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Que tendamos a ser extrovertidos o antisociales está escrito en el ADN

Que seamos personas introvertidas, extrovertidas o que nos mostremos flexibles y actuemos según el contexto (ambivertidas) no suele tener mayor relevancia en la población en general. La mayoría pertenece al grupo ambivertido, que podría ser considerado el más saludable por la capacidad de adaptación y la efectividad social. No obstante, y aunque hay personas introvertidas y extrovertidas muy majas, seguro que conocemos casos en los que su comportamiento, manifestado en extremo, nos hace pensar que rozan lo patológico.

Tanto la introversión como la extroversión, en combinación con otros factores, pueden llevar desde edades muy tempranas a unos trastornos de la personalidad referidos como de internalización, por todo aquello que experimentamos internamente (tristeza, preocupación o ansiedad), y de externalización, al ser manifestados externamente (conflictividad, abuso o violación de las normas). Seguro que ya intuyen que en la dimensión psicopatológica de la internalización se incluyen la depresión y el ser hipocondriacos y, en la de externalización, psicosis, paranoia e histeria, por nombrar algunos.

En busca de una base genética de la externalización

Hace unas semanas se publicó, en la prestigiosa revista Nature Neuroscience, un artículo científico de lo más interesante. En él se muestra que, tras analizar los datos de un millón y medio de personas, se detectan más de 500 regiones en el genoma que pueden asociarse a comportamientos de externalización. En este caso concreto, las alteraciones están principalmente relacionadas con el comportamiento antisocial y las adicciones.

El trabajo, desde el punto de vista científico, se basa en el uso de una metodología de análisis genómico denominada GWAS (Genome-Wide Association Study, estudio de asociación de genoma completo). Con ella se identifican los cambios puntuales que se pueden encontrar en la secuencia del ADN que constituye el genoma de diferentes individuos.

Si consideramos al ADN como una cadena casi interminable (y en cualquier orden) de las letras A, C, G y T, hablamos de un SNP (single nucleotide polymorphism, polimorfismo de base única) cuando una de estas cuatro letras cambia por otra en alguna posición dada del genoma.

En un análisis GWAS podemos medir millones de SNPs (en plural) y relacionar el cambio detectado con alguna característica de interés del sujeto de estudio. Por lo general, un único cambio difícilmente suele asociarse a una característica concreta.

Por eso, para analizar los datos obtenidos del GWAS, los autores del estudio utilizan un método estadístico y computacional (denominado modelización de ecuaciones estructurales genómicas) con el que agrupan las características de externalización de los individuos y, además, estiman cómo de correlacionadas están con los SNPs. Y, como tamaño de la muestra, nada más y nada menos que un millón y medio de personas, el mayor estudio GWAS hasta ahora realizado.

El grupo de investigación detectó que en las regiones afectadas se encontraban genes que se expresan en el cerebro y que están implicados en el desarrollo del sistema nervioso. Más aún, llevó a cabo un análisis de relación entre los datos genéticos y las historias clínicas de los sujetos de estudio. Con todo ello crearon la que han denominado puntuación poligénica.

Esta puntuación indica que las personas con un mayor número de variantes genéticas asociadas a los comportamientos de externalización son más propensas a sufrir diferentes enfermedades. Entre ellas destacan la cirrosis y la infección por el virus del sida, así como una mayor tendencia a los intentos de suicidio, a encontrarse sin empleo y a las condenas penales.

Lo que no nos dice la puntuación poligénica

No cabe duda de que el avance en el conocimiento científico influye de un modo determinante en nuestras vidas, y qué decir desde el punto de vista biomédico. En relación con este estudio, conocer los posibles factores que contribuyen a los problemas conductuales de externalización sin duda puede llevar a diagnósticos y tratamientos más adecuados, como en otras muchas enfermedades con base genética.

Pero no olvidemos que encontrar una asociación no implica que la relación sea la causa. Tal y como comentamos en un artículo anterior en The Conversation, se tiende a confundir correlación con causalidad. En ese sentido, los autores del trabajo que nos ocupa, siendo conscientes de la controversia que el uso e interpretación de la puntuación poligénica puede generar, en el propio artículo indican un enlace a partir del cual encontrar información sobre la interpretación.

Cabe destacar el apartado acerca de lo que no es la puntuación poligénica: no es una herramienta “adivina”, no está libre de procesos ambientales y sociales y no es una medida de potencial innato o heredable del individuo. Las diferencias genéticas se asocian de un modo probabilístico y está claro que influyen otros mecanismos y factores como los ambientales, los históricos, los políticos y los económicos.

Cualesquiera otras posibles implicaciones e interpretaciones que pudieran surgir, por ejemplo las relacionadas con la eugenesia, la estigmatización de grupos y el racismo médico y clínico, por citar algunas, no tienen sentido alguno, como indican los autores, ya que es un estudio de asociación estadística que no establece que la causa se deba a una base genética clara y definida.

La interpretación de resultados científicos con calado social puede llevar a hacer dogma de ellos. Seamos prudentes que, como dijo el reputado médico William Osler, “cuanto mayor es la ignorancia, mayor es el dogmatismo”.

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