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Luis Felipe Torrente, en primer término, acompañado por miembros del equipo de The Conversation en el quinto aniversario de la plataforma, en la sede de Fundación Telefónica, en junio de 2023.

En el adiós de Luis Torrente: ingenio, humanidad, bonhomía y una curiosidad sin límites

El pasado martes 27 de agosto falleció Luis Felipe Torrente Sánchez-Guisande, director y cofundador de la edición en español de The Conversation. Conocí a Luis Felipe en 2018. Las responsables de la oficina de comunicación de mi universidad, la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (UPV/EHU), me habían pedido que participase en una reunión virtual con dos periodistas que se proponían lanzar la edición en español de la conocida plataforma de origen australiano. Al otro lado de la pantalla había dos personas, cada una en su domicilio, a las que no conocía. Uno era Rafael Sarralde –hoy director general de la publicación–; el otro era Luis Torrente.

En la reunión Rafa y Luis nos hablaron de The Conversation, de su proyecto para lanzar la plataforma en España, y nos propusieron apoyar la iniciativa. Nada más terminar la reunión di mi opinión: este es un proyecto importante; merece ser apoyado.

A partir de entonces, se estableció una relación entre los tres que no ha dejado de afianzarse durante todos estos años. Ya en agosto de 2018 empecé a colaborar con algunos textos en la plataforma y unos meses después me incorporé, a propuesta de la entonces rectora de la (UPV/EHU), Nekane Balluerka, a su Comité Asesor, un órgano que tuve el privilegio de presidir desde 2020 hasta el pasado 24 de junio.

Formar parte, siquiera fuese de forma casi testimonial, del proyecto ha sido una de las cosas que más satisfacciones me ha dado en los últimos años. No tanto por la posibilidad de conocer casi desde dentro los engranajes de una publicación digital tan potente (que también), cuanto por haber tenido ocasión de conocer a personas extraordinarias y, en especial, de trabar una relación de amistad con dos de esas personas, Rafa y Luis. Pero hoy, lamentablemente, me toca hablar de Luis.

Luis Felipe Torrente, en un acto de la Feria del Libro de Madrid.

A lo largo de estos años he tenido incontables cruces de mensajes y charlas telefónicas con él. Y también bastantes encuentros. Nos hemos visto en línea y cara a cara también, en Madrid, en las dependencias de Fundación Telefónica, con ocasión de las sesiones del Comité Asesor; también nos hemos encontrado en Bilbao, con su mujer, Pituca, y sus hijas, Claudia y Marina, de vacaciones; y, por supuesto, hemos compartido mesa y mantel.

Todas esas han sido ocasiones para departir. Cada conversación con Luis Felipe ha sido una oportunidad para disfrutar y para aprender. Porque Luis era perspicaz, inteligente, ingenioso, levemente irónico, con una curiosidad sin límites y extremadamente afable. Casi nunca le oí hablar mal de nadie. A lo sumo, cuando algo o alguien no eran de su agrado, recurría a perífrasis amables para calificarlos, con una disculpa implícita en su expresión, sin que en sus palabras hubiera juicio y, de haberlo, fuese más bien leve. Era la personificación de la bonhomía.

A Luis lo ha matado un sarcoma óseo cuyas embajadoras llegaron a los pulmones, proliferaron y le impidieron respirar. La noticia del diagnóstico me la dio Rafael. Él evitó decírmelo, como si de esa forma le quitase importancia al hecho.

Cuando lo llamé para interesarme por su estado y darle ánimos me sorprendió con su respuesta serena, como si aquello no fuese sino otro avatar de la vida, un lance más, algo sin el tinte dramático que solemos dar a un cáncer. Su actitud ante la enfermedad ha sido admirable. Tampoco le oí hablar mal de ella.

Un gallego de Albany

Torrente, haciendo lo que mejor sabía hacer: contar qué es The Conversation.

A Luis y a mí nos unían Salamanca y Galicia. Él era gallego de Albany, con una larga experiencia salmantina, y yo vasco de Salamanca, con una intensa relación con Galicia y un puñado de buenos amigos gallegos. También nos unía el amor a los libros, en parte a través de la figura de Gonzalo Torrente, su padre, un autor cuya trilogía Los gozos y las sombras figura en mi canon particular en un lugar destacado. A Luis le agradaba que fuese admirador de Torrente Ballester, no lo podía ni quería disimular; él también lo admiraba. Además, hablaba maravillas de mi libro Animales ejemplares.

La primera vez que vi a Luis fue a través de una pantalla. Nunca hubiese imaginado que aquel conocimiento fuese a resultarme tan enriquecedor. La última vez que lo vi fue en una librería madrileña, la pasada primavera, con Elena Sanz, Miguel Castro y Rafa, los amigos de la plana mayor de The Conversation, hablando de libros, claro. No pensé que ya no lo volvería a ver, salvo en el recuerdo. Pero me alegro de no haberlo sabido y me alegro de que aquel último encuentro fuese entre libros, precisamente.

La de Luis, como todas las muertes, no solo le ha quitado –parafraseando a Clint Eastwood– todo lo que tenía y lo que podría haber llegado a tener; también ha arrebatado a quienes le querían –tampoco me puedo olvidar de su mujer y sus hijas– todo lo que de él podrían (podríamos) haber llegado a recibir. El mundo es, desde el 28 de agosto, definitivamente, un lugar más feo, un mundo peor.

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