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Emmanuel Macron representado como un monarca del siglo XVIII durante la manifestación del 5 de diciembre en París. Thomas SAMSON / AFP

Macron, los privilegios y la desigualdad

Francia ha vuelto a paralizarse por una nueva reforma de Macron, quien se ha propuesto acabar con los presuntos privilegios de algunos pensionistas para conseguir con ello una mayor igualdad.

Habría que recomendarle algunas lecturas dignas de su atención para llevar a cabo esta empresa, cual sería el caso del Ensayo sobre los privilegios de su tocayo Emmanuel Sieyès y el Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres de Jean-Jacques Rousseau, dos obras del Siglo XVIII que por desgracia vuelven a cobrar una inusitada vigencia entre nosotros.

La subida de los carburantes y los chalecos amarillos

Como ministro de Economía en un gobierno socialista, Macron ya intentó aplicar una reforma laboral que una mayoría parlamentaria no vio con buenos ojos.

Una vez convertido en presidente de la República francesa con un partido propio, el faro del nuevo liberalismo ensaya poner en práctica distintas reformas de tipo económico.

Primero intentó subir las tasas de los carburantes, pero las protestas protagonizadas por los chalecos amarillos le hicieron abandonar esa medida que hasta un minutos antes consideraba imprescindible.

Pocos días después, para calmar las protestas y no tener que abandonar el palacio del Eliseo, anunció una subida del salario mínimo junto a otras medidas de carácter social, dando una lamentable pista sobre cómo cabe conseguir esos cambios y mejoras de orden social sin pasar por las urnas.

Las pensiones y los presuntos privilegios de la desfallecida clase media

Sieyès, el alfa y omega de la Revolución francesa, pues fue quien primero propuso la Asamblea constituyente y finalmente propició el 18 Brumario de Napoleón como director del Directorio, se hizo famoso por su libelo contra los privilegios de la nobleza del antiguo Régimen.

Macron, sin embargo, busca recortar los así llamados privilegios de algunos trabajadores, como si no se pudiera hacer justo lo contrario, es decir, homologar al resto de los asalariados con quienes reciben un mejor trato al devenir pensionistas tras haber cotizado durante una larga vida laboral para conquistar ese derecho social.

Esta receta ya se aplicó en Grecia, provocando algún suicidio entre quienes vieron recortados muy severamente sus ingresos, haciéndoles cruzar el umbral de la pobreza cuando creían tener asegurada su vejez.

En toda Europa resuena la misma cantinela, el mismo mantra económico. A medio plazo –se nos dice– no se podrá mantener el sistema de pensiones, porque disminuyen los cotizantes, al mermar las tasas de natalidad y tener un mercado laboral con grandes cotas de precaridad, mientras que al mismo tiempo se incrementa la esperanza de vida entre los potenciales beneficiarios y por lo tanto se dilata el plazo de las prestaciones a percibir.

En este planteamiento estrictamente contable nunca se menciona el reverso de la moneda, es decir, a cuantos, después de contribuir con sus cotizaciones durante varias décadas, no llegan a cobrar absolutamente nada porque fallecen al poco de jubilarse o antes de hacerlo. Resultaría curioso atender también a esas estadísticas que acaso vengan a compensar bastante las tablas contables del debe y el haber, de las entradas y los gastos.

Un derecho social necesario e inalienable

Pero la trampa política e intelectual es plantearlo como una cuestión de pura contabilidad, cuando en realidad estamos ante uno de los pilares básicos que sostienen las comunidades democráticas modernas, en las que estado de derecho y el estado de bienestar deberían darse la mano e ir de consuno, si no se quiere dar lugar a predicciones totalitarias como las del huevo de la serpiente.

Las generaciones más jóvenes difícilmente cumplirán con los requisitos exigidos para obtener una pensión y corremos el riesgo de que la imperante mentalidad neoliberal del individualismo a ultranza, pueda desentenderse de sus mayores, cuando en realidad entre nosotros una extensa capa de población ha logrado paliar los desastrosos efectos de la crisis económica, el paro y un mercado laboral cada vez más precario gracias a las pensiones de sus mayores.

¿Acaso hay que recortar el gasto en pensiones para transferir por ejemplo y sin ir más lejos gruesas partidas a los presupuestos de la Defensa? ¿No resulta preferible mantener las prestaciones asistenciales básicas para la población más vulnerable, antes que defenderla de hipotéticos ataques exteriores en una situación geoestratégica tan compleja como la presente?

Las reflexiones de Rousseau sobre la igualdad

Macron cortejó durante un tiempo al filósofo Paul Ricoeur, pero se diría que no aprovechó las lecciones de su hipotético mentor. Sería muy recomendable que releyese a uno de los ilustres moradores del Panteón galo, porque Jean-Jacques Rousseau podría resultarle muy útil para reorientar sus reformas político-económicas.

Ese gran filósofo político que fue Rousseau analizó las perversiones propias del denominado “efecto Mateo”, distinguiendo con precisión entre lo necesario y lo superfluo, haciendo ver cómo, sin ponerle bridas, la extrema desproporción entre opulencia e indigencia puede arruinarnos a todos. Las reformas políticas tienen que tender a equilibrar esa diferencia, para que, como leemos en El contrato social:

“Ningún ciudadano sea tan opulento como para poder comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para verse forzado a venderse”

Para paliar la desigualdad hay privilegios descomunales que demandan gravámenes a las grandes fortunas o a los magnos beneficios de las grandes corporaciones, pero la expresión “pensiones privilegiadas” para unos trabajadores no deja de ser un oxímoron.

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