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Una estudiante de arquitectura de la London School of Economics, junto a un Apple Macintosh, en 1986. Wikimedia Commons/ LSE, CC BY

Cómo la contracultura y los ordenadores portátiles se adueñaron de nuestra vida

El anuncio con el que la compañía Apple lanzó en 1984 el primer ordenador Macintosh resumía un sueño de libertad largamente perseguido por los visionarios de la contracultura.

Emitido durante la retransmisión del partido de la Superbowl, el vídeo había costado un millón de dólares y estaba dirigido por Ridley Scott, quien había demostrado en Blade Runner su capacidad para alumbrar las fantasías especulativas de la era tecnológica.

Anuncio del primer Macintosh de 1984.

Inspirado en la novela distópica de George Orwell, en él una tropa de hombres de cabeza rapada y uniformes grises marchaban hacia una sala de cine. Interrumpiendo las palabras del Gran Hermano y perseguida por un ejercito de antidisturbios, una joven atlética hacía girar un gigantesco martillo en el aire y lo arrojaba sobre la pantalla. Su acto producía un estallido deslumbrante.

IBM se desmorona

En el entorno de las telecomunicaciones de la época resultaba palmario el mensaje que Apple quería hacer llegar al consumidor estadounidense. Se trataba de una batalla entre David y Goliat: la del pensamiento de la diversidad frente al pensamiento único; la de los emprendedores que trabajan por proyectos frente a las monolíticas jerarquías empresariales; la de los rompedores e inconformistas frente a las caducas, pero sólidas, estructuras totalitarias.

Su nuevo producto, un ordenador personal pensado por primera vez para un público masivo, pretendía romper con el monopolio de IBM (el Gran Hermano, alias «Big blue»), que imperaba en el mercado de la tecnología informática desde hacía tres décadas. A mediados de los años 60, su influencia era tan dominante que las demás compañías se veían limitadas a hacer «lo que IBM optaba por no hacer, o bien a producir accesorios para el equipo de aquella».

Dos décadas más tarde, sin embargo, la ceguera del gigante ante las posibilidades del negocio emergente de los ordenadores personales comenzaba a hacer temblar su monopolio. Las empresas de Sillicon Valley irrumpían transformando la imagen de la tecnología informática y su relación con el ser humano.

Fueron los protagonistas del giro cultural de izquierdas en los años 60 quienes popularizaron en gran medida las posibilidades de la digitalización y el manejo de datos. Lo hicieron en base a una promesa de liberación que pretendía dar la espalda a los valores tecnocráticos de planificación y racionalización propios de las sociedades industriales avanzadas.

Estaban arropados teóricamente por visionarios como Buckminster Füller y Marshall McLuhan e inmersos en los efectos de la música rock amplificada electrónicamente y las luces estroboscópicas que reproducían los efectos ocasionados por el LSD. Así, los jóvenes de la contracultura norteamericana convirtieron los ordenadores personales en símbolo de una utopía social y política.

El Macintosh

Ejemplar del Whole Earth Catalog. Akos Kokai / Wikimedia Commons, CC BY

La publicación underground editada por Stewart Brand, Whole Earth Catalog (considerada por Steve Jobs como la «Biblia» de su generación) es tal vez el ejemplo más claro de esta exótica mezcla entre «sabiduría rústica y tecnología avanzada». Este particular catálogo alcanzaría gran difusión entre las comunas rurales estadounidenses. Y, sobre todo, se convertiría en un importante precursor de la idea de internet. Ponía al alcance del lector conocimientos de todo tipo en un entorno colaborativo. Junto a resúmenes científicos, ensayos sobre espiritualidad oriental, equipos de acampada y consejos para la protección del medio ambiente, gestaba entre sus páginas una nueva consideración de la tecnología como herramienta de transformación.

Tras regresar de un viaje espiritual a la India y poner a la venta su furgoneta Volkswagen, Steve Jobs se entregó, por tanto, a un sueño que era ya colectivo. Buscaba transformar los ordenadores, democratizando estas máquinas e integrándolas en organizaciones que esquivasen las antiguas e inmovilistas jerarquías de poder basadas en el control centralizado de la información.

El primer Macintosh no logró nunca ser un éxito de ventas. Sin embargo, integraba una interfaz gráfica de usuario mucho más intuitiva que los antiguos comandos. También un ratón, invento que fue concebido por Douglas Engelbart como un modelo de simbiosis entre ser humano y máquina.

Su espíritu sigue presente hoy en los múltiples diseños de portátiles, tabletas y teléfonos inteligentes con los que interactuamos como si fueran una extensión de nuestros propios cuerpos.

Un ordenador blanco, con un monitor cuadrado, pantalla pequeña, y un teclado y un ratón también blancos.
El Macintosh 128K, nacido en 1984. Benoît Prieur/Wikimedia Commons

El ordenador individualista

Sin embargo, el tiempo ha demostrado que esta no es la historia triunfal de una liberación. Es, entre otras cosas, la de un viaje acompasado hacia el futuro individualista en el que ahora estamos embarcados.

Al tiempo que aprendíamos a mirar las máquinas como utensilios de uso personal al servicio de la democratización de la información, los mismos ecos antijerárquicos y las mismas aspiraciones de autonomía que fructificaron en los años 60 y 70 calaban también entre los consultores. Una década después, éstos contribuyeron a la puesta en marcha de los dispositivos de la nueva gestión empresarial. Su objetivo era hacer las condiciones de trabajo más atractivas, mejorar la productividad, desarrollar la calidad y aumentar los beneficios.

Como ha señalado Art Kleiner, quien fuera redactor del Whole Earth Catalog antes de dedicarse a la historia y la consultoría empresarial, «al tiempo que la influencia de la contracultura se propagaba, un puñado de directivos comenzaron a poner en entredicho las principales premisas sobre las que se asentaban las empresas para las que trabajaban».

Frente a las jerarquías estáticas y la fidelidad a la empresa, el espíritu del «nuevo capitalismo» promueve desde hace tiempo cualidades «sacadas directamente del repertorio de mayo del 68». Entre estas se incluyen valores como la autonomía, la espontaneidad, la movilidad, la apertura a las novedades, la disponibilidad, la creatividad, la intuición visionaria, la sensibilidad ante las diferencias, la atracción por lo informal y la búsqueda de contactos interpersonales.

De la organización social a la flexibilidad

Cuenta el sociólogo Richard Sennett cómo en 1994 comenzó a reunirse con un grupo de programadores que habían sido despedidos un año antes de las tres fábricas de IBM situadas en el Hudson Valley de Nueva York.

Hasta mediados de los años 80, IBM representaba el modelo de empresa paternalista fundada en los cimientos de una fidelidad transmitida a los empleados mediante cursos de golf, servicios de atención a los niños, hipotecas y otros servicios sociales. Pero a comienzos de la década siguiente el gigante azul entró en una situación agónica, porque sus productos habían sido desbancados por el milagro de la pequeña tecnología.

Para adaptarse a los nuevos tiempos, la empresa transformó su rígida organización jerárquica. Instauró fórmulas más flexibles, orientadas a ofrecer más productos en menos tiempo. Redujo en un tercio la plantilla y contrató a algunos de sus antiguos empleados como trabajadores externos, sin beneficios sociales y sin un puesto fijo en la empresa. El nuevo capitalismo flexible se abría paso. Con él, lo hacía la flexibilización de los espacios y los tiempos. Esto dio paso a unas vidas marcadas por el signo del cambio y la consecuente denigración de la rutina.

Aquellos trabajadores de IBM se culpaban a sí mismos de no haber sido suficientemente emprendedores, suficientemente valientes, suficientemente inconformistas. Se culpaban, por tanto, de no haber encarnado los valores que representaba la joven del anuncio de Apple que interrumpía el discurso del Gran Hermano.

Un edificio redondo de oficinas iluminado en un atardecer.
Centro de Investigación Thomas J. Watson de IBM en Yorktown Heights (Nueva York), en Hudson Valley. Simon Greig/Wikimedia Commons, CC BY

Desde entonces han pasado ya casi cuarenta años. La imagen del individuo que trabaja desde casa con su portátil y su teléfono móvil, conciliando trabajo, ocio y vida privada, se presenta como una consecuencia inevitable, e incluso deseable. Al fin y al cabo, la estabilidad y seguridad que proporcionaba el antiguo modelo capitalista, basado en las rígidas estructuras de las grandes empresas centralizadas y burocratizadas, podía convertir a los individuos en un mero engranaje de una maquinaria despersonalizada.

Sin embargo, los monstruos que produce este nuevo sueño de democratización tecnológica nos acechan. Hoy habitamos una sociedad hiperconectada a la que le faltan entornos de solidaridad locales. Las comunidades virtuales fomentan el sectarismo y el radicalismo. Muchos han considerado la brecha digital como una de las principales causas del auge de la ultraderecha. Y, en general, tenemos unas vidas que se enfrentan con ansiedad a un futuro incierto y a la imposibilidad de establecer límites claros entre lo laboral y lo personal.


Una versión de este artículo se publicó en catalán en la revista Compàs d'amalgama .

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