Narciso Ibáñez Serrador (Montevideo, 1935-Madrid, 2019), Chicho para los telespectadores, llegó a Madrid a principios de los años 60, cuando la televisión española apenas estaba aprendiendo a gatear. Aprovechó su ingente conocimiento televisivo, adquirido de su trabajo como realizador en Argentina, para aportar la dosis de innovación que le convertiría en una de las figuras clave de la historia de la televisión española.
Pero retomemos la pregunta inicial, que muchas personas se habrán hecho: ¿por qué darle el Goya de Honor a Chicho, un premio cinematográfico, si siempre ha hecho televisión? Estas líneas surgen para dar respuesta a esa cuestión.
Llegan las Historias para no dormir
Comenzaremos recordando su celebérrima serie para la pequeña pantalla, Historias para no dormir, que sirvió de ariete para introducir en todos los hogares españoles el Caballo de Troya que contenía terror, ciencia ficción y fantástico.
En un país donde primaba la producción de comedia, melodrama y musicales, no había apenas precedentes de estos siniestros géneros. Quizás Bécquer o Espronceda en lo literario habían servido como referentes, pero no existía un corpus terrorífico tan sólido como pudieran tener en la literatura anglosajona (recordemos a Mary Shelley, Robert Louis Stevenson o Bram Stoker).
El genio y la osadía de Chicho se abrieron paso entre lo establecido y apostaron por dar a los espectadores algo novedoso. Su fama se multiplicó al ser el protagonista de las presentaciones de cada capítulo, en donde realizaba una introducción, de un modo didáctico, para contextualizar el episodio que se iba a emitir.
Su amor por el género y su habilidad como realizador dieron como resultado esas Historias que aún hoy permanecen en las retinas de muchos de nosotros, aunque las disfrutásemos posteriormente, en diferido, durante las múltiples reposiciones.
Con ese éxito cosechado parecía que el siguiente paso lógico era el cine, tras haber tocado los palos del teatro y la televisión.
Un pionero del cine fantaterrorífico español
En 1968 se estrenó una película emblemática, La marca del hombre lobo, escrita y protagonizada por Paul Naschy (otro de los padres del cine de terror español) y dirigida por Enrique Eguiluz.
Ésta se considera la película inaugural del fantaterror español y fue un gran éxito en taquilla. Tal fue su recaudación que los productores comenzaron a sumarse al carro del género, ya que no requería de grandes inversiones monetarias, parecía ser bastante rentable y tenía un tremendo éxito popular.
Por supuesto, se interesaron por Chicho y, junto con la productora Anabel Films, se puso en marcha la que se presentaba como la película más cara del cine español hasta la fecha, según la revista Cineinforme, con, aproximadamente, 300.000 euros de presupuesto, La Residencia.
Está película nació con vocación internacional y fue acompañada de una enorme campaña publicitaria para captar al público, que no dudó en dejarse convencer por el gran maestro televisivo, catapultándola al Olimpo de las películas más taquilleras del cine español de todos los tiempos.
A pesar de que la censura la calificase con un “4”, es decir, “gravemente peligrosa”, y se suprimieran algunos planos, es evidente la habilidad de Chicho para contar la historia de unas extrañas desapariciones en una residencia para señoritas de dudosa reputación, en donde subyacen historias de sadomasoquismo, incesto y relaciones lésbicas. Solo un director con una enorme pericia narrativa sería capaz de burlar la censura con esa carga de morbo y sexualidad latente, tan concentrada que parece una olla a presión a punto de estallar.
Y, precisamente, esa delicadeza y sutileza para contar los temas más duros y crudos es lo que fascina de su primera película. Su debut cinematográfico fue un cuento gótico ambientado a principios del siglo XIX, haciendo uso de lo oculto, del contraluz, de lo sugerido… para generar tensión y suspense, con un final completamente inesperado.
El anhelado regreso no podía estar más alejado de esta primera incursión en el terror. ¿Quién puede matar a un niño? fue su segundo largometraje, radicalmente opuesto al clasicismo de su anterior filme.
Si en su primera película encontramos planos sostenidos, amplios, reposados, en este encontramos primeros planos, un montaje trepidante y barroco y, sobre todo, el terror a plena luz del día. De hecho, la marca diferenciadora de este filme, aparte del desolador argumento que no debemos destapar, es, precisamente, la osadía de crear terror mediante lo mostrado, haciendo de la luz la principal aliada para invocar nuestras peores pesadillas, aquellas en las que los inocentes deciden vengarse por las injusticias padecidas (como bien marca el arranque del filme).
Su legado
A todo esto hay que sumarle su implicación pedagógica. Ibáñez Serrador fue un niño enfermizo y solitario que, durante la infancia, devoró todos aquellos libros sobre historias de terror y ciencia ficción que tuvo a mano. Con este bagaje no es extraño que decidiera volcar todo su conocimiento sobre el terror clásico en su primera película, creando una obra tan siniestra como elegante, para dar paso, en su segundo filme, al terror a plena luz del día y con unos elemento amenazadores inverosímiles como son esos niños de ¿Quién puede matar a un niño?.
Su maestría para contar historias ha perdurado hasta nuestros días, influyendo en muchos de los directores actuales más exitosos. Él mismo cuenta cómo, tras ganar la Ninfa de Oro en el festival de Montecarlo, en 1967, por su telefilme El asfalto, se acercó a dar ánimos al segundo clasificado, un joven talentoso y algo abatido por la derrota que se llamaba Steven Spielberg.
Sin irnos tan lejos, directores como Álex de la Iglesia, Paco Plaza o Juan Antonio Bayona no se cansan nunca de citarle como una de sus máximas influencias. Y no es para menos: si con tan solo dos películas fue capaz de revolucionar el cine español, ¿quién sabe qué hubiera podido conseguir si la televisión no nos hubiera arrebatado al director de cine?