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Derek Shapton/Knopf, AP

Cormac McCarthy: mística, minimalismo y cataclismo en la frontera

La reputación de Cormac McCarthy como escritor de ficciones oscuras y violentas ha llevado a que sus editores declararan explícitamente que su muerte se ha debido a “causas naturales”.

Normalmente, la muerte de un autor famoso a la edad de 89 años podría considerarse como parte del ciclo natural de las cosas, pero las frecuentes descripciones de McCarthy de tramas con asesinatos horribles, y la juiciosa discusión del suicidio en su novela más reciente Stella Maris, tal vez indujeron a Penguin Random House a hacer hincapié en que el fallecimiento del autor se produjo de manera convencional, adornado por la edad y los honores.

Dada su turbulenta historia personal con el alcohol, los divorcios y las penurias económicas durante la primera parte de su carrera, tal consumación nunca fue una apuesta del todo segura. Sin embargo, McCarthy acabó siendo un importante escritor de ficción estadounidense, aunque una figura compleja y a menudo controvertida, cuyas obras eran inquietantes.

Uso abrumador del lenguaje

Nacido como Charles McCarthy en el seno de una acomodada familia católica de Rhode Island en 1933, McCarthy adoptó posteriormente su seudónimo “Cormac” como recuerdo de su ascendencia irlandesa. Se crió en Tennessee, y sus primeras novelas, El guardián del vergel (1965), La oscuridad exterior (1968) y Suttree (1979), están inscritas en el humor del profundo sur estadounidense.

Aunque estas obras fueron recibidas con respeto, no se vendieron bien, pero llamaron la atención de Saul Bellow, Premio Nobel de Literatura en 1976, quien elogió su “uso absolutamente abrumador del lenguaje”.

Tras recibir una beca MacArthur en 1981, por recomendación de Bellow, McCarthy viajó a Texas, Nuevo México y otras partes del suroeste de Estados Unidos. Fue allí donde encontró su voz más duradera y distintiva.

Sus libros más famosos, Meridiano de sangre (1985) y la Trilogía de la frontera –Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (1994) y Ciudades de la llanura (1998)– se caracterizan por representar asuntos de vida y muerte en términos de violentas relaciones culturales entre Estados Unidos y México. Al refundir la historia estadounidense con la larga sombra de su vecino del sur, McCarthy proyecta una memorable contranarrativa frente a la retórica más convencional del optimismo que durante mucho tiempo se ha asociado a los modelos estadounidenses de libertad e individualismo.

La carretera (2006), una sombría obra de devastación apocalíptica que ganó el Premio Pulitzer de ficción al año siguiente, también tocó la fibra sensible del público por la forma en que combinaba los habituales escenarios de desolación de McCarthy con ansiedades particulares en torno a la amenaza del cambio climático.

En el mundo de McCarthy, el cataclismo es un estado de cosas normativo, en el que la guerra y la violencia son realidades primordiales. El comportamiento humano a lo largo de los siglos se retrata como fundamentalmente insensible al cambio.

McCarthy en el estreno de la película La carretera en 2009. Evan Agostini/AP

Aunque, por lo general, McCarthy se mostraba inflexible en sus convicciones artísticas, a lo largo de su carrera reveló su voluntad de acomodar esta estética siniestra a géneros y formatos más accesibles. Su sanguinaria novela policíaca No es país para viejos (2005), sobre un asunto de drogas que sale mal, fue llevada al cine por los hermanos Coen.

Innovación intelectual

Más recientemente, McCarthy se esforzó por integrar material científico complejo en formas narrativas, con el resultado final de un par de novelas complementarias publicadas el año pasado: El pasajero, ambientada principalmente en Nueva Orleans, y Stella Maris, que transcurre en un hospicio psiquiátrico de Wisconsin. Las preocupaciones de McCarthy en estas últimas obras giran en torno a la disminución de las capacidades humanas y la fractura de la conciencia liberal a través de las presiones coercitivas de la ciencia nuclear, los sistemas de vigilancia y el big data.

Pero aborda estas sombrías preocupaciones en un lenguaje a menudo desenfadado y cómico: incluso las ejecuciones de los servicios secretos y las autolesiones personales se convierten en materia de comedia autocrítica. “El sufrimiento forma parte de la condición humana y hay que soportarlo”, dice un personaje de El pasajero. “Pero la miseria es una elección”.

McCarthy nunca fue un escritor fácil, y sus novelas oblicuas y multidimensionales se han puesto menos de moda en la era Facebook, en la que triunfan el encanto de las historias personales y la seducción de lo auténtico.

El arte de McCarthy, por el contrario, estaba moldeado por el minimalismo y la impersonalidad estilística de escritores modernistas clásicos como Ernest Hemingway, junto con las formas más abstractas del posthumanismo que discutía con sus amigos científicos en el instituto interdisciplinar de Santa Fe, donde pasó muchos de sus últimos años de trabajo. Concedía pocas entrevistas y era reacio al tipo de autopublicidad que se ha convertido en la norma en el mundo del marketing literario.

Sin embargo, aunque a un nivel más modesto, conservó parte de la mística que rodea al autor masculino carismático o reclusivo tan habitual en la literatura estadounidense del siglo XX, desde Hemingway hasta J.D. Salinger y Thomas Pynchon.

McCarthy también fue criticado en ocasiones por sus limitadas representaciones de los personajes femeninos, y, en este sentido, junto con muchos otros, podría considerarse un escritor tradicional del Oeste americano.

Sin embargo, sería un error clasificar los logros de McCarthy de forma demasiado restrictiva. Aunque generalmente se consideran pesimistas, los textos de McCarthy también exploran de forma intelectualmente innovadora las interconexiones y tensiones entre las culturas blanca protestante e hispana católica en América. También trazan cruces entre los seres humanos y los animales, los sistemas sociales y el medio ambiente y, quizá lo más significativo, la racionalidad y sus fallos o limitaciones ontológicas.

En la frontera, título del segundo libro de la trilogía fronteriza de McCarthy, podría considerarse en este sentido un epítome del conjunto de su obra, que sondea puntos de conjunción y disyunción en el terreno cultural estadounidense.

Sus novelas durarán tanto como la propia literatura estadounidense, aunque en esta era de la tecnología digital, el propio McCarthy, con su mordaz sentido del humor, sin duda habría reconocido entre risas que la duración de esa vida útil es en sí misma una cuestión abierta.

This article was originally published in English

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