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Una mujer de pie frente a una pared negra con texto en blanco, con un bebé atado a la espalda.
Una mujer con un niño en brazos observa un muro en Kigali con los nombres de las víctimas del genocidio de Ruanda de 1994. Yasuyoshi Chiba/AFP via Getty Images

Hijos de una violación: el devastador legado de la violencia sexual en la Ruanda posterior al genocidio

Advertencia: este artículo contiene relatos de violencia sexual.

El genocidio ruandés de 1994 contra los tutsis provocó el asesinato de más de 800 000 personas, aproximadamente el 70 % de la población tutsi del país. La violencia sin precedentes y los asesinatos masivos de tutsis y hutus no extremistas se llevaron a cabo durante 100 días entre abril y julio de 1994.

Se calcula que 250 000-500 000 mujeres y niñas fueron violadas durante el genocidio por el grupo miliciano Interahamwe, dirigido por hutus, agentes de la policía local y hombres a título individual. Las mujeres hutus también sufrieron abusos por parte de soldados del Frente Patriótico Ruandés.

Hasta el 90 % de las mujeres tutsis que sobrevivieron al genocidio sufrieron algún tipo de violencia sexual.

Aunque la violación solía ir seguida inmediatamente de asesinato, algunas niñas y mujeres sobrevivieron, y sus agresores les dijeron que “morirían de tristeza”.

Violación como arma de genocidio

La violencia sexual se utilizó como estrategia deliberada y arma de genocidio para degradar, humillar y destruir a los tutsis. Tuvo efectos físicos, psicológicos y socioeconómicos devastadores.

La violencia sexual relacionada con los conflictos afecta tanto a los supervivientes de las violaciones como a familias y comunidades enteras. Deja complejos legados intergeneracionales. Esto es especialmente evidente en el caso de los entre 10 000 y 25 000 niños nacidos de la violencia sexual relacionada con el conflicto en Ruanda. A falta de acceso legal al aborto, muchas mujeres violadas dieron a luz en secreto, cometieron infanticidio o abandonaron a sus bebés.

Los “niños del odio”

Los niños nacidos del genocidio –a menudo denominados “niños del odio” por los miembros de la comunidad– se convirtieron en recordatorios vivientes del sufrimiento que padecieron los supervivientes a manos de sus perpetradores. Sin embargo, se ha prestado poca atención a estos niños.

Durante las dos últimas décadas, he estado investigando el impacto de la guerra y el genocidio en los niños y las familias, junto con las consecuencias de la violencia sexual relacionada con los conflictos y sus implicaciones intergeneracionales. Para este último trabajo, he recurrido a cientos de entrevistas, grupos de discusión y métodos basados en el arte con niños nacidos de la violencia sexual relacionada con los conflictos en múltiples contextos postconflicto, y madres que dieron a luz a niños nacidos de estos ataques.

Realicé un estudio en Ruanda que exploraba las realidades de los niños, tanto varones como niñas, nacidos de la violencia sexual relacionada con los conflictos. Investigué cómo 44 madres y 60 niños siguen afectados por la discriminación, la violencia y la marginación socioeconómica tras el genocidio.

Estas niñas y niños –ahora mujeres y hombres jóvenes– han denunciado que la conmemoración anual de Ruanda, que tiene lugar en abril de cada año, rara vez reconoce a los niños nacidos de la violencia sexual relacionada con el conflicto. Su deseo de ser reconocidos, vistos y protegidos se repitió con frecuencia en mi investigación.

Mis conclusiones muestran que las niñas y los niños sufrieron las consecuencias indirectas de las injusticias (de género) cometidas contra sus madres, haciendo del estigma y la exclusión social una experiencia compartida e intergeneracional.

El legado para las madres y sus hijos

Las tensiones étnicas entre la mayoría hutu y la minoría tutsi de Ruanda se remontan al pasado colonial belga en el país. El favoritismo de los belgas hacia los tutsis desencadenó décadas de conflictos y discordia, que culminaron en el genocidio de 1994 contra los tutsis.

Las madres que participaron en mi estudio contaron cómo, como supervivientes, a menudo eran rechazadas y estigmatizadas cuando sus familiares se enteraban de que habían sido violadas. A menudo las expulsaban de sus familias y comunidades.

Como explicó una madre:

“Fue duro porque todo el mundo me abandonaba. Decían que era una esposa de Interahamwe (milicia hutu). Decían que debía morir antes que dar a luz a la hija de un asesino. Pero la crié y la odiaba”.

Estas experiencias tuvieron implicaciones intergeneracionales. La violencia y el estigma sufridos por las madres afectaban directamente a las vidas de sus hijos. Los niños de mi estudio contaron que sus propias relaciones familiares y comunitarias se habían visto empañadas por múltiples formas de violencia, ostracismo y discriminación:

“Un día, cuando estaba con otros niños vecinos, un niño me llamó ‘Interahamwe’. Yo sabía que los Interahamwe eran asesinos durante el genocidio contra los tutsis. Así que fui a casa y le conté a mi madre lo que me había pasado. En lugar de hablar, lloró mucho”.

Dados sus orígenes, los niños nacidos de violaciones por parte de genocidas también luchaban con su sentido de la identidad. ¿Quiénes eran? ¿A dónde pertenecían? Las identidades y herencias de los niños solían estar vinculadas a sus padres perpetradores. Esta madre explicó:

“Vivir (con mi familia) fue duro porque ni siquiera mi familia quería ver a mi hijo… Y lo más duro fue que la persona que me violó (durante el genocidio) mató a mi abuelo. Así que cada día lo recuerdo y es muy doloroso. Y cuando veo a mi hija, veo a su padre en ella… Hay cosas que puedes olvidar, pero hay otras con las que tienes que convivir, y olvidarlas no es fácil… Estoy casada, pero mi marido no la acepta. Así que a veces pienso que las cosas que me han pasado son culpa suya”.

Los niños sufrieron muchas formas de abuso, y las niñas declararon que se les asignaban pesadas tareas domésticas en casa y que eran víctimas de violencia sexual por parte de sus padrastros.

Muchos niños dijeron que vivían en la pobreza, no podían acceder a las beneficios escolares y estaban excluidos de los sistemas de ayuda.

Por ejemplo, el fondo de ayuda a los supervivientes sólo presta apoyo a las personas que estaban vivas y se vieron afectadas por el genocidio entre octubre de 1990 y diciembre de 1994. Esto significa que los niños nacidos de la violencia sexual relacionada con el conflicto que nacieron en 1995 no pueden optar a las ayudas sociales y económicas relacionadas con el genocidio.

Fuerza compartida

Y sin embargo, contra todo pronóstico, muchas madres e hijos encontraron fuerza y apoyo entre ellos. Algunas madres se referían a sus hijos como un “regalo de Dios”:

“La odiaba cuando estaba embarazada. Pero cuando después del genocidio me enteré de que todos los miembros de mi familia habían muerto –mis padres y mis siete hermanos– empecé a desear que naciera para poder tener una familia. Le puse (nombre) porque la quería mucho… por cómo había nacido. Me violaron, así que no poder averiguar quién es su padre me hace sentir como si yo fuera su madre y su padre”.

A su vez, muchos niños mantenían fuertes vínculos con sus madres y destacaban el apoyo y los cuidados que recibían:

“Mi madre es mi mejor amiga. Muchos miembros de su familia le pidieron que me rechazara, pero nunca lo hizo. Al contrario, me cuidó como a los demás niños. Me demostró amor y yo también la quiero”.

Dada la enorme escala de la violencia en Ruanda, su naturaleza íntima de vecino matando a vecino, las pérdidas devastadoras y las cicatrices duraderas, el reto de (re)construir el tejido social es evidente y continúa décadas después. Frente a la profunda adversidad, las madres y los niños han demostrado una fuerza, una capacidad y una resistencia inmensas y compartidas para superar sus historias de violencia.

This article was originally published in English

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