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Aprobación de la ley que regula la eutanasia, ¿y ahora qué?

La aprobación de la ley que regula la eutanasia en España supone que un acuerdo de la ciudadanía va a ampliar nuestras posibilidades personales, pues nos permitirá decidir cómo vivir el final de nuestra vida con la comprensión y ayuda de los demás. Solo faltan el paso por el Senado, la ratificación en el Congreso y su publicación en el BOE.

En nuestro sistema sanitario, hasta el año 2020, podíamos hacernos cargo de nuestra enfermedad y muerte, rechazando o aceptando los tratamientos indicados desde la medicina, incluidos los cuidados paliativos, la sedación, la nutrición o el soporte vital. También podíamos, junto a los profesionales sanitarios, planificar anticipadamente las decisiones y redactar nuestro documento de voluntades o testamento vital.

A partir del año 2021, también podremos solicitar que nos presten ayuda para morir administrándonos directamente fármacos o que nos los prescriban para que nos los autoadministremos.

Como ha ocurrido en otros países, aquí finaliza el tiempo del “a favor” o “en contra” y comienzan las reflexiones y conversaciones sobre lo que haré yo y lo que responderé al otro si me interpela o me pide ayuda.

Las preguntas van a ser difíciles: ¿qué hago ahora conmigo?, ¿qué debo hacer con los otros?, ¿qué es lo correcto?, ¿lo bueno?, ¿qué valores promuevo?, ¿cuáles vulnero? Responderlas va a requerir que conozcamos los hechos, hagamos juicios, tomemos decisiones, actuemos y que, privada y ahora también públicamente, asumamos las consecuencias.

Condiciones y alcance de la ley

Dejando para otra ocasión definiciones, disposiciones y excepciones, podemos empezar por conocer con mayor detenimiento los límites que establece nuestra sociedad en este acuerdo convertido en ley. Las condiciones y las características para poder ampararse en ella y las personas que participarán durante el proceso general de ayuda.

Los requisitos exigidos son tener nacionalidad española, ser residente o llevar al menos doce meses de empadronamiento en España y padecer “una enfermedad grave incurable o un padecimiento grave crónico e imposibilitante”. La enfermedad y padecimiento deben ser causantes de sufrimiento físico o psíquico, sin posibilidad de alivio aceptable, que se experimente como constante, intolerable e incompatible con la dignidad.

La enfermedad o el padecimiento han de provocar en la persona fragilidad progresiva, limitaciones de la autonomía física que incluyen la dependencia tecnológica, disminución de las posibilidades de valerse por sí misma para las actividades de la vida diaria y afectación de las capacidades de expresión y de relación.

A lo anterior se sumará que, con seguridad o gran probabilidad, no se curará ni mejorará, y que según el propio juicio vulnera la dignidad, intimidad e integridad.

La ley también requiere ser mayor de edad y con madurez y autonomía suficiente para pensar y decidir sobre la propia vida y la muerte.

Pero el texto legal solo puede delimitar territorios comunes que, dada la compleja geografía de cada persona y de sus circunstancias, son muy variables. De aquí que señale que va a ser imprescindible recibir información y tener conocimiento y comprensión sobre la propia situación, sobre el proceso médico y también sobre los recursos clínico-asistenciales –incluidos los cuidados paliativos– y las prestaciones a la dependencia.

Además, se deberán conocer las alternativas y las consecuencias de la decisión y tomarla sin apresurarse. Será necesario también tener capacidad de interactuar con los demás sin dejarse llevar por influencias indebidas, injerencias o presiones sociales, económicas o familiares. Y, por último, saber decidir y comunicar las decisiones, haciendo entender a los demás lo que se pide y por qué, demostrando que se cumplen las condiciones personales requeridas.

Las personas implicadas

Respecto a la compañía, la ley no puede poner condiciones ni tareas a quienes aman, consuelan, acompañan y padecen con la persona que se plantea su final. Lo que sí hace es obligar a que haya en este proceso personas con funciones específicas: un médico o una médica responsable, coordinadora y referente, un médico o una médica consultora experta en la enfermedad o padecimiento y siete miembros –número mínimo– de una Comisión de Evaluación y Garantía, nombrada en cada comunidad autónoma.

La ley encarga a estos profesionales que asistan a cada persona, que accedan y cumplimenten su historia clínica, que la entrevisten, informen, resuelvan sus dudas y deliberen con ella. También que verifiquen todo el proceso antes y después, denieguen o autoricen la ayuda y la lleven a cabo.

En realidad, van a tener mucho control de todo el proceso. Podrán detectar los problemas, comprobar la realidad sobre la que actúa esta ley y elaborar informes públicos que nos permitirán saber más sobre nosotros y sobre nuestra sociedad. Estas personas van a tener un enorme poder y una actividad muy difícil. Necesitaremos que tengan formación, experiencia y actitudes a la altura de esa responsabilidad.

Los plazos y trámites

Por último, la ley establece un circuito y unos plazos antes de que se produzca la muerte solicitada.

Habrán de transcurrir cuarenta días, como mínimo, desde la primera solicitud. Durante ese tiempo, la persona solicitante tendrá reuniones con la médica o el médico responsable, una o más entrevistas con el médico o la médica consultora y, posiblemente, con dos miembros –médico y jurista– de la comisión. Todas ellas podrán autorizar o denegar la ayuda, en cuyo caso se abrirán nuevos plazos para alegaciones, revisiones y nuevas decisiones.

Solo cuando todo esté resuelto se podrá recibir legalmente la ayuda para morir con una autorización que simboliza el permiso otorgado por nuestra sociedad.

A partir de ese momento, se acordará un lugar –domicilio o centro sanitario–, una fecha y una hora en la que el médico o la médica responsable o un profesional sanitario competente, llevará a cabo la eutanasia o prescribirá los fármacos para que sea la propia persona quien se los administre. Solo ella podrá, en cualquier momento y lugar, retrasar o anular esos actos.

Esto es lo que sabemos porque, de momento, no tenemos ninguna experiencia sobre la aplicación de esta ley. Una ley que no obligará a nadie, que será igual para todos y todas, y que amparará a quienes la requieran para llevar adelante su propio proyecto de vida.

Pienso que, a medida que se aplique y se hagan públicos los actos de ayuda a morir, rebrotará el pensamiento dilemático, fruto de la heteronomía ética y de la pereza intelectual: egoístas o altruistas, deontologistas o utilitaristas, lobos o corderos, apocalípticos o integrados, buenos o malos, individualistas o comunitaristas, amos o esclavos, conservadores o progresistas, salvadores o asesinos, etc.

También pienso que no hay respuesta que resuelva definitivamente nuestra incertidumbre sobre el bien morir, porque solo somos seres sabedores de nuestra finitud, que intentamos vivir y morir bien en esta época concreta. Seres doloridos, esperanzados y lúcidamente conscientes de que no podemos conocer nuestro futuro, ni controlar todas las circunstancias y de que siempre necesitaremos de los otros.


La versión original de este artículo fue publicada en la revista digital Campusa, que recoge noticias destacadas de la UPV/EHU.


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