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Una niña vestida de primera comunión se agacha ante un pescador anciano en una caballa al lado de la playa.
Un día feliz, de Joaquín Sorolla. Museo Sorolla/Facebook

La luz de Sorolla también iluminó la realidad social

Joaquín Sorolla (1863-1923) es uno de los grandes maestros de la pintura. Ha pasado a la historia, sobre todo, por la captación de la luz en sus pinturas, por atrapar en sus lienzos las diferencias entre la luminosidad mediterránea y la cantábrica en instantes banales de la cotidianidad para los que su propia familia le sirvió de modelo.

Mucho se ha debatido sobre su pertenencia, o no, a la tendencia impresionista, de la que él siempre quiso desmarcarse para crear su personal lenguaje pictórico. Su riqueza cromática y su luminosidad han hecho que en muchas ocasiones se desdibujen sus comienzos, cuando trataba de abrirse paso en la Escuela de Bellas Artes San Carlos de su Valencia natal, donde ingresó en 1878.

Y olvidamos que en sus primeros pasos fue un gran renovador en su acercamiento al realismo social, tendencia imperante a finales del siglo XIX.

El academicismo del XVIII se interesó, en el arte, por temas creados alrededor de los héroes. Un siglo después, estos dieron paso a hombres y mujeres anónimos que contaban la intrahistoria de España, la vida de los más sencillos, plasmada con gran nobleza y dramaticidad.

Sorolla no quedó al margen de este interés. También hay que tener en cuenta que, progresivamente, estos asuntos adquirirían una mayor aceptación en los certámenes oficiales, a los que el pintor concurría buscando un aval para los inicios de su carrera.

El culmen de estas manifestaciones llegó en 1895, cuando Sorolla ganó la primera medalla en la Exposición Nacional con ¡Aún dicen que el pescado es caro!. Sorolla estaba convencido de que “los premios no hacen a los buenos pintores”. Pero lo cierto es que escribió una carta a su esposa Clotilde, el 15 de junio de 1895, para informarle de que había ganado el preciado galardón con esa obra.

La dureza del mar

Dos hombres se inclinan sobre otro hombre inconsciente en la cubierta de un barco de madera.
¡Aún dicen que el pescado es caro!, de Joaquín Sorolla. Museo del Prado

Mediante una paleta de colores terrosos el pintor pone ante nuestros ojos la dura vida de los pescadores. El mar idílico al que estamos acostumbrados en su pintura deja paso al realismo social.

Seguramente le inspiró la literatura de su amigo Blasco Ibañez, quien en la novela Flor de Mayo (1895) había relatado el accidente de una cuadrilla de marineros en alta mar y la muerte del más joven, Pascualet, en la playa valenciana del Cabañal.

Los pinceles de Sorolla también atrapan con profunda humanidad la impotencia de dos experimentados marineros ante la figura desvalida del joven herido. Un argumento que explica la intensidad expresiva de los rostros, ajados por el sol, y de los gestos de las manos desgastadas por el trabajo. Sorolla, con un lenguaje pictórico único, trasluce el dramatismo del instante, exaltando la sencillez de los anónimos pescadores. La vibración de sus pinceladas genera una veracidad capaz de competir con la fotografía de finales del siglo XIX.

Antes de abordar las considerables dimensiones de esta pintura (151,5 x 204 cm), Sorolla realizó dos estudios preparatorios para estudiar su escenografía: Bodega de una embarcación. Valencia e Interior de una barca.

Estas obras, practicadas sobre lienzo y sobre cartón, recrean el interior de las barcas con sus motivos trabajados casi a modo de bodegones, con una notable diferenciación de texturas: la rugosidad de la maroma, la áspera madera del tonel y el brillo de las escamas de los peces, fuertemente iluminados por la luz que entra por la escotilla del barco.

La psicología marinera

La unidad, el dominio técnico y la captación psicológica de sus personajes se aprecia en otras pinturas menos conocidas de la etapa inicial de Sorolla. En Pelando patatas (1891, colección particular) un solitario pescador prepara su sustento diario. Y en La bendición de la barca en la playa del Cabañal (1895, Colección Masaveu, Museo de Bellas Artes de Asturias), la mirada de un joven pescador nos invita a participar de la solemne ceremonia.

Pintura de un hombre pelando patatas sentado en la cubierta de un barco.
Pelando patatas, de Joaquin Sorolla. Wikimedia Commons

La sobria paleta cromática que tiñe los ropajes de primer término contrasta con la luminosidad del Mediterráneo, donde un velero apenas esbozado permite contrastar la dureza del trabajo de los pescadores con la imagen gozosa del mar en tiempo de ocio, una percepción que dominará en las imágenes posteriores de Sorolla.

El tinte religioso también es protagonista del realismo social en El día feliz (1892, Museo di Arte Moderna e Contemporanea, Udine). Aquí, con gesto de gran ternura, una niña que ha recibido su Primera Comunión acude a obtener la bendición de su abuelo, ciego y enfermo, en la sencilla cabaña de unos pescadores.

Igualmente en este caso, Sorolla preparó su composición con dibujos y bocetos previos para presentarla a la Exposición Nacional de 1892, declarando que se trataba de una de sus obras favoritas. Tampoco en ésta falta la referencia directa al Mediterráneo a través de la puerta abierta de la estancia, pretexto para un estudio de claroscuro en la definición del espacio.

Desigualdades en tierra

Una mujer sentada en un banco de madera de un vagón de tren y vestida de negro, mira al suelo ante la vigilancia de un guardia civil.
¡Otra Margarita!, de Joaquín Sorolla. Mildred Lane Kemper Art Museum

La denuncia de las desigualdades sociales en esta primera época de Sorolla excede el ámbito marinero. La dura realidad también se hace presente en ¡Otra Margarita! (1892, Kemper Arte Museum, Washington), donde una mujer viaja de Valencia a Madrid esposada y custodiada por la Benemérita por haber dado muerte a su hijo.

Sorolla se inspiró en una imagen que él mismo vio en una viaje en tren para evocar la Margarita de uno de los mejores dramas del siglo XIX: Fausto de Goethe. En él, Margarita, loca de amor por el protagonista, es encarcelada por matar al hijo ilegítimo que tiene con él.

Un pobre vagón se repite como marco espacial para Trata de blancas (1894, Museo Sorolla), con cuatro jóvenes prostitutas acompañadas por su alcahueta, con rostro de honda preocupación.

En un compartimento de tren, diferentes mujeres vestidas como campesinas descansan ante la mirada de una señora mayor que las observa, vestida de negro.
Trata de blancas, de Joaquín Sorolla. Museo Sorolla

En estas obras Sorolla se muestra como pintor del ser humano en su esencia, y esto provoca la especial conmoción del espectador, que propició el reconocimiento del que gozó en vida, convirtiéndose en referente de la cultura española de su época.

Esta admiración perdura en la actualidad, como manifiestan las exposiciones celebradas con motivo de su centenario. Sorolla, en su incansable y versátil productividad, es el pintor de la luz y del color, de la inocencia de los niños, de la playa, la familia, el dolor, la enfermedad… Y también es el pintor del realismo social, atrapando con sus pinceles la precariedad de vida hasta el punto de “glorificar el dolor del vivir de los más humildes”.

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