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Estatua de Edward Colston siendo arrojada al río durante una protesta de Black Lives Matter en Bristol, Reino Unido. CC Search, CC BY-NC-SA

Derribo de estatuas: ¿revanchismo inculto o legítima rebeldía?

El derribo de estatuas impulsado por movimientos como el actual Black Lives Matter (BLM) en Estados Unidos y en otros países no es algo nuevo ni necesariamente insano: muestra cómo la sociedad se relaciona con su patrimonio y pasado. En este caso, se relaciona reivindicando los espacios públicos al servicio de todos/as.

En estas últimas semanas hemos visto en distintas partes del mundo el derribo de estatuas en espacios públicos. Estos hechos han sido tachados de revisionismo, iconoclasia o erradicación histórico-cultural. Estos conceptos, sin embargo, no sirven para definir y entender el significado de dichos actos de protesta.

Ni revisionismo, ni iconoclastia, ni erradicación cultural

Revisionismo implica narrar algún acontecimiento o proceso histórico sin tener en cuenta el contexto. Negar hechos del pasado, como el holocausto judío, también es revisionismo. Ambos casos son malas prácticas de narración histórica. BLM, sin embargo, no está haciendo revisionismos históricos.

Ciertamente, en épocas pasadas el racismo estaba más normalizado. Eso no quiere decir que no hubiera voces discordantes: la erección de estatuas como la de Cecil Rhodes fueron foco de crítica y rechazo. BLM no busca sacar de contexto el racismo, solo señala que era un rasgo compartido por muchas de las personas que hoy disponen de una estatua pública.

Erradicación cultural se puede entender como el intento de exterminar, con violencia simbólica o armada, rasgos culturales de una determinada comunidad. Por ejemplo, los procesos de colonización de las épocas moderna y contemporánea. BLM no busca exterminar rasgos culturales de ninguna comunidad. A diferencia de los casos históricos de purificación de monumentos por parte del poder, estos son “movimientos populares con la intención de contrarrestar la superioridad y homogeneización”. El movimiento busca el respeto y aceptación de diversas culturas siempre que no entren en contradicción con esta premisa. Quieren crear espacios públicos que no supongan recordar unos valores que ya no son aceptados o aceptables en la sociedad actual.

Iconoclasia se puede entender como la negación del culto a las imágenes sagradas –normalmente destruyéndolas y persiguiendo a quienes sí veneran dichas imágenes. Aunque se han dado múltiples episodios de iconoclasia en distintas regiones y épocas, el término tiene su origen en la Bizancio del siglo VIII d.C. y responde a unas características históricas muy concretas.

Una lucha con el presente, no con el pasado

Esto, en cierta medida, nos puede recordar a otras prácticas históricas. Por ejemplo, la damnatio memoriae, en donde la población se relaciona con la esfera de lo público dañando elementos de un pasado no deseado en el momento en que se realiza ese castigo material. Yannis Hamilakis ya ha analizado y negado que los movimientos actuales sean iconoclastas: las estatuas no son imágenes sagradas destinadas a que las personas las veneren, son representaciones de dominio y poder.

Así pues, el derribo de estatuas por parte de BLM y movimientos afines no encuadra en ninguna de estas definiciones. No luchan contra el pasado, sino más bien contra el presente: reniegan de maestros y normas socialmente perjudiciales de raíz histórica pero aún presentes. Buscan cambiar la homogeneización y desigualdad presente, no el pasado.

Entender el patrimonio

Las estatuas atacadas son patrimonio, en este caso con un profundo significado colonial. Por ello es necesaria una reflexión sobre el papel activo del patrimonio y su función socio-cultural en nuestro presente.

Una cosa es el análisis histórico y otra el patrimonio. La rigurosidad histórica permite entender los sistemas de valores y creencias de cada época y cultura. Gracias a esto sabemos que no se está erradicando nada; el pasado no es presente. Es en este presente donde debemos saber qué queremos y qué no queremos del pasado, entendiendo que nuestros valores y creencias no son los mismos que antaño. Son nuestras ideas actuales las que marcan que ya no queremos dar espacio público, legitimar, a figuras del pasado que han quedado desfasadas.

Una publicación reciente ofrecía una interesante reflexión:

¡Como si las estatuas no tuvieran fecha de defunción y tuviéramos que sentirnos más identificados con ellas que con aquellos que ven pisoteada su dignidad por lo que representan!

Efectivamente, los derechos y dignidad de los más desfavorecidos están por encima de los de una estatua, máxime si ésta honra la memoria de una persona que obliteró la vida de otras. Modificar los espacios públicos tiene incidencia sobre la dignidad de las personas.

Por este motivo, el patrimonio debe estar siempre supeditado a una continua reflexión y crítica, y es susceptible de ser resignificado o remodelado si choca frontalmente con la lucha –material o simbólica– por una sociedad más justa e igualitaria.

¿Símbolos históricos o símbolos de poder?

Alfredo González-Ruibal reflexionaba que las estatuas no tienen tanto que ver con la historia como con el poder. Por su parte, Richard Drayton nos recuerda que erigir estatuas es una iniciativa patrimonial tomada siempre por parte de quienes tienen poder.

Mediante estas estatuas, se fuerza la inclusión simbólica de su poder en espacios públicos. Drayton sugiere que no es necesario seguir respetando en el presente dicha intrusión del poder; no hemos contraído un contrato a perpetuidad. Todo paisaje, ya sea urbano o rural, está en continuo cambio propiciado por los distintos agentes que viven en él. Este cambio responde a distintas condiciones y valores propios de cada momento. Por ello, si en nuestro ahora rechazamos el colonialismo y el racismo, ¿no es ya momento de transformar nuestras ciudades?

Con ello no se busca destruir el pasado, sino renegociar lo que queremos en nuestro presente de dicho tiempo pretérito. Muchas veces es más importante lo que no se dice que lo que se dice y, en el caso del patrimonio o la historia, a veces es más importante entender –y atender a– los silencios.

El ejemplo del Valle de los Caídos

Para acercar el caso de BLM resulta útil recordar el suceso de El Valle de los Caídos. Profesionales de la historia no dudaron en su momento en relacionarse con este patrimonio de una forma muy distinta: las propuestas oscilaban desde exhumar al dictador hasta remodelar/resignificar dicho conjunto patrimonial, sin olvidar algunos actos simbólicos in situ que revelan un trasfondo ideológico preocupante.

En este debate, los sectores conservadores se enarbolaron como defensores de un patrimonio que, según ellos, debía de permanecer tal como fue en el pasado para el resto de la eternidad. Dicho sector tachó en su momento los esfuerzos de resignificación patrimonial como negacionistas, revanchistas, o revisionistas o dignos de talibanes.

No sin cierta ironía, ahora algunas personas, incluyendo historiadores/as, se muestran contrariadas por la retirada de estatuas iniciada por BLM.

En realidad, la raíz del debate en torno a las estatuas y El Valle son las mismas, e igualmente legítimas. Eso sí, es cierto que estos actos simbólicos no son suficientes para cambiar el sistema que mantiene desigualdades como el racismo –ya lo decía Malcolm X. Pero es un comienzo.

Erradicar la celebración del pasado, no el pasado en sí

Nuestros actos no rehacen la historia, serán parte de esta. Quitar estatuas coloniales y confederales no erradica el pasado, es una forma de parar la celebración del legado colonial y racista.

Una estatua, ya esté en un espacio público, bajo las aguas de un río o en un museo, sigue siendo patrimonio. Lo único que variará a los ojos de la historia será cómo haya decidido una sociedad concreta que dicho patrimonio tome presencia. Ya sea preservándola a la vista pública o no, será patrimonio y reflejará las distintas maneras de relacionarse con él.

Ahora nos toca decidir cómo relacionarnos con el pasado, legitimando o no su legado patrimonial e ideológico, en nuestro presente. Y hemos de tener en cuenta un matiz añadido: las protestas no son solamente antirracistas. Son anticapitalistas. No es fortuito el surgimiento de este movimiento en un momento en el que el sistema capitalista está bajo una gran tensión y probable mutación. Renegociar el patrimonio en pos de un presente más justo e igualitario es un acto legítimo; esperemos que sirva para que se produzcan cambios socioeconómicos también.

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