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Dos trabajadores textiles en un taller del suburbio indio de Dharavi, Bombay. Paul Prescott / Shutterstock

Trabajo precario: El daño que no vemos cuando consumimos

Cuando hablamos de la precariedad laboral más extrema, como sería el caso de la esclavitud laboral, vienen a nuestra mente escenas de un pasado remoto. Empatizamos fácilmente con los maltratos a esclavos en las plantaciones de algodón, o con un decimonónico Jean Valjean injustamente condenado a trabajos forzados.

Pero la evidencia empírica demuestra que ese fenómeno sigue produciéndose a nivel global y nosotros, los consumidores de los países desarrollados, no somos capaces de conmovernos lo más mínimo ante esa indeseable situación.

La esclavitud laboral en el s. XXI

Las diferencias entre los distintos estándares laborales entre países no son nuevas: la mortalidad laboral o el trabajo esclavo son fenómenos mucho más comunes en regiones emergentes que en zonas desarrolladas.

Catástrofes como la del Rana Plaza en Daca (Bangladés) en 2013, o la del incendio en una factoría en Nueva Delhi a finales de 2019, sitúan en el mapa los epicentros de la precariedad laboral a nivel mundial.

Como ciudadanos del primer mundo, estas noticias nos indignan profundamente debido al poco respeto que se tiene en los países en desarrollo hacia la vida del trabajador. Sin embargo, estas tragedias son consecuencia de la producción de bienes finales que, quizás, acaban siendo vendidos en nuestros países.

Si la responsabilidad de esos accidentes, muertes o esclavos se transfiriera al consumidor de esos productos, lo cual se logra a través del seguimiento de su huella, las diferencias se diluirían y el peso de esas tragedias recaería sobre conciencias de todas las nacionalidades.

Esa cómoda miopía que nos impide ver lo que sucede más allá de nuestros carritos de la compra es precisamente la que el artículo que hemos publicado recientemente en PLOS ONE plantea corregir. En él, se estudia la evolución de la huella de las condiciones laborales indignas (trabajo forzado, muertes y accidentes ocupacionales), ligadas a nuestro globalizado y cambiante estilo de vida.

Para abrir el debate, basta con decir que, en 2013, más del 80% del trabajo forzado ligado a la demanda final de la Unión Europea y de Estados Unidos se generó más allá de sus fronteras.

Esto se debe a la fragmentación y deslocalización de los procesos productivos, trasladados a países con bajos estándares laborales. De esta manera, las importaciones de los países desarrollados esconden ingentes cantidades de trabajo indigno procedente de regiones como China o India.

Cadarso, Monsalve, Zafrilla y García Alaminos., Author provided

¿Nos volvemos más insensibles en época de bonanza?

Hemos analizado si se ha desligado el crecimiento de la demanda y de la producción de unas condiciones de trabajo indignas. El deseado desacoplamiento se produce cuando la economía crece y a la vez se reduce el índice de condiciones laborales indignas. Nuestro análisis concluye que la mayoría de los países desacoplaron su huella de trabajo indigno de sus patrones de consumo en el periodo 2000-2013, con especial intensidad en los años de la crisis financiera mundial.

Aunque este resultado es positivo, resulta preocupante observar cómo en los periodos de bonanza económica las sociedades desarrolladas tienden a descuidar el impacto social de su consumo. A medida que nuestra coyuntura económica mejora, tendemos a consumir más bienes que llevan incorporadas violaciones de derechos humanos en su cadena de valor.

Progresos en seguridad laboral, suspenso en trabajo forzado

Las cifras de esclavitud laboral en el mundo son alarmantes: estimamos que, en 2013, cerca de 9,5 millones de personas fueron víctimas de trabajo forzado (no se han incluido datos de esclavitud sexual). Ese mismo año, más de 110 000 personas perdieron la vida en su puesto de trabajo, solo en India, China e Indonesia.

Al analizar por separado esclavitud laboral y accidentes ocupacionales (ya sean mortales o no), se observa que, a nivel mundial, la seguridad en el trabajo ha evolucionado favorablemente entre 2000 y 2013. En cambio, desde 2008 se ha sufrido un retroceso en términos de esclavitud laboral, motivado principalmente por su repunte en países como México, Rusia, Turquía o India.

La reducción de la siniestralidad laboral puede deberse a un creciente compromiso de los gobiernos. Además, es un fenómeno relativamente fácil de medir (especialmente en regiones desarrolladas, que cuentan con un sistema de seguridad social), y su solución se basa en la formación e implementación de protocolos de salud y seguridad laboral.

Sin embargo, el trabajo forzado es un fenómeno oculto, fuertemente ligado a sistemas sociales que escapan del alcance de las administraciones, lo que lo hace más difícil de identificar, medir y combatir.

¿Soluciones?

Gobiernos e instituciones públicas deben encabezar la lucha contra el trabajo indigno. El Protocolo sobre trabajo forzoso, promovido por la Organización Internacional del Trabajo, es una propuesta ambiciosa y esperanzadora por su carácter global e integral.

No obstante, su puesta en marcha requiere de un compromiso internacional que parece utópico tras las experiencias previas en el ámbito medioambiental.

Aunque, indudablemente, las instituciones son un elemento clave, empresas y consumidores también desempeñan un rol protagonista. Cualquier iniciativa empresarial que pretenda depurar las cadenas globales de producción será bien recibida.

Es lamentable que, en algunos casos, estas iniciativas solo parezcan un intento de doble lavado: de cara para la empresa, y de conciencia para el consumidor. Un ejemplo sería el “Acuerdo holandés para una industria textil sostenible”, aunque ambicioso, difícil de implementar.

En los países desarrollados se observa una creciente presión de los consumidores sobre las compañías para la protección de sus trabajadores. Esto, unido a la implantación de mejores leyes y normas, han permitido un rápido avance en materia de derechos laborales.

No obstante, la conciencia social de los consumidores es puesta en duda cuando se hace un zoom en nuestras cestas de consumo: algunos productos agrarios, como el azúcar o el chocolate; materiales de construcción de uso habitual o unos pantalones vaqueros, no aprobarían el examen de conciencia si se revelase el trabajo indigno oculto en su cadena de producción.

Si no aceptamos que se juegue con los derechos del trabajador en casa, ¿por qué miramos hacia otro lado cuando sucede fuera? ¿Por qué sentimos tanta empatía hacia un grupo de trabajadores injustamente despedido de una fábrica local, pero la esclavitud detrás de nuestro café matutino nos parece un relato de ficción del que somos meros espectadores?

Esclavitud laboral, una cuestión filosófica

Para el filósofo moralista Peter Singer la explicación a este desapego hay que buscarla en la biología. Durante miles de años los seres humanos hemos vivido en pequeños grupos, lo que nos ha llevado a desarrollar unos principios éticos centrados en ayudar a los miembros de nuestra comunidad, pero no a los de fuera.

Por otra parte, en un contexto de relaciones interpersonales, el concepto de daño al otro queda perfectamente delimitado cuando tiene un componente de interacción física (matar, agredir…).

Ahora bien, reflexiona Singer, la globalización está conectando a los seres humanos en formatos no tradicionales y están apareciendo nuevas formas dañar al prójimo, para las que nuestros instintos biológicos aún no han desarrollado las inhibiciones y respuestas emocionales adecuadas.

Quizás no estemos moralmente preparados para la globalización. Pero también quizás, como consumidores, podamos empezar a combatir nuestro sesgo evolutivo actuando más y exigiendo unas cadenas de valor limpias y transparentes a quienes de verdad tienen la capacidad de desempañarlas: las empresas.

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