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Mujer mirándose en un espejo roto.

¿Tenemos todos personalidad múltiple?

Entre 1998 y 1999, Koldo Larrañaga acabó con la vida de la abogada Begoña Rubio y del empresario Agustín Ruiz, aunque la policía siempre sospechó que cometió dos asesinatos más. Una despiadada carrera criminal ha colocado a este asesino en serie en un capítulo muy destacado de la crónica negra de Álava. Su valoración más técnica la realizó durante el juicio por estos hechos el psiquiatra Miguel Gutiérrez, cuyo informe forense concluía que Larrañaga era un psicópata.

Sin embargo, una de las declaraciones que más sorprendió al Dr. Gutiérrez fue cuando el acusado, sin mostrar el más mínimo remordimiento por los asesinatos cometidos, manifestó que lo “único que le preocupaba era qué iba a pensar su hijo”.

Un individuo que fue capaz de asestar 17 puñaladas a la abogada Begoña Rubio, a la que no conocía de nada, parecía en ese momento un padre preocupado. ¿Cómo es esto posible?

Un psicópata, ¿es todo el rato un psicópata?

La intuición nos sugiere que, si una persona es extraordinariamente perversa, lo es en todas las esferas de su vida. Y, por lo tanto, afecta a todas sus relaciones sociales y familiares. Pero, como acabamos de observar, la personalidad de Koldo Larrañaga no respondía a esta lógica.

Y no es el único. En la práctica profesional forense podemos conocer individuos despiadados y crueles que, no obstante, pueden adorar a sus madres, desvivirse por el bienestar de un hermano, entristecerse con los achaques de su mascota, etc.

Basta tomar como ejemplo al sanguinario Amon Goeth, el asesino más infame de la Alemania nazi. Este comandante de Hitler mostró compasión por la prisionera judía Natalia Karp después de su interpretación de un nocturno de Chopin al piano. Tanto es así que le perdonó la vida el mismo día de su llegada al campo de concentración de Płaszów, donde había sido trasladada para ser fusilada.

Todos tenemos “personalidad múltiple”…

Estas paradojas incomprensibles solo parecen cobrar sentido bajo el prisma de la teoría de la personalidad modular. Esta teoría sugiere que todos poseemos lo que popularmente se conoce como personalidad múltiple. Es decir, una personalidad dividida en varios “yoes” diferentes que prestan atención a distintos tipos de información y recuerdan experiencias pasadas diferentes. También pueden albergar sentimientos dispares sobre el mismo asunto y, quizás, aspiran a objetivos vitales muy diversos.

Lo fascinante es que existe una base neurológica para explicar esta “compartimentación” de la personalidad. Un estudio de 1991 de los neurocientíficos J. Grigsby y J. L. Schneiders, confirmado por trabajos posteriores, sostiene que el comportamiento humano puede comprenderse mejor a la luz de los datos actuales sobre la organización estructural del sistema nervioso central. El cerebro, desde este enfoque, estaría organizado como un sistema modular en constante interacción con el entorno.

Una buena noticia que podemos añadir a este hallazgo es que nuestras variopintas contradicciones cotidianas tendrían una explicación científica. Como también las de los criminales.

… pero no todos tenemos un trastorno de identidad

De hecho, trasladando esta idea de la personalidad modular hasta un extremo patológico, nos encontraríamos ante un desorden psíquico conocido como trastorno de identidad disociativo.

En cierto modo, lo podríamos considerar un mecanismo de defensa ya que, en ocasiones, este trastorno se presenta en menores víctimas de maltrato severo o abuso sexual continuado. El estrés de una guerra o una catástrofe natural también pueden generar un trastorno disociativo. En todos estos casos, sería un recurso psicológico para postergar el trauma vivido a un “alter ego” (a otro yo).

Esta enfermedad mental se manifiesta como una perturbación de la identidad caracterizada por dos o más personalidades bien definidas. Cada una de ellas puede tener un nombre, una historia personal y características propias. Un inconexo rompecabezas que genera un perturbador malestar psicológico.

También delata una evidente desestructuración y discontinuidad de la identidad, que es lo que marca una de las diferencias más relevantes con los individuos que no padecemos el trastorno disociativo, aunque compartamos la citada personalidad múltiple.

Por lo general, los humanos disfrutamos de la sensación de que nuestras experiencias conscientes están enlazadas en un único flujo continuo e indisoluble que llamamos “yo”. Sin embargo, todo parece indicar que la idea de un cerebro “global” con áreas totalmente interconectadas al mando de nuestro aprendizaje y de nuestra forma de gestionar los recuerdos no es del todo precisa.

Una aproximación criminológica

Debemos admitir que la teoría de la personalidad modular, de alguna forma, nos obliga a salir de una especie de “zona de confort mental” desde la que se entiende mejor el mundo, es más previsible y resulta más fácil simplificar para formular juicios y dictar condenas. Esa que nos hace asumir que si alguien tiene un comportamiento antisocial, “es” sólo una persona antisocial. Que si alguien roba, “es” sólo un ladrón. Y que si alguien mata, no “es” nada más que un asesino.

Pero la realidad suele ser bastante menos simple. Desde una aproximación criminológica, debemos analizar la conducta delictiva de un individuo teniendo en cuenta su contexto y antecedentes. Y desde esta perspectiva, tomar en consideración sus creencias, sus pensamientos y vivencias.

Debemos analizar, en definitiva, qué “función” cumple el crimen en el escenario que ha sido llevado a cabo y contrastarlo con el repertorio de conductas no criminales de la persona evaluada.

Es muy comprensible el efecto catártico que conlleva calificar a un criminal como un “monstruo”. Lamentablemente, este “diagnóstico” no nos va ayudar mucho a resolver el problema. Todos somos poliédricos. Y coexisten lados de oscuridad, con lados, quizás, de esperanza.

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