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Boris Karloff, mítico intérprete del monstruo de Frankenstein, en el rodaje de ‘La novia de Frankenstein’. Universal Studios

Frankenstein cumple 200 años convertido en mito global

Cuando se cumplen 200 años de la publicación de la primera edición de Frankenstein, la obra maestra de Mary W. Shelley, puede decirse que el mito creado por la escritora británica está más vivo que nunca. Ningún ámbito de la realidad sociopolítica, ideológica, cultural, científica, etc., que nos rodea se escapa a las referencias de la criatura monstruosa y, al mismo tiempo, humana, demasiado humana, generada en el “taller de inmunda creación” de Víctor Frankenstein.

El mito ha superado a la obra

Los mitos tienen el poder y la capacidad de ir más allá de las obras o las leyendas que los crean o contribuyen a su expansión. En este sentido, el relato de la criatura de Frankenstein, el gran mito moderno por excelencia, ha sepultado a la artífice que le insufló vida literaria, a la obra en la que se cuenta su triste historia, y hasta al propio personaje de Víctor Frankenstein, de cuyo nombre se apropia. Precisamente, una de las características más significativas de la trama de la novela de Mary Shelley es que la criatura nunca recibe un nombre por parte de su creador.

Este es un indicio fundamental de la tragedia del monstruoso ser, sin madre y abandonado por su padre, circunstancias vinculadas a la situación emocional en la que se hallaba Mary en el momento de escribir la obra. En aquel tiempo, la futura autora se encontraba exiliada del afecto familiar y unida al egocéntrico Percy Shelley, desentendido del cuidado de los hijos de la pareja. En última instancia, en la joven Mary se refleja el conflicto de la mujer escritora de su tiempo, aunándose de manera indisoluble la creación biológica con la literaria.

Obsesionada por ser fiel a la herencia intelectual de sus famosos progenitores, Mary Wollstonecraft y William Godwin, Mary Shelley, que contaba con 18 años cuando comienza a escribir la novela (de lo que ella misma se maravilla en el prefacio a la edición posterior de 1831), da pie a la creación de un mito único en la historia. En su gestación no interviene ningún elemento divino (como en la mayoría de los mitos de la Antigüedad), con raíces en los ritos comunales o folclóricos (como, por ejemplo, las leyendas de vampiros), ni tampoco femenino. Es producto de la creación artificial y científica del “estudiante de artes impías” frente a la primera y perturbadora visión de la criatura monstruosa a la que acaba de dar vida en su laboratorio. Así definió la propia Mary al personaje que luego sería Víctor Frankenstein al narrar la ensoñación que daría origen a la escritura de su obra inmortal.

Por supuesto, Mary Shelley, como no podría ser de otra forma, no crea su historia de la nada: en la escritura de Frankenstein se entremezclan, directa o indirectamente, otros ingredientes mitológicos de variadas procedencias.

Así encontramos el de la Última Thule, el legendario paraíso en el Polo Norte que busca Walton, el narrador de la novela, otro transgresor del orden natural al igual que Víctor Frankenstein. También el relato de Fausto, cultivado por Marlowe y Goethe, tan ansioso de alcanzar la sabiduría como para establecer un pacto con el diablo. O el del Golem, el hombre artificial invocado por rabinos judíos mediante arcanas fórmulas cabalísticas. Asimismo, se percibe la historia de Satán, que Mary leyó en El paraíso perdido de John Milton (1667), poema épico esencial para entender el entramado ideológico de Frankenstein, encabezado por una cita de dicha obra y en cuyo devenir proliferan huellas de ella. Y, en última instancia, encontramos ecos de Narciso, pues el monstruo de Frankenstein constituye una suerte de horripilante anti-Narciso, cuya espantosa visión produce terror en sí misma y en quien lo contempla.

Eco y Narciso, de John William Waterhouse. Wikimedia Commons

El moderno Prometeo

Finalmente, y este es el aspecto más importante para entender el trasfondo mitológico de la obra, con frecuencia se olvida que su título se presenta incompleto en la mayoría de ediciones, pues el original es Frankenstein o el moderno Prometeo, refiriéndose al titán filantrópico que robó el fuego del rayo de Zeus para dárselo a los hombres. Prometeo fue castigado cruelmente por su afrenta, condenado a ver devoradas sus entrañas por un buitre durante el día en el paisaje helado del Caúcaso, regenerándose por la noche en un ciclo de despiadado sufrimiento. Este personaje fue representado en las variantes clásicas de Prometheus pyrphoros (“portador del fuego”) de Hesiodo y Esquilo, y de Prometheus plasticator (“el que moldea o insufla vida”) de Ovidio.

El mito de Prometeo, pintado por José de Ribera. Wikimedia Commons

Prometeo se convierte en emblema revolucionario en el periodo romántico, aunando esa doble vertiente de transgresor de los dictatoriales designios divinos, por una parte, y de creador e inspirador de lo humano, por la otra.

La vertiente revolucionaria se percibe, por ejemplo, en el poema Prometheus, de lord Byron (1816; el año en que comenzó la composición de Frankenstein), y en la irrepresentable tragedia Prometeo desencadenado del propio Percy Shelley (1820).

La figura prometeica es esencial para entender la transgresión de Víctor Frankenstein, que atenta contra la Naturaleza, entendida como principio femenino, para crear su monstruoso hombre artificial, irónicamente destinado a convertirse en el fundador de una raza de seres superiores.

Frankenstein supone el punto de partida de una mirada moderna acerca de la monstruosidad, alejada de los presupuestos de carácter eminentemente religioso de tiempos anteriores. La lectura que se llevó a cabo de la edición de 1831 de la obra constituye el comienzo de numerosas recreaciones del mito en la época victoriana, sobre todo desde una perspectiva gótica.

Sin Frankenstein no habrían existido obras como Grandes esperanzas de Dickens (1861), Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson (1886), El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde (1890-91), La isla del Dr. Moreau de H. G. Wells, Drácula de Bram Stoker (1897), El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (1902), y tantas otras. Serían todas ellas paradigmas de la consolidación de la proyección mítica que, en palabras de Mary Shelley, legaría al mundo su “espantosa progenie”, siempre proteica y multiforme.

En lo que respecta a la monstruosidad y sus consecuencias, Frankenstein sería ya de manera inevitable un referente obligado firmemente anclado en el inconsciente colectivo, ese lugar donde habitan los sueños y anhelos de lo humano. Y también sus pesadillas y ansiedades más profundas.

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