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Campaña electoral, insultos y contaminación lingüística

Campaña electoral” viene a ser sinónimo de guerra de palabras. Y, ya se sabe, la primera víctima en una guerra es la verdad. No hay discurso más devaluado que el de una promesa electoral. Pero el ser humano es olvidadizo y tropieza con frecuencia en la misma piedra.

Lo primero que se aprecia en el discurso político de campaña es que da vacaciones al matiz, al dato objetivo, a la reflexión ponderada producto de un pensar sosegado.

La crispación sustituye a la discrepancia. El efectismo deslumbrante del eslogan, a la palabra sencilla y razonada. El superlativo se enseñorea de la enunciación. No se habla, se grita. El léxico puramente emocional fagocita el mensaje. Se impone un discurso hiperbólico. Y, paradójicamente, detrás de un enunciado de apariencia bella y empática, no hay, por lo común, una persona de carne y hueso. A poco que se escarbe, solo emerge el argumentario dictado por el partido.

El discurso político recuerda hoy, cada vez más, a los intercambios lingüísticos de los programas de telerrealidad: los conocidos, para entendernos, como reality shows. Según ha observado el lingüista italiano Raffaele Simone (2015), “en estos formatos el juego se basa sobre todo en discusiones violentas, en las que no gana el que aporta soluciones más ricas sino el que golpea con más fuerza”.

Es la política un espectáculo que ya vemos incluso en el Congreso de los Diputados y en el Senado: insultos y linchamiento, viralizados luego a golpe de meme o de TikTok. Y no digamos si el insulto va contaminado de odio, “el arma de destrucción masiva de más largo alcance”, como dice Manuel Vicent.

La retórica del insulto

Insultar es agredir verbalmente. Aristóteles, y con él toda una tradición retórica que llega hasta nuestros días, situaba la agresión verbal en el polo opuesto de la argumentación racional, con un extraño paralelismo entre piedra y palabra. “Palabra y piedra suelta no tienen vuelta”, reza un refrán popular.

Giuseppe Verdi, en su ópera Rigoletto, hace decir al protagonista, mientras este sigue con la mirada a Sparafucile: “¡Somos iguales! Yo con la lengua y él con el puñal. ¡Yo soy el hombre que ríe; él, el que mata!”.

También Kafka enfatizó esta imagen de la palabra como precursora de la agresión física. Y, cómo no, Ortega y Gasset, para quien “el grito es el preámbulo sonoro de la agresión, del combate, de la matanza” (El hombre y la gente).

Por otra parte, quien insulta o esgrime argumentos ad personam está confesando su propia incapacidad de ponderar: toda una manifestación de debilidad mental, de menoscabo de discernimiento.

Un político español, ministro él, durante la legislatura que ahora termina, se atrevió incluso a defender la necesidad de “naturalizar los insultos”. Por fortuna, tal desvarío recibió la adecuada respuesta de otra ministra del mismo Gobierno, pero de distinto partido: “En una sociedad democrática, los insultos nunca son justificables, ni en las redes sociales, ni en ninguna otra parte”.

A quienes contemplan el espectáculo desde fuera del escenario político, es decir, a los destinatarios del mensaje electoral, siempre les quedará la sabia actitud de Antonio Machado: “A distinguir me paro las voces de los ecos”.

Pararse a distinguir las ideas de los exabruptos, la emisión matizada, del grito visceral; el raciocinio, del insulto a la inteligencia; la reflexión ponderada, del tópico prêt-à-porter (adjetivos como sostenible, inclusivo, sexista, facha, negacionista, progre…), diseñado en el think tank o laboratorio de ideas del partido. Y es que la compleja realidad social no se presta a discursos polarizados del tipo blanco o negro. Ofrece una inmensa gama de grises.

El irrespirable clima social

Victor Klemperer, superviviente de la persecución nazi, abogó por la necesidad de discernir los discursos en su estudio sobre La lengua en el Tercer Reich: “La resistencia a la opresión comienza por cuestionar el constante uso de palabras de moda”. Y aquí es obligada la cita de la novela 1984, de George Orwell.

El académico y autor teatral Juan Mayorga, Premio Princesa de Asturias de 2022, en un discurso sobre la trascendencia de las palabras, afirmaba:

“No dejará de parecernos cosa de magia que las palabras puedan tanto. Que puedan darnos tanta felicidad y hacer tanto daño. Que puedan amenazar a una persona o enamorarla, unir a un pueblo o dividirlo, declarar una guerra o detenerla”.

Al igual que, por fortuna, somos cada vez más sensibles a la contaminación ambiental, no vendría mal estar en guardia con respecto a la contaminación lingüística, que contagia y a veces hace irrespirable el clima social, que puede resultar tóxico y destructivo para la vida civil de la sociedad y sus instituciones.

He aquí una útil y relevante tarea para lingüistas, académicos e investigadores del discurso público: detectar y denunciar falacias conceptuales, eufemismos mendaces, palabras de camuflaje, tópicos vacíos que enrarecen el ecosistema semiótico de la antroposfera.

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