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‘Mujer sentada’, de José Camarón y Bonanat. Museo del Prado

En el siglo XVIII no estaba bien visto estar sola

A través de diferentes épocas y culturas, la soledad ha adoptado multitud de caras. Desde un sentimiento doloroso de vacío, ausencia y pérdida, hasta una sensación de fuerza y poder personal; desde un estado estéril de abatimiento y tristeza, a una euforia habitada, llena de presencias.

La soledad se experimenta a veces como un fracaso y otras como un logro. Puede ser vivida como una falta de afecto y sociabilidad, pero también como el máximo exponente de autoafirmación, rebeldía y, a la postre, libertad.

La soledad entendida como el arte de ser uno mismo, como conexión con el centro magnético de la personalidad, representa en el fondo algo desconocido: el mayor de los misterios. El enigma de la soledad, su carácter secreto por excelencia, la convierte en un objeto de estudio particularmente evasivo.

Al igual que la muerte –o el sueño–, su esencia radica precisamente en lo que no vemos desde fuera por situarse al otro lado de la barrera. El auténtico solitario no comunica su estado y, por tanto, no deja testimonios. La envoltura de la soledad protege el acceso a lo que se esconde en su interior.

La soledad femenina

Pero si ya es difícil hablar de la soledad en general, más complejo todavía, remontándonos al siglo XVIII, resulta desentrañar la vivencia particular de la soledad femenina. Muy pocas mujeres fueron capaces de reflejar su experiencia por escrito, dado el alto nivel de analfabetismo, que afectaba sobre todo a las niñas. Las visiones que conservamos proceden, por tanto, en su inmensa mayoría, de testimonios masculinos.

Según un tópico tradicional que llegó hasta el Siglo de las Luces, para el hombre estar solo sería algo normal e incluso una importante fuente de virtud y felicidad. Por el contrario, la soledad femenina era considerada un fracaso y solía asociarse a la tristeza –en el caso de las solteras y las viudas–, cuando no al riesgo de desarrollar la tendencia al mal característica de las mujeres –en el caso de las acusadas de brujería–.

Sin caer en el extremo de condenar a las mujeres solitarias como aliadas del diablo, el filósofo y médico suizo Johann Georg Zimmermann (1728-1795) afirmaba sin ambages a propósito de la soledad femenina:

“La imaginación de la mujer está más propensa a conmoverse y exaltarse que la del hombre. Se ve, por tanto, más expuesta a caer en toda clase de extravagancias cuando pasa una vida retirada y constantemente sola consigo misma”.

El Paraíso Perdido, una escultura de Jean Gautherin conservada en la Ny Carlsberg Glyptotek de Copenhague. Thierry Caro / Wikimedia Commons, CC BY-SA

La irracionalidad intrínseca atribuida a la mujer no sólo la convertiría en un peligro para sí misma, sino también para el varón.

No obstante, en su Paraíso Perdido, John Milton presentaba a un Adán sensible y plenamente consciente de la necesidad de afecto por encima de cualquier otro bien. “En soledad, ¿qué dicha puede haber?”, exclama dirigiéndose a su creador, como lo haría más tarde el monstruo creado por Mary Shelley en Frankenstein.

El Adán imaginado por Milton toma el fruto prohibido voluntariamente, a sabiendas del riesgo que corre. “A morir contigo estoy resuelto, ¿cómo voy a poder vivir sin ti?”, le dice a Eva una vez cometida la infracción.

Las apariciones

Frente al idealismo miltoniano, la tradición cristiana patriarcal presentaba a la mujer como un obstáculo –prueba de paciencia o tentación dañina– para la paz espiritual del varón.

Sin embargo, poco a poco, a medio camino entre el desprecio de la feminidad y un incipiente igualitarismo, el siglo XVIII vuelve la mirada a la Antigüedad clásica, y la “confusa soledad” masculina comienza a encarnarse en ciertas divinidades o ninfas inspiradoras.

La soledad masculina, entendida como una manifestación de ninfolepsia o posesión espiritual por una aparición femenina (del griego νύμφα, “ninfa”, y ἐπιληψία, “epilepsia”), como un sentimiento de vacío y, al mismo tiempo, de pasión por algo inalcanzable, fue un concepto inventado a finales del siglo XVIII. Dicha emergencia fantasmal de lo femenino iba a coincidir, no por casualidad, con el momento histórico en que una minoría de mujeres empezaron a reivindicar una nueva identidad independiente del varón a través del encuentro con su propia sensibilidad.

Llega Wollstonecraft

En 1792, Mary Wollstonecraft llamaba la atención sobre la necesidad de la soledad para las mujeres. Las mujeres están “rara vez solas por completo”, escribe, y por eso “se hallan más bajo la influencia de los sentimientos que de las pasiones. La soledad y la reflexión son necesarias para dar a los deseos la fuerza de las pasiones”.

Retrato de Mary Wollstonecraft por John Opie, 1790. Tate Britain / Wikimedia Commons

El estado pasivo de degradación e infantilización de la mayoría de las mujeres tendría que ver fundamentalmente con su búsqueda de aprecio o amor –llámese sumisión– en vez de respeto; con su general incapacidad para pretender ser algo más que el objeto del deseo masculino; con la falta de una educación enfocada a cultivar la propia sensibilidad –llámese identidad– a través de la autoestima.

Al igual que Wollstonecraft, otras damas ilustradas como Mary Astell, Mary Montagu, Catharine Macaulay, Mary Hays u Olympe de Gouges fueron especialmente conscientes del obstáculo que las convenciones sociales suponían para la autosuficiencia femenina. Pero una cosa es la soledad como fortaleza interior, independencia, poder personal de decisión o, en términos sartrianos, “ser-para-sí”, tal y como empezaron a experimentarla algunas mujeres educadas de las clases altas, y otra muy diferente el aislamiento involuntario, asociado al encierro doméstico, o el desamparo que padecieron muchas mujeres pertenecientes a las clases populares.

A finales de siglo empezó a abrirse un abismo entre las actitudes rompedoras de algunas figuras ilustradas y la mentalidad tradicional según la cual la mujer debía permanecer “con la pata quebrada y en casa”.

Entre quienes defendieron una mayor expansión para las mujeres destacan en España algunos varones célebres como Benito Jerónimo Feijoo, Gaspar Melchor de Jovellanos o Leandro Fernández de Moratín. La soledad femenina entendida como encierro doméstico fue denunciada por los tres. Para Jovellanos, la culpa de la debilidad y dependencia de las mujeres radicaba en el aislamiento al que habían sido sometidas por los hombres.

La soltería

Uno de los aspectos más reveladores de la soledad femenina en esta época es la vivencia de la soltería. Su diferente consideración en hombres y mujeres resulta alarmante. Mientras que para ellos representa un estado no sólo digno, sino deseable, para ellas supone una vergüenza. Lo triste no era tanto la consideración social externa como la interiorización femenina de las humillaciones.

‘Hidden Hodges II’, creación de Volker Hermes a partir del ‘Retrato de Emma Jane Hodges’ de Charles Howard Hodges, c. 1810. Rijksmuseum

El profundo sentimiento de fracaso de las solteras era generalizado y se acentuaba al ir cumpliendo años. A medida que avanzaba la veintena, las posibilidades de casarse disminuían drásticamente, pues una vez pasados los veinticinco las vírgenes empezaban a considerarse “viejas”. La mayoría de las mujeres vivían la soltería como una auténtica enfermedad.

El siglo XVIII vio cómo empezaba a abrirse una grieta entre la soledad elegida libremente por una minoría de mujeres ilustradas y el aislamiento impuesto a quienes no podían permitirse el privilegio de la educación. Entre las sombras del Siglo de las Luces se oculta una amplia variedad de experiencias de soledad femenina, muchas de ellas trágicas.

Desde el encierro doméstico de la mayoría de las casadas, el conventual de las monjas sin vocación religiosa, la soltería y viudez vigiladas, el rechazo de las ancianas, la reclusión carcelaria de ciertas mujeres de “mala vida”, la exclusión de las llamadas endemoniadas o la marginación de quienes todavía seguían señalándose como locas o brujas, es mucho todavía lo que queda por indagar y aprender acerca de nuestras antepasadas.

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