Vivimos épocas de urgencia climática, de necesidad de encontrar soluciones rápidas para ayudar a mitigar el cambio climático. En este contexto, los bosques son uno de los activos más importantes, ya que son grandes sumideros del dióxido de carbono emitido por actividades antrópicas y desempeñan también un papel central en la regulación del clima, sin olvidar que albergan una parte importante de la biodiversidad del planeta.
Aunque la percepción que tanto la comunidad científica como la opinión pública tienen sobre los bosques y su papel en la lucha contra el cambio climático es, en general, muy positiva, una sombra de duda parece crecer alrededor de los bosques como aliados frente al cambio climático.
Esta incertidumbre se debe, en parte, a que las grandes corporaciones (energéticas, aéreas, etc.), apoyadas tanto en estudios científicos poco acertados como en el emergente mercado del carbono, han adoptado la plantación de árboles (y por tanto a los bosques) como una estrategia de marketing muy eficaz para justificar sus emisiones y demostrar que las están compensando.
Plantar árboles se ha convertido en una herramienta de greenwashing que tiene que ver sobre todo con criterios económicos y no ecológicos. Esto no sólo ha desencadenando olas crecientes de críticas en el mundo de la ciencia, sino que puede crear una imagen muy negativa del bosque como un aliado de los poderes económicos más que de nuestra lucha contra el cambio climático.
¿Qué entendemos por “bosque”?
Una gran parte de este uso sesgado de la información se debe a que desde la ciencia no hemos sido capaces de actualizar las definiciones de lo que entendemos por “bosque” de una manera acorde a los cambios en sus usos y los servicios que nos proveen.
Históricamente, el servicio más importante que los bosques han dado a las sociedades humanas ha sido la madera. Este legado hace que en la actualidad todavía hablemos de “bosque” para referirnos a cualquier tipo de superficie arbolada con una densidad mínima de árboles de cierta altura, independientemente de su composición florística, de la biodiversidad que alberga, de su valor ecológico o de su capacidad de proveer servicios ecosistémicos como los de mitigación del cambio climático. Tan solo se valoran por la madera que alberga.
Así, la definición de bosque por diferentes países (por ejemplo, en la UE) u organismos internacionales como la FAO se basa únicamente en la densidad de arbolado. Las publicaciones científicas no se quedan atrás y en muchos casos vemos que la palabra “bosque” se usa para equiparar todo tipo de ecosistemas con una determinada densidad de árboles.
Se puede encontrar literatura científica sugiriendo que los bosques son vulnerables el cambio climático, voces de científicos expertos culpando a la expansión de los bosques como causa del aumento de incendios y titulares de prensa que sugieren que los árboles, sin más especificaciones, son muy vulnerables a las sequías.
Toda esta información crea, sin quererlo y sin mala intención, una imagen negativa de los bosques como ecosistemas frágiles, o como ecosistemas que pueden llegar a ser un problema más que una solución.
La definición actual de bosque debe revisarse
Todo esto es, obviamente, fruto de una simplificación excesiva de una realidad más compleja. La realidad es que no todo lo que llamamos “bosque” es lo mismo, ya que este término, tal y como lo usamos, equipara superficies arboladas de muy diferente valor ecológico y muy diferente capacidad de mitigación del cambio climático.
Es importante distinguir y especificar que, por ejemplo, los bosques de especies nativas son ecosistemas de enorme capacidad de mitigación, mucho más diversos y resilientes a cualquier tipo de perturbación (como incendios, sequías o brotes) que, por ejemplo, plantaciones monoespecíficas comerciales.
No tiene el mismo valor ecológico ni la misma resiliencia al cambio climático un bosque con alta diversidad que un bosque monoespecífico. Y no tiene la misma inflamabilidad un bosque maduro que un monocultivo de eucalipto o que un campo agrícola donde proliferen árboles al ser abandonado.
Por eso deberíamos revisar la definición de bosque y adaptarla al contexto histórico en el que vivimos, en el que no solo esperamos del bosque su madera, sino que valoramos su biodiversidad o su potencial para mitigar el cambio climático.
Convendría definir los bosques no solo en base a la densidad de árboles sino a su composición y la biodiversidad que albergan, a su valor ecológico, a su resiliencia potencial al cambio climático (y al cambio global) y a su potencial de mitigación. Si no lo hacemos, podemos tomar decisiones de las que nos arrepintamos en el futuro.