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Incendio en la región de Valparaíso, en Chile, el 3 de febrero de 2024. Bomberos de Chile

¿Hay que estigmatizar a los incendiarios para que no se repita la tragedia de Chile?

Los incendios forestales que durante los pasados 2 y 3 de febrero azotaron la ciudad costera chilena Viña del Mar, conocida también como la “Ciudad Jardín”, han dejado detrás de sí un rastro devastador: 15 000 casas destruidas, 44 000 damnificados y por lo menos 131 personas fallecidas.

Existen indicios preliminares de intencionalidad, vinculados a la detección simultánea de varios focos de fuego. Desde el Palacio de La Moneda, el presidente Gabriel Boric fue contundente al declarar: “Se está investigando la eventual intencionalidad de estos incendios y, aunque cuesta imaginar quién podría estar dispuesto a causar tanta tragedia y tanto dolor, sepan que se va a investigar hasta las últimas consecuencias y con todos los recursos necesarios”.

Lamentablemente, la voluntad de esclarecer estos casos no es suficiente, ya que los incendios, especialmente aquellos provocados intencionalmente, y aún más si son forestales, se caracterizan por su dificultad probatoria. En este contexto, la tarea de identificar a los responsables se vuelve ardua debido a la complejidad inherente a la investigación de incendios dolosos. La destrucción masiva y la rápida propagación del fuego dificultan la recopilación de pruebas sólidas.

Una historia que se repite

Desde que aprendimos a utilizar y dominar el fuego, este elemento nos ha fascinado y definido como especie de manera única. Esencial para nuestra evolución, moldeó la historia humana y se convirtió en el emblema elemental de la civilización. Sin embargo, a pesar de los beneficios evidentes que el fuego aporta, también porta consigo una dualidad innegable. Mientras nos brinda calor y luz, su potencial destructivo nos confronta constantemente. Esta dualidad se hace más palpable cuando la figura del incendiario de vez en cuando regresa, desafiando los límites de nuestra coexistencia con el fuego.

El incendiario, al utilizar el fuego como herramienta para causar daño, nos obliga a recordar la amenaza que puede representar este elemento esencial y la obligación que tenemos como sociedad de vigilar, enfrentar y denunciar estos delitos.

Desde tiempos antiguos, el término incendiario se erige como arquetipo de maldad. Un ejemplo es Tiberio Claudio Nerón, último emperador Julio-Claudio. Aunque historiadores descartan su participación en el incendio de Roma del 64 a.e.c., la imagen de él impasible mientras la Ciudad Eterna arde persiste, generando aversión.

A lo largo de los siglos, el incendiario se ha convertido en el epítome del criminal más despreciable. Como señalaba en el siglo XVIII el jurista español Vizcaíno Pérez: “Incendiar casas, mieses, montes, naves u otra cualquier cosa, no siendo por un descuido o casualidad inculpable es de los más atroces delitos si se ejecuta de intento o con deliberación … es gravísimo por los estragos que puede causar a muchos que no le han ofendido, dejándoles en un instante sin los bienes cuya adquisición les costó tantos años de afán y de trabajo, como por las muertes que pueden acaecer”.

El incendiario, por naturaleza, es un individuo difícil de atrapar. Realiza sus actos delictivos en soledad, a menudo resguardado por la oscuridad o, en incendios forestales, oculto en la vastedad del territorio para evitar ser detectado. Además, el fuego mismo borra pruebas, complicando su identificación.

Penas severas y estigmatización

Nuestros ancestros, sin tecnologías modernas, entendieron la importancia de disuadir incendios intencionales, dada la dificultad de identificar a los responsables, a menos que fueran sorprendidos in fraganti, confesaran voluntariamente o hubiera testigos capaces de denunciarlos. Por ello, implementaron penas severas y estrategias de estigmatización social para desalentar a quienes pudieran convertirse en incendiarios.

Los perpetradores enfrentaban la posibilidad de una muerte atroz por hoguera y la certeza de carecer del perdón divino, con la excomunión al ser descubiertos. Refugiarse en iglesias era inviable, ya que la creencia arraigada sostenía que Dios no protegería a seres despreciables. Las consecuencias de sus actos recaerían sobre sus familias, con la confiscación de bienes.

A pesar del avance tecnológico, esta realidad persiste: la vastedad del territorio y la furia de las llamas siguen protegiendo a los incendiarios. La defensa contra estos criminales pasa principalmente por tres vías: la puesta en seguridad del territorio, el civismo (donde aquel que tiene conocimiento debe hablar y denunciar a los responsables, incluso si implica señalar a parientes, amigos o vecinos) y la implementación de campañas de estigmatización social.

Las duras penas en nuestros códigos penales no disuaden lo suficiente a muchos de los incendiarios, pues conscientes de la dificultad probatoria inherente a los incendios, saben que pueden encontrar refugio en las garantías de los sistemas judiciales basados en la presunción de inocencia.

El rechazo social se vuelve, por lo tanto, un elemento clave para disuadir a más personas de convertirse en incendiarios. Además, su arraigo en la visión social fomentará un sentido de responsabilidad en la población para denunciar.

Estigmatizar estas conductas criminales permitirá generar un impacto y rechazo social inquebrantables hacía los incendiarios, lo que hará que muchas menos personas se atrevan a provocar incendios intencionales y la ciudadanía sea más propensa a denunciarlas.


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Su rostro según Concepción Arenal

Se trata de mostrar a la colectividad el verdadero rostro del incendiario, como sus intenciones y deseos. Según las palabras de la penalista española Concepción Arenal, el incendiario es un individuo débil y cobarde, capaz de cometer atrocidades, buscando destruir sin beneficio propio, que premedita el crimen “con fría calma y rastrera alevosía”.

Es un individuo que “busca el fuego, ese monstruo que devora, esa fuerza que destruye, ese ímpetu que aniquila, ese poder misterioso, impalpable é irresistible, enigmático y ciego, que como una furia obediente á la voz del infierno, lleva por mensajero al espanto, deja huellas de desolación, respira ayes, bebe lágrimas, ordena a la muerte que le alce un trono sobre cenizas, y descansa cuando ya no tiene nada que aniquilar”. Un individuo que tiene como objetivo final siempre y solo “destruir los montes, las mieses, y con ellas el sustento y la esperanza de los que no contaban con otra cosa para vivir”.

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