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La selección: los engranajes de la memoria

Aunque nos parezca una preocupación muy contemporánea, no es algo nuevo. El miedo a que se nos atrofie la memoria por culpa del acceso inmediato a la información ya lo experimentó Sócrates hace casi 2 500 años con la tecnología disruptiva de su tiempo: los textos escritos. Más tarde, la invención de la imprenta también suscitó recelos entre la intelectualidad de la época.

¿Hay motivos para la alarma? Pensemos en un caso muy concreto: los números de teléfono. Con la irrupción de los móviles en nuestras vidas, ya no memorizamos ninguno –a veces ni el nuestro–, lo que nos priva de ese ejercicio de retentiva. Que no cunda el pánico: como señalaban Carmen Noguera Cuenca y José Luis Cimadevilla, psicólogos de la Universidad de Almería, las asistencias digitales pueden ayudarnos a liberar recursos cognitivos para emprender tareas mentales que requieran más atención. Otro cantar es que las máquinas y algoritmos acaben recordando, pensando y creando por nosotros.

Generalmente asociamos la memoria a la capacidad de archivar y recuperar voluntariamente datos o experiencias, pero es solo una de sus funciones. La falta de uso –tecnología o no mediante–, el envejecimiento y las enfermedades neurológicas erosionan sobre todo esos recuerdos episódicos, mientras que la llamada memoria procedimental resiste mejor los embates. Gracias a ella aprendemos a hablar, a montar en bici o a tocar el piano, por ejemplo.

Un revelador estudio demostró que los niños con lesiones en el hipotálamo (el centro de operaciones del primer tipo de memoria) no se acordaban del último programa de televisión que habían visto, pero sí eran capaces de adquirir vocabulario y se relacionaban con su entorno normalmente.

Además, hay que tener en cuenta que nuestra facultad de recordar no es un mecanismo infalible, como recuperar una película de un disco duro. Cada vez que evocamos una vivencia, la memoria la reconstruye con experiencias similares y rellena las lagunas. De ahí surgen “fallos del sistema” como los falsos recuerdos.

No obstante, a veces ocurre lo contrario. José A. Morales García, neurocientífico de la Universidad Complutense de Madrid, nos relataba cómo el olor a serrín le había transportado súbitamente al taller de carpintería de su padre en su Toledo natal. Determinados aromas, impregnados de contenido emocional, pueden embarcarnos en ese tipo de viajes involuntarios en el tiempo.

El factor sentimental también explica, en parte, por qué algunos enfermos de alzhéimer pueden acordarse de la letra de canciones enteras sin titubear. Está demostrado que la música ayuda a los pacientes neurológicos a retener información verbal, y por eso los psicólogos la usan como herramienta en sus sesiones de terapia.

Adicionalmente, los científicos han identificado dos áreas que se activan con intensidad cuando recuperamos nuestros recuerdos musicales del pasado: la corteza premotora y el giro cingulado superior. Son las que más aguantan la neurodegeneración y el paso del tiempo.

Tal vez haya fantaseado alguna vez con disfrutar de lo que popularmente se conoce como “memoria fotográfica”. Pues cuidado con lo que desea. Algo así le ocurre a Jill Price, aquejada de un trastorno llamado hipertimesia. Jill vive su “superpoder” como una condena: es incluso capaz de rememorar cada una de las veces que su madre le dijo que estaba engordando durante la adolescencia, y con el mismo peso emocional que sintió entonces. Los recuerdos la avasallan, mientras que el resto de sus capacidades cognitivas incluso adolecen de ciertas carencias.

No está de más recordarlo: también es necesario olvidar.

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