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The Conversation, los públicos de la pandemia y los públicos de la academia

The Conversation representa un cambio notable en la relación de los académicos con sus públicos. Cualquiera que sea la especialidad, institución o temática, los profesores e investigadores tienen ahora un canal abierto de forma permanente para compartir sus hallazgos y puntos de vista. Las Universidades modestas, los departamentos en construcción, los profesores excéntricos y los problemas comunes también tienen su oportunidad de hacerse visibles.

La economía de la larga cola llegó a las instituciones académicas. Los temas menos mediáticos y los enfoques más singulares pueden darse a conocer o hacerse públicos. No es que sobren los asuntos de moda o urgentes, sino que faltaban los temas menos impactantes o más apacibles. No sólo hay una demanda para los asuntos más atractivos o demandados del momento, sino que la red también puede sostener propuestas minoritarias y, sin embargo, vibrantes.

The Conversation prueba que ese mercado aguardaba la infraestructura que lo facilitara. Existían los públicos y contábamos con los autores. Los temas tampoco faltaban, porque además de las cuestiones más obvias relacionadas con la calidad de lo que comemos, respiramos o bebemos, y los procedimientos, materiales o impacto de las cosas que adquirimos, también queremos satisfacer esa curiosidad infinita que tenemos por lo increíble, lo maravilloso, lo complejo o lo inesperado. Todo eso junto y mucho más conforman ese nuevo diálogo que The Conversation vertebra y facilita de forma tan innovadora.

Son aspectos analizados en el proyecto COVID 19 en español financiado por el CSIC y que aborda un análisis interdisciplinar sobre el corpus de textos de The Conversation, publicados durante 2020 y etiquetados por los editores con el marcador covid-19.

El ensanchamiento de los públicos abrió la puerta de la autoría a los académicos. Ya eran profesores e investigadores y ahora también columnistas. Todos y todas pueden ahora narrar lo que saben en un lenguaje cercano, atractivo y accesible para públicos más amplios que los estrictamente académicos. Todas y todos, sin excepción, pueden compartir sus certezas, sus opiniones y sus incertidumbres. El estilo, la estructura del texto y el posicionamiento del autor –hay opinión informada– hacen del columnismo científico un nuevo género, apreciado por los autores y por los lectores.

Más que para tener razón, son escritores que quieren enseñarnos que hay otra manera de construir preguntas, contrastar informaciones o elegir el lenguaje que da vida a los muchos objetos que construyen y con los que compartimos el espacio público.

No es que quieran dictar lo que hay que pensar, sino explicarnos los motivos por los que aprender a convivir con cosas tan complejas como el cambio climático, el sistema inmunitario, el desplome de la biodiversidad, la edición genética, las mutaciones víricas, la inteligencia artificial, el valor de un bitcoin, la gestión de datos o la relación entre pandemia, código genético y código postal.

Públicos concernidos

Los públicos de la ciencia no son como los públicos de Rosalía, de Messi o de Toni Soprano. Claro que podemos entretenernos con los textos que publican, pero los nuevos lectores de estos académicos son todos esos ciudadanos concernidos porque tienen cáncer, padecen asma o se sienten deprimidos y, en general, se trata de ciudadanos directamente afectados por la irrupción en sus vidas de objetos tecnocientíficos, ya sean diagnósticos lacerantes, algoritmos de control o cócteles de quimioterapia, ya sean superbacterias, nanopartículas o bitcoins. Son públicos, en general, muy motivados que demandan claves con las que hacerse cargo de lo que (nos) pasa.

La gráfica nos muestra que, en efecto, los textos publicados obtienen un número de lecturas considerable. La media de la mayoría de los artículos está en las 5 000, aunque no es excepcional que se alcancen las 15 o 20 mil interacciones. Son cifras espectaculares para el referente más habitual del científico: la cita. El número de lecturas alcanzado por los artículos en The Conversation es muy alto en comparación y podría ser interpretado como una buena proyección de los resultados u opiniones de un académico en un entorno distinto del estrictamente académico, lo cual abre un mundo por completo nuevo y para muchos, apasionante. En la competida economía de la atención parece un milagro que los académicos dispongan de un espacio libre, abierto y legitimado.

Los lectores no solo consumen información. Con sus lecturas están expresando una confianza en las instituciones de origen.

Con esas lecturas y, por tanto, con el seguimiento de lo que hacen y escriben los académicos, se evidencia que ese tipo de comunicación, la que une al científico con el ciudadano, es oportuna y bienvenida.

Para entender a esos públicos los lingüistas llevan ya varias décadas transitando desde su tradicional interés por los escritos y sus autores hasta el mundo de los lectores como intérpretes. Lejos de considerar el texto como una pieza acabada y autónoma, nos invitan a tomarlo como algo vivo en continuo proceso de construcción que va significando cosas distintas, acabándose dirán algunos, conforme se amplía el círculo de lectores.

Narrador y narratario

En el extremo, nadie debería extrañarse de que importen más quienes reciben que quienes difunden. En el mundo de la innovación se habla de los destinatarios como produsuarios y se les trata como coproductores de aquello que quieren comprar. A este conjunto de preocupaciones, cuando hablamos de escritura, se le llama teoría de la recepción y sus defensores niegan con ardor que el texto original contenga todo lo que se necesita para poder interpretarlo. Los recepcionistas hablan del significado como algo que no es individual ni controlado por el autor.

Y hay muchas maneras de acercarse a estas preocupaciones. Una de ellas ha inventado la figura del narratario: un personaje virtual que necesitan e inventan todos los narradores para saber cómo y a quién contarle su relato. Por ejemplo, si coloco en mi texto una fórmula matemática estoy echando de la comunidad para la que escribo a todos los que no saben álgebra. Digamos que los narradores le cuentan su historia al narratario, quien marca la sofisticación del lenguaje y da la medida de la formación requerida para seguir el argumento desplegado. Se podría decir que, consciente o inconscientemente, sin narratario tampoco hay narrador. La manera en la que uso mis palabras dan forma a un mundo que invita a unas gentes y, quizás, haya quienes se sientan expulsados.

Sin necesidad de saber quién lee lo que se publica, podemos saber para quien se escribe. Y es que, en efecto, el narratario deja muchas huellas de su presencia en el texto. Cada vez que el autor se hace una pregunta, hace un inciso, utiliza comillas o introduce un paréntesis, está subliminalmente diciéndonos para quién escribe: está habilitando un narratario. Si tras usar la expresión citoquinas, aclara lo que significa, el narrador está perfilando a su lector óptimo. Si al referirse a las vacunas disponibles en la pandemia introduce matices que le ayudan a diferenciarlas, está dando por hecho que su lector quiere mayor precisión. Si, por el contrario, no hace ninguna observación que distinga entre las que se hacen con ARN, son recombinantes o con virus atenuados, se dirige a un lector que se conforma con las derivas políticas de las investigaciones antes que con las implicaciones tecnológicas. Y, en fin, con cada decisión de este tipo, el narrador decide el público óptimo al que se dirige.

Lectores cultos e implicados

Las conclusiones del proyecto COVID 19 en español (CSIC) en relación a los índices de legibilidad y al análisis de esos incisos, dudas, paréntesis o interrogaciones, llevan a pensar que los lectores de The Conversation tienen un nivel cognitivo y/o cultural alto. Por los datos de los que disponemos, los autores de The Conversation se dirigirían a otros académicos, a profesores de enseñanza media y a los estudiantes universitarios.

Por otro lado, sabemos también que los textos son republicados por unos 500 medios generalistas y especializados, locales, nacionales o regionales, especialmente iberoamericanos, lo que indicaría que, a pesar del índice de legibilidad que presentan, los textos son del interés de un lector habitual de prensa, interesado en temas de ciencia o adentrándose en ellos, así como de los concernidos directamente por un problema.

Padres con hijos autistas, ciudadanos preocupados por las falsas noticias o las desigualdades en Educación: la gente busca cosas prácticas que le ayuden a surfear la ola. Y han encontrado una constelación de académicos informados, bien dispuestos y con ganas de descender a los detalles mundanos. La existencia del nuevo tipo de demanda y su satisfacción por la nueva oferta que propicia la plataforma The Conversation nos parece otro de los cambios verdaderamente relevantes que produjo la covid-19.

Cabría analizar cuáles de las columnas son más republicadas y más leídas y cuál es su índice de legibilidad, para asociar las variables. También está la permanente incógnita entre el indicador de lectura (hit) y la lectura real. De momento, con los datos ya estudiados, se puede concluir que las columnas científicas están alcanzando a muchos lectores externos a la academia, probablemente lectores versados en ciencia o muy motivados por los temas que abordan, hecho que ya representa un salto importante de la ciencia a la sociedad.

Al identificar las marcas de los textos y las variables mencionadas, estamos caracterizando un género, el columnismo científico, que ha despegado con la pandemia pero que está llamado a ser una importante semilla de la cultura científica.

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