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Los jóvenes y los desempleados son más vulnerables a los mensajes falsos

Una investigación financiada en 2019 por la Fundación Luca de Tena y Facebook constató que, tal y como ya se venía observando en otros países, en España existían grupos de población especialmente vulnerables a la desinformación. Llama la atención que más de la mitad de los españoles ya presentaban entonces un grado relevante de vulnerabilidad ante la desinformación.

Que la amenaza desinformativa hubiese adquirido tales dimensiones antes del estallido de la pandemia no hace sino confirmar que el fenómeno ya era preocupante, aunque luego encontró un caldo de cultivo idóneo durante el confinamiento (la última semana de marzo de 2020 se registró un incremento del 55 % en el uso de las redes sociales en España).

Las variables de la vulnerabilidad desinformativa

El estudio sobre desinformación y perfiles de vulnerabilidad arrojaba luz sobre aquellos factores capaces de generar un caldo de cultivo propicio para los trastornos informativos.

Respecto a la edad, se comprobó que los jóvenes eran el grupo de edad más vulnerable a la desinformación y que, particularmente, el colectivo de adolescentes era el que más sucumbía a los mensajes falsos.

Sobre la posición económica, se descubrió que una situación más favorable parecía reducir la vulnerabilidad a la desinformación, siendo los desempleados y los inactivos los subgrupos con más nivel de vulnerabilidad.

No se pudo determinar la relevancia del nivel de estudios en la vulnerabilidad a la desinformación aunque, de manera muy leve, sí se observó que, a menor nivel de estudios, existía un grado ligeramente superior de vulnerabilidad hacia la desinformación.

También fue mucho más evidente la correlación existente entre el consumo de contenidos en internet: aquellas personas con una exposición superior a tres horas diarias en esta plataforma presentaban un mayor grado de vulnerabilidad a la desinformación.

Las noticias falsas tienen 70 % más de probabilidades de ser retuiteadas

La velocidad y el volumen de contenidos no ayudan a evitar que se acabe diseminando más lo falso que lo verdadero. En 2018, expertos del MIT señalaban que las noticias falsas tienen 70 % más de probabilidades de ser retuiteadas que las verdaderas.

La banalización del influjo potencial de la desinformación puede responder a la gratificación que se vislumbra en su consumo inmediato. Es muy posible que se reenvíen mensajes desinformativos a sabiendas de que lo son, simplemente porque son divertidos y no se vislumbra el daño verdadero que pueden perseguir.

Por eso conviene detenerse en las intenciones menos lúdicas y más estratégicas de quienes entienden la creación de estos contenidos desinformadores como una herramienta de desestabilización.

La adhesión inquebrantable a representaciones simplistas de la desinformación suele ser un buen detector de actores con intereses, que van más allá de la mera trivialización ocasional de algún contenido con potencial desinformador.

Simplificar todo bajo un mismo término –digamos, fake news-— puede ser uno de estos indicadores: interesa más a quienes realmente no quieren combatirlas.

Lo ha hecho, por ejemplo, el expresidente de Estados Unidos Donald Trump. Desafortunadamente, no ha estado solo en su intento de desprestigio de la prensa como contrapoder: a uno y otro lado del espectro ideológico hemos visto en ruedas de prensa la censura a los medios sobre esta base (i)lógica: “Su medio es fake news así que no voy a responder a sus preguntas”.

¿Cuál es la verdad?

Las crisis son también caldo de cultivo para los intentos de sacar rédito personal en el río revuelto de la confusión.

En abril de 2020, por ejemplo, en pleno apogeo del confinamiento durante la primera oleada de covid-19, el ministerio de Sanidad español sugirió cinco cuestiones que los usuarios de redes sociales deberían plantearse cuando se enfrentaran a los contenidos que, por aquel entonces, se publicaban en las redes.

Cuatro de ellas remitían al esfuerzo por cerrar la brecha entre la verdad epistemológica (lo que sabemos) y la verdad ontológica (lo que en realidad es). Así, el ministerio instaba a los usuarios a comprobar, antes de reenviar cualquier contenido:

  1. La fuente (“¿Conozco a las personas o a la organización que ha elaborado lo que voy a compartir?”).

  2. Su función pública (“¿Será de utilidad para las personas que lo van a recibir?”).

  3. Su relevancia (“¿Es tan importante que lo comparta?”).

  4. Su fiabilidad (“¿Es realmente fiable?”).

Por eso, era especialmente llamativo que la quinta pregunta se desviara del noble propósito de crear sociedades mejor informadas: “¿Compartirlo va a colaborar a que podamos sobrellevar mejor todos esta situación?”. Aunque su formulación parecía tener un componente social, transitaba por coordenadas más emocionales y se alineaba con un bien de apariencia sospechosamente más particular: propiciar un clima de opinión más benevolente con quienes gestionaban la crisis.

Como se ve, la línea entre libertad de expresión y la desinformación es muy fina. Ya lo explicaba John Stuart Mill en su ensayo de 1859 “Sobre la libertad”, donde defendía la libertad de discusión porque nos podía acercar al progreso y a la verdad de las cosas.

Según Mill, ejercer la libertad de expresión podía ayudar a aminorar la falibilidad individual consustancial a la condición humana, y solo por eso ya se antojaba como algo deseable. El objetivo, en cualquier caso, había de ser siempre que estuviéramos mejor informados, que fuéramos mejores conocedores de lo que nos rodeaba. La desinformación pretende lo contrario y, como se ha visto, los peligros pueden brotar, camuflados, de la esquina más insospechada.

¿Cómo combatir la desinformación?

Al crecimiento exponencial de las amenazas de la desinformación se irán sumando las que traigan consigo los futuros desarrollos de la IA, como la creación de contenido fabricado (los deepfakes). ¿Qué se puede hacer ahora que la tecnología permite generar contenidos cuya falsedad es casi imposible (o muy costoso, en tiempo y dinero) de detectar? Puede parecer razonable caer en la tentación relativista de cuestionar la verdad misma ante el bombardeo de sucedáneos cada vez mejor disfrazados.

Que el cuestionamiento de la verdad sea uno de los principales objetivos de los diseminadores estratégicos de desinformación es, en realidad, la mejor alerta para que transitemos el camino opuesto. La primera batalla pasa por reivindicar el valor central de la verdad para guiar el debate público. Como afirmaban los periodistas Bill Kovach y Tom Rosenstiel en 2012:

“Un debate entre dos oponentes que basan sus argumentos en cifras falsas o en meros prejuicios fracasa a la hora de informar solo sirve para provocar. Lleva a la sociedad hacia ninguna parte”.

Hay también acciones específicas que devalúan el impacto de la desinformación. Por ejemplo, organizaciones como First Draft han hecho un esfuerzo impagable por desenmarañar conceptualmente el fenómeno.

Bastó con combinar dos elementos, falsedad e intencionalidad, para discriminar al menos tres tipos de trastornos desinformativos: sensacionalismo, bulos y sátiras. Las estrategias para combatir cada una de ellas han de ser distintas, y ahí radica la utilidad de diferenciarlas: las etiquetas específicas nos ayudan a saber mejor a qué nos enfrentamos y cómo hacerlo.

En una sociedad en la que cada vez es menos viable mantenerse al margen de los impactos mediáticos, la exposición inerme al bombardeo suena, cuanto menos, inconsciente. Cuanto antes se dote a los futuros consumidores de contenidos mediáticos de herramientas para discriminar la desinformación, más necesariamente crítica será la sociedad del mañana.


Una versión de este artículo fue publicada originalmente en la revista Telos de Fundación Telefónica.


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