Las personas tenemos una profunda necesidad de expresarnos y de comunicarnos. Este anhelo se ha canalizado desde los orígenes del ser humano, entre otras formas, a través de la expresión artística, ya sea en forma de canto, danza, pinturas murales, o vídeos e imágenes en Instagram. El arte es capaz de impactar de una manera que otros canales no consiguen; nos conmueve, nos inquieta, nos irrita y a veces nos convence.
Definir el arte es una ambición que ha seducido a grandes figuras en nuestra historia, desde Da Vinci, a Freud o Marcel Duchamp. Para el primero, el arte era una forma de conocimiento; para Freud la satisfacción indirecta de un deseo reprimido, y para Duchamp (podía ser) un urinario.
El gran historiador del arte Ernst Gombrich decía que no existe el arte, sino los artistas. Son esas personas presas de la necesidad irrefrenable de expresar sus inquietudes por medios plásticos. Ese relato a veces tiene que ver con emociones íntimas, pero siempre universales, y otras veces con mensajes sociales, o incluso políticos. El arte es también un mecanismo para catalizar y canalizar el pensamiento crítico. Ahí encontramos a Goya con sus Caprichos, a Picasso con su Guernica o a Banksy con sus grafitis.
La relación entre arte y cambio social
La relación entre arte y poder y la relación entre arte y cambio social existen desde que el mundo es mundo. Todos los sistemas y gobiernos se han apoyado en los artistas y en su privilegiada capacidad para comunicar y transmitir valores e ideales. Lo hicieron los egipcios, lo hizo la iglesia en el Renacimiento y sigue haciéndose hoy. Para eso están las pirámides de Gizah o la Catedral de Santa María del Fiore en Florencia, además de para generarnos un tremendo gozo. El arte no “necesita” ser útil, pero puede serlo.
El movimiento del Land Art, de los años 60 del pasado siglo, puso de relieve un movimiento ecológico emergente. Amplió los límites del arte, reivindicó los materiales naturales utilizando rocas, tierra o agua, además de producir piezas in situ en parajes remotos fuera de las galerías, y realizó además con esto una denuncia a la comercialización de la creación artística.
Ahí tenemos a Ana Mendieta con sus “Silueta Series” o Robert Smithson con su “Spiral Jetty”. En el arte observamos siempre intuiciones, tendencias, porque el arte es también la brújula y el termómetro del cambio social. Hace apenas un año los actores de “Sun & Sea”, en el Pabellón de Lituania, ganador del León de Oro de la última Bienal de Venecia de 2019, ponían sobre la mesa cuestiones relacionadas con el frágil estado medioambiental de nuestro planeta.
Un nuevo movimiento resuena en los medios en los últimos tiempos, “Artivismo”. Esta corriente busca, por medio del arte, expresar y generar un mayor compromiso social en retos políticos, económicos o sociales. Ahí emergen también nuevas formas de coleccionismo, como el de Francesca Thyssen-Bornemisza y su fundación TBA21. Si la sostenibilidad es uno de los retos más acuciantes de nuestra generación, el arte es sin duda la herramienta contundente para dar visibilidad a ese reto, para generar concienciación social y desencadenar el cambio.
Tiempos de deterioro ambiental y desconexión emocional
Pasamos muchas horas frente a las pantallas; nuestro contacto con la naturaleza es mínimo y las relaciones con otros seres vivos, incluidos humanos, se limita en muchos casos a esos dispositivos.
Vivimos momentos de deterioro socioambiental, y desconexión emocional con todo aquello que no seamos nosotros y nuestro entorno más inmediato. Tal y como señalaba Juan Ignacio Vidarte, director general del Museo Guggenheim Bilbao, durante la semana de la sostenibilidad en IE University, los museos tienen la responsabilidad de educar y el museo lo hace en parte concienciando e inspirando: liderando con el ejemplo a través de la gestión a nivel operativo de sus propias instalaciones (reducción de su huella de carbono, reciclaje…) y por supuesto a través de su programa expositivo.
Sin ir más lejos, lo hacen ahora con su exposición “En la vida real”, de Olafur Eliasson, en la que el artista nos invita a reflexionar sobre cómo percibimos y comprendemos el mundo que nos rodea, utilizando para ello materiales como musgo, agua o niebla.
Eliasson nos sumerge en una experiencia multisensorial única. Educar a través del arte tiene la ventaja de que genera un tipo de memoria, la emocional, que suscita una poderosa respuesta fisiológica inconsciente.
Así, el arte pasa de ser el resultado de una creación autónoma con un fin en sí misma a convertirse en una potente herramienta que nos invita a cuestionar lo que ocurre en nuestro entorno y a transmitir valores, generando cambio y transformación en los espacios sociales. Ahí el museo y el resto de instituciones educativas compartimos la bonita misión de educar y desarrollar en nuestras audiencias el pensamiento crítico.