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La economía después de la pandemia

“(…) el faraón tuvo un sueño: Estaba de pie junto al río Nilo cuando, de pronto, del río salieron siete vacas hermosas y gordas que se pusieron a pastar entre los juncos. Detrás de ellas salieron otras siete vacas, feas y flacas, que se pararon a orillas del Nilo, junto a las primeras. ¡Y las vacas feas y flacas se comieron a las vacas hermosas y gordas!”

(Génesis 41, 1-4)

No es posible todavía evaluar el coste económico de la pandemia: depende de lo que dure el confinamiento, de las medidas que tomen los gobiernos respecto a mantener o a cancelar las actividades económicas no esenciales y de la capacidad de resistencia de empresas y autónomos.

Las estimaciones sobre la caída del PIB son tajantes y auguran un escenario sombrío para la economía europea.

La economía o la vida

Pero, más allá de las consecuencias económicas, la crisis del coronavirus vuelve a recordarnos la fragilidad de la vida humana, a pesar de los vaticinios optimistas del historiador Yuval Noah Harari en Homo Deus, de que la humanidad ya había desterrado el hambre, la guerra y la peste.

No sabemos si esta epidemia vendrá seguida de otras; si fuera así, habrá que aprender a convivir con la idea de que un organismo microscópico puede hacer tambalearse el sistema capitalista en todo el mundo.

Como consecuencia del coronavirus, el descenso en la producción y el consumo tendrá un importante impacto en el número de puestos de trabajo, en los ingresos de la familias y en la capacidad de recuperación económica en España, en Europa y en el mundo entero.

Por el momento, los gobiernos se mueven entre o confinar a todo el mundo, que sería la mejor solución en términos sanitarios pero implica un grave perjuicio para la economía, o mantener la actividad económica al precio de un probable colapso sanitario y, por tanto, de un elevado coste en términos de vidas humanas.

El dilema es: “O la vida o la economía”.

¿Cómo atender a esta crisis?

Más allá de la gestión de la crisis sanitaria, todos los gobiernos están discutiendo medidas de choque para hacer frente a la situación posterior.

Como el objetivo es recuperar la actividad económica cuanto antes, las propuestas giran alrededor de mantener la liquidez de empresas y trabajadores. Para ello se plantean diversas medidas fiscales, como la rebaja en algunas tasas y la moratoria en el pago de ciertos impuestos; y monetarias, con apertura de líneas de crédito avaladas por el Estado para facilitar la financiación del capital circulante.

En esta coyuntura, el Banco Central Europeo ha dado luz a un plan de compra de 750.000 millones de euros en activos públicos y privados.

Con estos fondos se asegura a los gobiernos europeos financiación para sus planes de estímulo, pero hay quien plantea incluso que se repartan entre la ciudadanía, en una aplicación casi literal del concepto de “helicopter money (helicóptero del dinero)”.

Algunos gobiernos europeos han pedido la emisión de eurobonos, pero ante el rechazo de otros países de la UE, esta opción se ha dejado a un lado (al menos de momento).

Lo que decía Keynes

Todo el mundo puede relacionar estas medidas con las propuestas básicas de John Maynard Keynes, el economista que inspiró la mayoría de las políticas socialdemócratas europeas después de la Segunda Guerra Mundial. Con ellas, Europa pasó de la miseria y devastación de 1945 a la prosperidad y bienestar generalizados en 1965.

Hay que tener presente que Keynes no proponía aumentar sistemáticamente el gasto público y la oferta monetaria. Lo que proponía era una política anticíclica: dotar a los gobiernos y bancos centrales de la capacidad de impulsar la economía con medidas expansivas cuando la coyuntura lo requiriese, para luego revertirlas cuando la economía creciese por sí sola.

Una buena política económica no consiste en endeudarse, consiste en tener recursos para hacer contratación pública, ayudar a las empresas y a las familias en tiempos de crisis y garantizar siempre los servicios públicos.

Si esto puede lograrse financiando el sector público con impuestos, tanto mejor. Solo cuando cae la actividad económica, y con ella, la recaudación pública, es inevitable el déficit público y el endeudamiento.

El problema es que esta crisis ha pillado a la mayoría de los países de Europa con una deuda pública ya superior al 80% del PIB y con el Banco Central Europeo emitiendo dinero desde 2008 para financiarla, lo que reduce el margen de maniobra frente a la actual crisis.

Años de vacas flacas

Keynes lo dijo hace noventa años; José, hijo de Jacob y esclavo israelita que acabó asesorando al faraón de Egipto como intérprete de sueños lo dijo milenios atrás: después de siete años de vacas gordas, suelen venir siete de vacas flacas.

Es faena de la autoridad competente (sea un faraón o un gobierno democrático) llenar la despensa durante los primeros siete años para poder mitigar los efectos de la crisis cuando llegan las vacas flacas.

Esta idea la tienen muy interiorizada los políticos y economistas nórdicos, y, por supuesto, el Bundesbank. Su tradición luterana les ayuda a respetar la austeridad como un buen hábito, según la teoría weberiana.

Además, el recuerdo de la pesadilla de la hiperinflación que vivieron sus padres y abuelos después de las dos guerras mundiales les mantiene vigilantes frente a políticas monetarias excesivamente laxas.

Pero, en ocasiones, en las instituciones europeas se imponen las tesis de los países del sur, menos disciplinados fiscalmente, y partidarios de prolongar indefinidamente las medidas expansivas del Banco Central Europeo.

Ahora, cuando nos acordamos de Keynes para hacer frente al enorme frenazo económico provocado por la pandemia, resulta que tenemos poco margen para aplicar sus recetas. Es el problema de acordarse de Santa Bárbara solo cuando truena.

Bienvenidas las ayudas públicas, el dinero del helicóptero y los eurobonos. Pero no olvidemos que habrá que devolverlo todo y no es justo dejar la deuda a nuestros hijos. El calentamiento global ya es un legado suficiente.

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