría decirse que, en esta pieza, Charlotte realiza por fin un tapiz de forma mecánica.

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Discurso crítico y estética personal

El discurso crítico que subyace tras el uso heterodoxo de las máquinas por parte de Johannesson se ve reforzado por la maniobra de insistir en equiparar las formas de hacer con ambos dispositivos.

Al final se convierten en medios que determinan lo expresable que, para esta artista, está constituido por productos textiles: urdidos, entrelazados, relacionados y combinados. Y que para otras artistas tiene que ver con sinestesias lingüísticas (Ree Morton, Dora García), con la atención al propio cuerpo (Lee Lozano), con la asimilación de injusticias históricas (Ceija Stojka y Beatriz González), con la belleza femenina (Delphine Seyrig) o con el extrañamiento de lo cotidiano y la confianza en la comunicación de ciertas intuiciones perceptivas o discursivas sin tantos filtros lógicos (Dorothea Tanning, Ester Ferrer, Anne-Marie Schneider).

Todos estos “decibles” son corpóreos, no son posibilidades: están tejidos, como expresa Johannesson, para formar un tapiz, un telón de fondo, un ruido blanco que es una condición de la enunciación misma, su fin último. Cada nueva expresión se suma a ese tapiz y será engullida por la siguiente como una palpitación entre la corporeidad de la obra y el sentido que adquiere en ese momento. Queda así como parte de ese expresable neutral imprescindible para la creación de nuevas obras y relaciones.

Y eso, independientemente de que su forma material sea un producto textil, una impresión digital o una pantalla de pixeles iluminados. Todos ellos presentes bajo una estética personalísima muy meritoria, en clave low fi, ajena al efectismo estandarizado y la alta definición que imperan –de una forma un tanto hortera– en las creaciones digitales de las últimas décadas.

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