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Tertulia de escritores en el Café Martinho da Arcada, Lisboa, en 1928. Entre los presentes, Raul Leal, António Botto, Augusto Ferreira Gomes y Fernando Pessoa. Wikimedia Commons

Crítica cultural, el recetario de la modernidad

En la sociedad actual, un número cada vez mayor de personas escribe de manera regular. Solo es necesario echar un vistazo alrededor para darse cuenta de la gran proliferación de autoediciones con las que los autores noveles tratan de alcanzar cierta popularidad y dar salida a sus trabajos de creación. En este sentido, los obstáculos que debemos superar para ser leídos y publicados por los grandes sellos editoriales o por editoriales más pequeñas o independientes son numerosos, y la autopublicación o la escritura en internet a través de múltiples y variados blogs parece ser, en muchas ocasiones, la única vía.

En este contexto, resulta cada vez más imprescindible la figura del crítico que asuma la función de orientar y guiar al lector según sus gustos, intereses y sensibilidad. El aluvión de libros que, con mayor o menor ambición literaria, se ocupan de describir las preocupaciones de nuestro tiempo es tan abrumador que es necesario disponer de una guía que pueda orientar tanto al lector más avezado como al menos habituado en el arte de la lectura.

Esta capacidad para discernir, aptitud a la que Bourdieu aludía en su libro clásico La distinción (1979) para referirse a los gustos estéticos en relación con los estilos de vida de cada individuo, está en el origen de la crítica literaria, de arte y cinematográfica, que es el objeto de las líneas que siguen y del artículo publicado en Cultural and Social History.

Orígenes de la crítica

En el primer tercio del siglo XX, la crítica literaria empezó a institucionalizarse, en parte como resultado de la necesidad de acompañar a un mercado editorial en evidente crecimiento y de un público lector cada vez más alfabetizado que a su vez quería acceder a las literaturas de otras latitudes. Así, aparecieron colecciones de traducciones, nuevos géneros (la novela rosa, la novela policíaca) y nuevos lectores (el público femenino o el infantil) y las revistas y publicaciones periódicas acogieron en su seno una crítica literaria cada vez más especializada.

Este crecimiento se debió también a la nueva escena política, social, económica y cultural que surgió después de la Primera Guerra Mundial, un momento en el que muchos actores, tanto de la esfera pública como privada, fueron conscientes del poder de la cultura y la educación como una herramienta de valor incalculable para promover la paz y fortalecer los lazos que se habían truncado después de la gran Guerra europea.

Retrato de la periodista, escritora y traductora Carmen de Burgos y Seguí. Wikimedia Commons

Esta conciencia favoreció la emergente profesionalización de nuevos oficios como el del traductor o el del crítico, pero también redefinió antiguas profesiones intelectuales y posibilitó la creación de asociaciones y sociedades profesionales, a la vez que regulaba los derechos de los escritores, editores, traductores y críticos por lo que respecta a la circulación de su obra.

Esta profesionalización de la crítica literaria no sólo se estableció en el contexto de los Estados-nación, sino que también se gestó en las relaciones que muchos de estos profesionales establecieron más allá de las fronteras nacionales, colaborando con revistas de otros países europeos o del otro lado del Atlántico. De hecho, los intercambios transfronterizos desempeñaron un papel importante en la difusión de la práctica laboral y del surgimiento de una ética de la profesión que ya se había iniciado en 1886 con la Convención de Berna para la protección de las obras literarias y artísticas.

Especialización e institucionalización

En muchos países, el periodismo y la crítica literaria fueron vistos como signos de desarrollo y modernidad. La especialización y división del trabajo intelectual, por un lado, y la institucionalización, por el otro, fueron dos aspectos clave de este proceso de modernización.

La especialización se manifestó a través del interés y disposición de las revistas literarias para explorar culturas extranjeras e incluir en sus páginas secciones de crítica literaria, artística o cinematográfica. En el caso de la literatura, la traducción ocupó un lugar muy destacado en algunas de estas publicaciones y se crearon secciones de literatura francesa, alemana, rusa, italiana, o angloamericana que se fueron ampliando para dar cabida a otras literaturas más alejadas.

Cochero leyendo el periódico durante un descanso. Viena, entre 1905 y 1914. Emil Mayer / Wikimedia Commons

Con el tiempo, surgió una ética profesional por parte de los críticos y el proceso de institucionalización de su oficio propició distintos intentos para organizarse en asociaciones, sociedades u organismos profesionales, a la vez que convocaban premios literarios que prestigiaban la profesión (lo que James F. English ha denominado la “economía del prestigio”) y legitimaban la autoridad de sus orientaciones. Su capital simbólico y su posición dentro del campo literario, así como su papel de profetas o especialistas de su ámbito fueron también factores fundamentales.

Por supuesto, este nuevo modo de organizar la división del trabajo y las profesiones intelectuales tuvo también sus efectos en la capacitación de nuevos lectores y en la captación de consumidores de nuevos productos culturales, que el mercado editorial en desarrollo había puesto a disposición.

Creación de un nuevo gusto literario

La crítica estableció las bases del gusto literario de un segmento variado de lectores que fueron construyendo también su propio criterio y definiendo algunos parámetros para elegir y juzgar un libro o un nuevo género.

De hecho, la mayoría de críticos literarios del período de entreguerras fueron agentes comprometidos con el poder de la cultura y trataron de promover textos de calidad en sus escritos y ensayos periodísticos. Su objetivo era lograr el reconocimiento nacional e internacional, no solo para ser apreciados por sus iguales, sino también por los lectores más experimentados y por el grueso de nuevos lectores que el cambio de siglo empezó a vislumbrar.

Esto se evidencia en los modelos de crítica literaria que empezaron a circular entre los países europeos, pero también en Estados Unidos y América Latina (un modelo de crítica constructiva, pedagógica y educativa, de corte francés en algunos casos, etc.), así como en los diversos contenidos y formatos que empezaron a diseminarse en relación con la crítica. Estos contenidos y formatos apelaron a un objetivo educativo y de creación de un gusto lector, así como a una evidente voluntad de visibilizar la literatura nacional, pero incluyendo también la literatura extranjera como signo de modernidad.

Si bien la crítica literaria se convirtió en una actividad económica e intelectual, la mayoría de críticos literarios no priorizaron el rédito económico sobre la calidad, a pesar de que tomaron en cuenta las demandas literarias de los lectores y la aparición de productos de masas que contaban con grupos de consumidores específicos, como es el caso de las mujeres en relación con la novela sentimental, por ejemplo.

Compromiso con la cultura y la educación

Ninguna de las revistas literarias estudiadas en el artículo de Cultural and Social History encaja por completo en la etiqueta de cultura de masas, en el sentido en el que muchas de estas revistas gozaban de un público más cultivado. Sin embargo, no fueron ajenas a la popularización de la literatura y trataron de reflexionar sobre la literatura más elevada, pero también la comercial con el propósito de atender cuestiones sociales tan relevantes como la educación de las mujeres o la orientación de consumidores menos familiarizados con la lectura.

Mujeres leyendo en la biblioteca parisina Marguerite-Durand,1935-1936. Bibliothèque Marguerite-Duran

De hecho, el compromiso de las revistas literarias con la educación estaba vinculado a su objetivo de impulsar la modernidad y el progreso y la crítica literaria fue considerada como un proyecto colectivo transnacional que se desarrolló entre la democratización y la profesionalización de la literatura a uno y otro lado del Atlántico.

En este sentido, la actividad cultural aparentemente menor de algunos países del sur de Europa se interpretó como un signo de subdesarrollo, y las revistas literarias y culturales, microcosmos de la modernidad, se propusieron llenar ese vacío convirtiéndose en espacios para el debate y la reflexión sobre las novedades literarias de las culturas modernas. Importando la producción literaria extranjera y exportando la nacional, las revistas también contribuyeron a vigorizar la vida cultural de sus países de origen y permitieron el avance del mercado editorial y el desarrollo de la lectura.


Una versión de este artículo se publicó en inglés en el blog del IN3 de la Universitat Oberta de Catalunya.


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