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Descubrimiento del hombre de Piltdown, que resultó ser un fraude. Óleo de John Cooke (1915). John Cooke / Wikimedia Commons

Lo que el extraño caso de un tiburón de plástico nos enseña sobre el sistema científico

Setenta años después de que se descubriera el mayor fraude de la historia de la antropología, la imaginativa contribución a la biología marina de un “ciudadano científico”, que quizás pensó que la imaginación es la antesala de la realidad, ha vuelto a poner en entredicho el rigor que se supone a cualquier publicación académica.

El hombre de Piltdown

Después de haber resistido cuarenta años la escudriñadora y desconfiada investigación de los mejores especialistas del mundo, en 1953 el Museo Británico tuvo que reconocer oficialmente que uno de sus tesoros paleontológicos más preciados, el “hombre de Piltdown”, era una burda falsificación.

En una conferencia presentada al alimón el 18 de diciembre de 1912, el ciudadano científico Charles Dawson, arqueólogo aficionado, y el eminente paleontólogo sir Arthur Smith Woodward anunciaron que en Piltdown, una pequeña localidad inglesa, Dawson había encontrado unos restos (un cráneo, una mandíbula y unos dientes sueltos) que, una vez reconstruidos con grandes dosis de imaginación, Smith Woodward describió en 1913 como el homínido más antiguo desenterrado jamás.

La mandíbula y los dientes eran indudablemente de un simio, pero el cráneo era perfectamente humano. Con la teoría de la evolución en pleno auge, los británicos estaban exultantes. No sólo Charles Darwin era británico, también el “eslabón perdido” era un inglés de pura cepa, de donde se colegía que Inglaterra era la cuna de la humanidad.

Avalado por la antropología oficial y la opinión pública, el hombre de Piltdown fue la estrella del Museo Británico hasta 1953, cuando se destapó el fraude: tres científicos ingleses lo denunciaron en el Bulletin of the British Museum, la prestigiosa revista del propio museo.

Demostraron que el cráneo reconstruido por Smith Woodward estaba compuesto de tres partes: los fragmentos craneales pertenecían a un ser humano, sí, pero de un desdichado hombre moderno que había padecido una enfermedad que había deformado su cráneo, engrosándolo y dándole un aspecto primitivamente simiesco.

La mandíbula tenía unos 500 años y había pertenecido a un orangután. Las piezas dentales eran fósiles, sin duda, pero de chimpancé: habían sido teñidas químicamente para simular una gran antigüedad y limadas a mano para aparentar el típico desgaste que provocamos los humanos al masticar.

Había que encontrar al autor del fraude. En un turbio asunto relacionado con fósiles, lo mejor era arrojar tierra encima. La versión oficial fue que Dawson había actuado solo. Su historial lo avalaba: Dawson había demostrado gran afición a las falsificaciones. El arqueólogo Miles Russell analizó la colección anticuaria de Dawson y concluyó que al menos 38 de sus especímenes eran falsificaciones.

El extraño hallazgo del tiburón griego

“La historia se repite la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”, escribió Marx parafraseando a Hegel. Una controversia sospechosa en el campo de la biología marina se zanjó el mes pasado después de que en mayo de 2022 un grupo de 39 investigadores publicara que un rarísimo tiburón duende había sido avistado por primera vez en el Mediterráneo.

Los expertos apenas tardaron unos meses en responder: sus colegas habían sido engañados con un tiburón de plástico.

El asunto comenzó en agosto de 2020, cuando un epígono de Dawson, el “científico ciudadano” Giannis Papadakis comunicó que el oleaje había depositado el cadáver de un tiburón duende en una playa griega, un lugar sumamente extraño para unas criaturas esquivas que se han observado rara vez y de las que poco más se sabe que viven sumergidas a centenares de metros en las simas oceánicas.

A: el supuesto tiburón duende en la fotografía original de Giannis Papadakis. Las flechas rojas indican las diferencias morfológicas con un espécimen auténtico de tiburón duende B, C. D: ejemplar que muestra la típica protrusión mandibular que el animal proyecta solamente en el momento de atacar a sus presas. Composición a partir de imágenes publicadas en Mediterranean Maritime Science, 24/: 101-103 (2023)., Author provided

Papadakis colocó al tiburón sobre unas rocas, tomó una foto y envió la imagen a un grupo de científicos. En mayo de 2022, basándose únicamente en esa imagen y en una breve descripción del propio Papadakis, 39 investigadores incluyeron el avistamiento en un artículo científico revisado por pares.

Por las redes sociales comenzaron a circular fotos de un modelo didáctico de tiburón duende de plástico disponible en Walmart que se parecía sospechosamente al espécimen fotografiado en Grecia. En noviembre de ese mismo año cuatro expertos publicaron un artículo en la misma revista en el que, educadamente, daban diez razones por las que descartaban que aquel engendro fuera un tiburón duende de verdad.

El debate entre expertos concluyó la última semana del pasado mes marzo cuando en la misma revista los científicos que habían publicado el hallazgo se retractaron de su cita original. El asunto está zanjado, pero la cuestión es cómo pudo publicarse en una revista científica revisada por pares un error tan mayúsculo. La respuesta se llama infodemia.

Infodemia y burbuja de publicaciones

En 1958, cuando el bioquímico y Premio Nobel James D. Watson optó a una plaza de profesor ayudante en Harvard, su curriculum vitae contenía dieciocho artículos científicos. La Universidad de Córdoba ha anunciado recientemente que ha suspendido de empleo y sueldo a uno de los científicos más citados del mundo, el químico Rafael Luque. A sus 44 años, Luque ha publicado unos 700 artículos. En los tres primeros meses de 2023, ya había firmado 58 publicaciones, una cada 37 horas.

Luque es el testimonio más claro de una enfermedad que padece la ciencia desde hace unos años, una infodemia académica que consiste en un enorme aumento del número de publicaciones sin el correspondiente avance del conocimiento que, además, pone de manifiesto la escasa solidez de la cienciometría al uso.

La situación fue denunciada por primera vez en 1928 y ampliamente difundida en 1981 en Science a través de una crítica a la reducción de la longitud de los artículos y al abuso de las llamadas unidades mínimas publicables.

Las cosas han ido a peor desde entonces por la excesiva proliferación de revistas científicas, la falta de rigor en la evaluación de los artículos y la mala práctica de parte de la comunidad académica, que abusa de la cantidad mínima de información que se puede utilizar para generar una publicación en una revista revisada por pares, el método preferente con el que se valoran los currículos de los investigadores.

Con la mala praxis del “publicar o perecer”, se ha creado una necesidad artificial de publicar no para mejorar la calidad de las publicaciones y con ella el avance del conocimiento, sino para el progreso de las carreras profesionales y la obtención de recursos financieros para investigar.

La burbuja cienciométrica basada en el uso exclusivo de los factores de impacto en detrimento de la verdadera evaluación de la calidad de los trabajos individuales es perjudicial para la ciencia porque, entre otras cosas, afecta a la forma en que un investigador aborda su actividad científica.

Utilizar solo el factor de impacto es como utilizar solo el peso corporal para evaluar la salud de alguien. Si quiere sobrevivir dentro del sistema, el investigador elige la obesidad frente a la delgadez, la cantidad frente a la calidad, el impacto frente al valor intrínseco y opta por escoger dónde publicar y no qué publicar.

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