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Varias mujeres de diferentes edades torturan a dos hombres atados.
Fotograma de ‘Las brujas de Zugarramurdi’ de Álex de la Iglesia. RTVE

El retorno de las brujas de Zugarramurdi… en 1811

Con El retorno de las brujas no nos referimos a la resurrección de las hermanas Sanderson después de que un adolescente prenda la vela de la llama negra en una noche de Halloween, como en la película homónima de Disney.

No, hablamos de la vuelta a la vida de las brujas de Zugarramurdi en el año 1811.

El Auto de Fe de Logroño de 1610

El nombre de “las brujas de Zugarramurdi” nace a partir del Auto de Fe de Logroño de 1610. En él se leen públicamente los cargos imputados a los supuestos brujos juzgados –aunque se usa habitualmente la forma femenina, también había hombres entre los acusados– y se condena a muerte a once personas, seis en persona y cinco en efigie –por haber fallecido en prisión–.

La repercusión de este auto, al que asistieron multitud de espectadores, fue notable. También lo fue la publicación, en 1611, de dos relaciones de sucesos que recogían lo allí expuesto, una en Logroño, por parte de Juan de Mongastón, y otra en Burgos, de mano de Juan Bautista Varesio. La primera fue más célebre por su sensacionalismo y porque ha servido como base para la investigación de muchos expertos.

Tras estos acontecimientos, hubo un brote brujesco muy significativo en la zona vasco-navarra, aquejada por una histeria colectiva. Esto propició la intervención del inquisidor Alonso de Salazar y Frías, enviado por la Suprema. Salazar y Frías había sido, junto a Alonso Becerra Holguín y Juan de Valle Alvarado, uno de los inquisidores que juzgaron el caso de los brujos de Zugarramurdi. Mientras los dos últimos creían a pie juntillas en todas las historias relatadas por los reos y reas, el primero dudaba de la veracidad de las narraciones expuestas en la sala de justicia y se opuso hasta el final a sus compañeros, aunque no logró inclinar la balanza a su favor.


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Pero en esta segunda ocasión, tras hacer pesquisas por las distintas aldeas, envió informes al tribunal y finalmente concluyó que no había pruebas que corroboraran los casos de brujería. Según su opinión, para atajar las acusaciones y autoinculpaciones lo mejor era dejar de hablar sobre estas cuestiones. Como consecuencia, la Suprema promulgó un edicto de Silencio en 1614. Esto propició que las brujas de Zugarramurdi cayeran, en cierto modo, en el olvido, permaneciendo en letargo durante dos siglos.

Moratín reedita la crónica

El caso se recuperó en 1811, cuando el escritor ilustrado Leandro Fernández de Moratín reeditó el documento de Mongastón. Moratín se interesó por el panfleto desde un punto de vista crítico con la actuación inquisitorial. Por ello, retomó este material y añadió sesenta notas al pie de carácter jocoso, burlesco y descarnado.

Pero lo interesante es que, a partir de esta publicación, que conoce diversas ediciones (1811, 1812, 1813, 1820 y 1836), las brujas de Zugarramurdi vuelven a la vida.

Esa gran difusión posee repercusiones cruciales en la historia de estas mágicas, el análisis del proceso y sus representaciones artísticas. Si hoy es posible visitar el Museo de las Brujas o las consabidas cuevas en la población de Zugarramurdi, es gracias a esa reactivación del interés que se dio en el siglo XIX. Si en la actualidad contamos, a nivel divulgativo y de entretenimiento, con novelas como Ars Magica, de Nerea Riesco, Las maléficas, de Mikel Azurmendi, o la más reciente Las brujas y el Inquisidor, de Elvira Roca,; o con películas como Las brujas de Zugarramurdi, de Álex de la Iglesia, es porque en 1811 Moratín decidió volver a imprimir la relación de 1611.

Además, tal hecho tuvo consecuencias como una prolífica presencia en la prensa de la época de estas mujeres navarras –Bécquer no olvida mencionarlas en su colección epistolar “Desde mi celda” publicada en el diario madrileño El Contemporáneo–, a las que se aludía en distintos tipos de texto, pasando a formar parte del imaginario colectivo.

A lo largo del siglo XIX y a principios del XX, también se produce una interesante plasmación artística en obras como Las brujas en Zugarramurdi, de Pedro Martínez López, El fraile o la reliquia entre las ruinas, de Joaquín Castillo y Mayone, Aquelarre, una de las leyendas vascongadas de José María Goizueta, “Noche en Zugarramurdi” y “Grachina”, dos relatos de Arturo Campión incluidos en Euskariana. Fantasía y realidad, o La dama de Urtubi de Pío Baroja, por mencionar algunos títulos.

Así es como retornan las brujas de Zugarramurdi, sin necesidad de velas ni rituales, solo gracias a un texto que se rescata del olvido y se ofrece a los lectores. Este público, distinto al del siglo XVII, convierte las ideas en motivo de debate y hace de estas brujas un lugar común que citar al hilo de cualquier cuestión cotidiana y en materia estética. Gracias a ello, este proceso y sus protagonistas han llegado hasta nuestros días.

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