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Pintura de varios personajes negociando ante una mesa con monedas, libros de cuentas y bienes.
‘Mesa de mercader’, de un pintor anónimo. Museo del Prado

El teatro del Siglo de Oro también hablaba de economía

A lo largo de la historia, los textos ficcionales han venido nutriéndose de elementos de la realidad, ya fuera amable, ya fuera trágica. Los dramaturgos del Siglo de Oro (s. XVI y XVII) se tuvieron que desenvolver en un contexto que fue, en lo que respecta a la salud monetaria, un absoluto desastre.

Adulterar la moneda

Los ciudadanos de la España de aquel tiempo se vieron abocados a utilizar en el día a día la moneda de vellón, una moneda de cobre de escasísimo valor. Tuvo lugar esa situación –resumiendo mucho las cosas– porque los gobernantes que sucedieron a los Reyes Católicos ignoraron por completo las medidas que se sancionaron en la Pragmática de Medina del Campo (1497), que pretendía unificar el sistema monetario en los reinos de España y regular el funcionamiento de las casas de moneda y sus trabajadores.

Aquellas disposiciones fueron diseñadas para mantener, justamente, la estabilidad de un sistema en que también circulaban monedas de oro y plata. Las guerras, y las necesidades económicas que estas generaban, aceleraron el cumplimiento de la Ley de Gresham, por la que la mala moneda siempre acaba desplazando a la buena; es decir, en un mercado en el que circulan monedas de plata y de cobre, las de buena ley van desapareciendo porque la gente las acapara.

Más dinero (cueste lo que cueste)

Los reyes necesitaban grandes sumas de dinero para poder financiar las empresas belicosas externas y se aplicaron diferentes procedimientos que, a la postre, resultaron fatales. Se envilecieron los vellones quitándoles la pequeña cantidad de plata que traían al principio, las autoridades dieron orden de emitir millones de maravadíes, los usuarios fueron obligados a llevar a las cecas sus monedas para resellarlas con cifras que no se ajustaban al valor intrínseco, etc.

Naturalmente, algunos no se quedaron impertérritos ante estas circunstancias. Se opuso a aquellos dislates el padre Juan de Mariana, que publicó en 1609 el volumen De monetae mvtatione (y tradujo al castellano con el título Tratado y discurso sobre la moneda de vellón). Allí, el jesuita talaverano denunciaba los abusos que estaban cometiendo los Austrias al manipular la moneda de vellón y, al mismo tiempo, vaticinaba las dramáticas consecuencias que acarrearían dichas adulteraciones.

Ese ejercicio de reprobación supuso la quema de todos los ejemplares del opúsculo –ordenada por el duque de Lerma, valido del rey Felipe III– y la prisión para el pensador.

Vellón ladrón

El teatro puso de manifiesto en algunas oportunidades que el vellón no valía ya para efectuar compra alguna. Sin embargo, los códigos literarios de entonces habilitaban enfrentar la cuestión de una forma menos explícita, a través de agudos juegos que pretendían provocar risa y admiración por el ingenio desplegado.

Por ejemplo, en la pieza de Luis Quiñones de Benavente Las damas del vellón, la trama se construye sobre una alegoría que presenta a la moneda como un instrumento diseñado para robar: la entrada de una mujer, la dama del vellón, en una cofradía de ladrones de poca monta.

La idea se apoya y refuerza con recursos literarios como el calambur (que altera la agrupación silábica y así modifica el significado de la frase), aplicado en la obra a expresiones como “si sé” y “alquitara”. Al convertirlas en sisé y quitará, se alude –claro está– al hurto a los contribuyentes.

En otras ocasiones las cosas se decían por su nombre, sin ambages. En un momento dado de la comedia de Tirso de Molina Ventura te dé Dios, hijo, asistimos a una pequeña clase en que se le pide al lego Otón que dé unas pinceladas de la actualidad. La criatura literaria indica en su locución:

“El presente es bien vellaco / si el cielo no lo socorre, / moneda de vellón corre, / y reinan Venus y Baco […] Es ciencia la presunción, / ingenio la obscuridad, / el mentir sagacidad, / y grandeza el ser ladrón”.

Más cobre que plata

Más allá de las condenas a las políticas monetarias, los dramaturgos fotografiaron, exprimiendo las correspondencias entre los objetos (en palabras de Baltasar Gracián), fenómenos que surgieron a resultas de la sobreabundancia de cobre.

Uno de ellos fue el premio de la plata (el sobreprecio de las monedas de plata respecto a las monedas de vellón). A partir de ello, Tirso construyó un inteligente equívoco en el drama El amor médico:

TELLO. “¿Eres dama motilona / de la hermana compañera? / ¿Fregatriz o de labor? / No quiero decir doncella, / que esa es moneda de plata, / y como el vellón la premia, / apenas sale del cuño / cuando afirman que se trueca”.

Un sentido apunta al contexto de las mujeres que pertenecían al servicio de una casa, y otro a la virginidad de la muchacha, pues es bien sabido que la moneda de plata no fue alterada y mantuvo intacto su valor.

Como señalé arriba, la circulación masiva de vellones dio lugar a la desaparición de las monedas de oro y plata, cosa de la que se percata un personaje de Los balcones de Madrid (también de Tirso):

CONDE. “Unos pocos de doblones / para que facilitéis / deseos; que cumple a damas / la calle del interés.

LEONOR. "¿En el siglo de vellón / doblones? […] ¡No hay oros en todo el mundo!”.

El vellón bueno

Hubo también casos (excepcionales) en que, a diferencia de los anteriores, se respaldaron estas políticas monetarias. El auto sacramental atribuido a Calderón de la Barca El consumo del vellón habría sido redactado para hacer propaganda de la puesta en circulación del vellón bueno (una moneda de cobre a la que se añadió una pequeña porción de plata), a finales de 1660, para sufragar los gastos provocados por la Guerra de Restauración portuguesa.

Puede reconocerse, a la vista de lo anterior, que la dramaturgia barroca dio testimonio de una situación aciaga con una originalidad artística espléndida. Amén de ello, se ha de celebrar la valentía de aquellos escritores, quienes llevaron a las tablas un tema muy espinoso –el económico– cuando la literatura era, entonces, celosamente vigilada por la censura.

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