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Los efectos de la pandemia en nuestros hábitos y creencias

La pandemia ha cambiado el mundo. Aún más: nos ha cambiado a cada uno de nosotros. Todavía no sabemos hasta qué punto lo ha hecho, pero todos tenemos la experiencia de que ha dado la vuelta a lo que los filósofos, a lo largo de la historia, han considerado nuestra “segunda naturaleza”: los hábitos.

Desde que suena la alarma hasta que volvemos a poner el móvil sobre la mesilla, ya de noche, hay conductas que tendemos a repetir con fluidez y que nos facilitan la vida doméstica, laboral y de ocio.

Al despertarnos, solemos repetir un conjunto de acciones que nos hace el comienzo del día más agradable, y que nos ayudan a ser eficientes para dedicarnos a otras cosas más interesantes. En el trabajo, disponemos un entorno –incluyendo la taza de café al lado del teclado– que nos ayuda a superar el “rozamiento”, término empleado por la experta Wendy Wood, en el inicio de nuestras tareas diarias.

Entre un sitio y otro, los hábitos están también presentes: la conducción implica una serie de acciones repetidas que mejoran con la práctica. Respecto al ocio, la actividad física –salir a correr, ir al gimnasio, quedar con los amigos a jugar un partido–, tocar un instrumento o incluso la lectura son también conductas habituales que están profundamente incorporadas en nosotros.

Y, de repente, nuestra segunda naturaleza ha visto sus cimientos sacudidos.

Hábitos sacudidos

Pero, ¿qué es un hábito? Es una disposición a actuar de cierta manera, que normalmente adquirimos repitiendo acciones que nos resultan gratificantes. Según nuestra aplicación de la noción aristotélica de hábito a la psicología y la neurociencia de hoy día, hay hábitos buenos que nos ayudan a hacer ciertas conductas cada vez mejor, y que de hecho las disfrutemos más, mientras que hay hábitos malos que hacen nuestra conducta más rígida, incluso incontrolable, y alejada del disfrute. Como puso C. S. Lewis en la pluma del diablo Screwtape, en su carta XXV, el hábito malo es el ansia creciente de un placer decreciente.

Por suerte, la mayoría de nuestros hábitos no son incontrolables, y nuestra segunda naturaleza es plástica, aunque duela cuando empieza a combarse. ¿Cómo cambiamos nuestros hábitos de manera efectiva? Por un lado, resulta mucho más fácil sustituir un hábito por otro que tratar de adquirir un hábito de cero –o de eliminar un hábito indeseable–.

Por otro, para que un hábito sea bueno, es decir, flexible y mejore nuestra conducta, tiene que estar dirigido a un fin; más aún, un hábito bueno nos ayudará a alcanzar fines cada vez más complejos, que al principio parecían inalcanzables.

Buscar fines cercanos

Por ello, si queremos adquirir un hábito bueno, es importante apuntar a los fines más cercanos para, una vez alcanzados, que estos se conviertan en medios para conseguir fines más complejos. Tener un fin lejano en mente está bien, pero no debemos obsesionarnos con conseguirlo, pues al no hacerlo caeremos en el desánimo.

Por ejemplo: si queremos hacer ejercicio físico durante el confinamiento, porque el gimnasio está cerrado y detestamos el running, va a servir de poco marcarnos como objetivo la pérdida de peso.

Vamos a apuntar mejor a realizar diez minutos de actividad física hoy: no “al día”, sino hoy. Vamos a disponer un entorno que nos ayude, que reduzca el rozamiento: una hora fija, con música, teniendo preparados la ropa de deporte y el plan que hemos encontrado en Internet.

Lo haremos y nos resultará gratificante solo por haberlo hecho, y eso hará que mañana nos resulte más fácil repetirlo; pero el objetivo de mañana será el mismo: diez minutos de actividad física hoy. Cuando esto esté consolidado, podremos plantearnos fines más complejos: aumentar el tiempo, el esfuerzo, o, ahora así, perder peso.

El cerebro cambia con cada una de nuestras acciones

¿Y a nivel cerebral, cómo es esto posible? Cualquier cambio en nuestra conducta lleva asociado un cambio en nuestros cerebros. Antiguamente existía un neuromito en el que todavía hay gente que cree, y es que nuestros cerebros no cambian.

Esto es totalmente falso, y estudios de todo tipo demuestran que el cerebro, no importa la edad, cambia con cada una de nuestras acciones. Bien es cierto que la capacidad de cambio es mayor en la infancia o adolescencia, pero parte se conserva durante toda nuestra vida.

Las neuronas, las células que generan y transmiten el impulso nervioso, pueden establecer nuevos contactos con otras neuronas, fortalecer sus conexiones, o estirar y encoger sus ramificaciones.

Estos eventos celulares son la base biológica de la formación de nuevos hábitos. Ambos aspectos, el biológico y el mental –en el caso de los hábitos, la disposición a realizar cierto tipo de acciones–, son igual de importantes, y forman un conjunto inseparable: el sistema mente-cerebro.

Las creencias, según Ortega

Pero los efectos de la pandemia han podido ir más allá, atravesando nuestra segunda naturaleza para alcanzar el “continente de nuestra vida”, en palabras de Ortega y Gasset: las creencias.

El filósofo español, en Ideas y creencias, afirma que las últimas no son ideas que tenemos, sino ideas que somos: “Son creencias radicalísimas que se confunden para nosotros con la realidad misma –son nuestro mundo y nuestro ser–”.

Acotando la definición para su estudio en las ciencias experimentales, una creencia es aquella afirmación que estaríamos dispuestos a tomar por verdadera, incluso aunque nos presentaran pruebas extremadamente sólidas en su contra.

Hábitos y creencias van de la mano, pues predisponen nuestro modo de actuar y de entender el mundo, que son inseparables. Un año antes del comienzo de la pandemia, y en colaboración con la Universidad de Harvard, un equipo de investigadores pedimos a más de un centenar de voluntarios que mostrara su grado de adhesión a una serie de afirmaciones. Esto nos ha permitido estudiar el sistema de creencias con teoría de redes.

Con la llegada de la pandemia, hemos vuelto a plantear esta encuesta–anónima y con un tiempo estimado de cinco minutos–, tanto al principio del confinamiento como en este inicio de la desescalada. De esta manera, esperamos comprobar si la crisis de la COVID-19 ha afectado a creencias sociales, científicas o trascendentales que parecían intocables unos meses atrás.

Nada es imposible para nuestro sistema mente-cerebro

En conclusión, la pandemia nos está cambiando. Por una parte, nos ha obligado a cambiar conscientemente hábitos que teníamos bien asentados, con el impacto cerebral que eso conlleva; por otra, puede que haya cambiado nuestras creencias acerca del mundo, alterando nuestra forma de abordar la realidad. Lejos de alarmarnos, debemos ser optimistas ante estos cambios: no hay nada imposible para nuestro sistema mente-cerebro.

La pandemia es una oportunidad para encontrar fines a los que dirigirnos, que en principio deben ser fáciles de conseguir, y que pronto se convertirán en medios para alcanzar fines más complejos. Así, casi sin darnos cuenta, habremos adquirido hábitos buenos que nos ayudarán a crecer como seres humanos. De la misma manera, las experiencias vividas pueden convencernos de que, por encima de ideologías enfrentadas, hay creencias que deberían salir reforzadas de esta crisis: el respeto a los demás y el cuidado de los más débiles e indefensos.

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