¿Quién lo hubiera dicho? La célebre frase pronunciada por el expresidente de Ecuador Rodrigo Borja Cevallos en 1991, en la Conferencia Paz para el Desarrollo, y repetida diez años después por el expresidente Gustavo Noboa Bejarano en su Informe a la Nación de 2002, de que Ecuador es una “isla de paz” en el mundo, ha perdido completamente su sentido, y de forma preocupante, al inicio de la tercera década del siglo XXI.
Porque Ecuador se ha convertido inesperadamente en uno de los países más violentos del mundo, calificado por la ONU como un país “bajo estrés”.
Según un estudio realizado por la organización independiente Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, el país se sitúa como el undécimo más violento del mundo, junto a Siria, Irak y Afganistán.
La terrible clasificación se complementa con el puesto 96 del mundo de 146 países (23 de 32 a nivel regional) en el Índice de Estado de Derecho de 2023 (World Justice Project), un documento que monitoriza y evalúa factores como los límites al poder gubernamental, la ausencia de corrupción, la apertura política, los derechos fundamentales, el orden y la seguridad, el cumplimiento normativo, la justicia civil y la justicia penal.
Hace menos de cinco años, en 2019, Ecuador aún era considerado uno de los países más seguros de América Latina, con una tasa de 6,7 muertes violentas por cada cien mil habitantes. Hoy, está al borde de una tasa de 45 muertes.
Esto en medio de un escenario caótico de gobierno desordenado en el que conviven simbiótica y contradictoriamente grupos mafiosos consolidados, bandas criminales, mafias, cárteles transnacionales, pandilleros, actores criminales penetrados por el Estado y delincuentes comunes, todos legitimados en estructuras ecosistémicas, si aludimos al mundo líquido en el que vivimos hoy. Es decir, un mundo en el que lo sólido ha sido superado para convertirse en un entorno moldeable, cambiante, fluido, volátil, incierto y vertiginoso.
Estos actores, a través de sistemas de conexiones relacionales o vínculos subterráneos, están asociados a los mercados criminales que existen en Ecuador, incluyendo narcotráfico, tráfico de armas, tráfico de vacunas, minería ilegal, trata de personas, cibercrimen, corrupción de cuello blanco y tráfico de recursos naturales.
La economía del narcotráfico impulsa la delincuencia
Sin embargo, la variable detonante de este fenómeno de violencia e inseguridad en el país, considerado el músculo de las actividades delictivas, es la economía política del narcotráfico. Y no sólo de la cocaína, sino también de la heroína y, más recientemente, de la destructiva droga sintética fentanilo.
La narcotización de la economía criminal se debe a varios factores: la ubicación del país, ya que Ecuador se encuentra en medio de los mayores productores de cocaína del mundo; la economía dolarizada, atractiva para el lavado de dinero; la poca capacidad de reacción de los instrumentos de control e instrucciones del Estado para mapear y hacer un seguimiento de las diversas rutas de transporte aéreo, marítimo y terrestre de la droga que entran y salen del país; causas estructurales, como el desempleo y el empleo informal, sociedades con desarrollo desigual y no incluyente; y la fuerte influencia de los medios de comunicación, especialmente las redes sociales, en el grupo poblacional de millennials y centenials, cada vez más seducidos por la “cultura del narcotráfico” como modelo de liderazgo, poder y dinero fácil.
Crisis del sistema penitenciario
Entre los muchos factores que han desencadenado la actual crisis de seguridad sistémica se encuentra la reducción del presupuesto del Gobierno central para la renovación del sistema penitenciario del país hace varios años. Así, durante 2014 estalló la crisis de la inversión social, que aumentó en 2020 con la pandemia, lo que llevó al despido de funcionarios de prisiones y a la eliminación de direcciones en el sector de la justicia. De hecho, en el gobierno del expresidente Lenin Moreno se eliminó el Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos, creándose la Secretaría de Derechos Humanos y el SNAI.
Todo esto llevó a una falta de claridad en el manejo de los graves problemas carcelarios y a un aumento del hacinamiento de personas privadas de libertad en los 34 centros de detención. Y ha diluido la posibilidad de pensar en la construcción de un modelo penitenciario adecuado, abriendo la posibilidad de que las cárceles se conviertan en centros de articulación de diversos delitos que, con el tiempo, se han convertido en retaguardias estratégicas de los capos de la droga.
División internacional del trabajo criminal
Estos capos han conformado alianzas estratégicas –como brazos operativos– de cárteles transnacionales del narcotráfico, para recibir beneficios económicos de la división internacional del trabajo criminal, pero también profesionalización en el manejo de mercados criminales, especialización en tareas delictivas (custodia, extorsión, lavado de dinero, minería ilegal, entre otras) y preparación táctica, como: formación de sicarios primarios y profesionales, especialistas en explosivos, especialistas en inteligencia y contrainteligencia criminal y comunicación guerrillera, realizada con la ayuda de grafiteros implicados en todo el país.
En la medida en que las cárceles se han convertido en espacios para la expansión de la economía criminal –la mayor parte de la violencia se expresa en secuestros, asesinatos macabros, coches bomba, cobertura mediática de hechos violentos– hoy se puede afirmar que las prisiones contribuyen en realidad a la consolidación de las empresas criminales en las calles. Esto puede ejemplificarse bien con la expresión cada vez más popular en el país de que “es más seguro vivir en las cárceles que en las calles”.
Sin embargo, la violencia generada dentro y fuera de las prisiones también se refleja dentro del sistema penitenciario. Esto ha sido evidente en los recientes motines carcelarios, que han sido cada vez más constantes desde la pandemia de covid-19: desde el 23 de febrero de 2021 a la fecha, se han registrado 11 masacres carcelarias con 412 muertos en seis cárceles de cinco ciudades del país.
En este tiempo, gracias a las acciones de mediatización terrorista, se han vuelto comunes las transmisiones en vivo por internet de las masacres, con exhibiciones en vivo de desmembramientos, cadáveres decapitados o sin extremidades y órganos vitales expuestos en puentes y lugares públicos, y otros horrores.
Lógica de la violencia con raíces religiosas
Estas técnicas son producto de grupos mafiosos locales que han aprendido de las prácticas de los cárteles transnacionales colombianos y mexicanos. Las muestras más burdas de violencia provienen de los grupos firmantes del Cártel Jalisco Nueva Generación, considerados los Mata Zetas, grupos armados de élite con entrenamiento militar –incluso en Estados Unidos– y sus operaciones de mando y supervivencia responden a lógicas culturales religiosas, que incluyen el canibalismo y el culto a la Santa Muerte, dos elementos que influyen en estas escalofriantes prácticas de violencia.
Todos estos elementos juntos han enmarcado las coordenadas de otros tipos de violencia, como la violencia de género. Especialmente en delitos como el feminicidio y el suicidio de menores, que han escalado a indicadores irreversibles a través de ciertas dinámicas: acciones más violentas contra la sociedad en respuesta a las acciones estatales de neutralización y contención mediante el uso de la fuerza legítima.
Por ejemplo, cuando se emitió el decreto Ejecutivo 707 (1 de abril de 2023), que facilitó a los civiles el porte y uso de armas, los grupos criminales incrementaron sus ataques, especialmente los asesinatos violentos de objetivos específicos por sicarios especializados con armamento militar comprado en el mercado ilícito.
Sorprende que hasta la fecha no se haya denunciado formalmente la existencia de cuatro notorias escuelas de sicarios a sueldo, ubicadas en las ciudades de Durán, Manta, Lago Agrio y Esmeraldas.
Escuelas de sicarios
Información de fuentes cerradas indica que en estas escuelas se asciende a asesinos menores, intermedios y mayores y, dependiendo de su experiencia en cuanto al número de asesinatos, el cumplimiento estricto de las órdenes y el nivel de importancia de los objetivos, sus salarios varían entre 200 y diez mil dólares.
La formación y entrenamiento de estos asesinos –entre 6 meses y 1 año– no se realiza necesariamente de forma presencial, sino virtual, a través de videojuegos de desafío en las redes con la intención de perder el miedo y los remordimientos. Se trata de una preparación psicológica previa, especialmente para los jóvenes que, debido a las condiciones estructurales de pobreza, desempleo y falta de oportunidades de estudio, son fácilmente captados para trabajar como asesinos de los distintos grupos mafiosos.
Otra muestra de la escalada de estas respuestas criminales contra el Estado es el hecho de que en el Decreto Ejecutivo 110, el presidente Noboa declaró el estado de excepción con toque de queda en todo el país, tras la fuga del máximo líder del grupo delictivo más importante, Los Choneros, que se tradujo en ataques con explosivos, secuestros y detenciones de miembros de la fuerza pública y funcionarios penitenciarios. Una franca demostración del poder de fuego de la criminalidad contra el aparato de fuerza del Estado. Y se ha convertido, más que en una afrenta, en una guerra entre el crimen y el Estado por territorios y poblaciones.
Otro elemento importante y muy grave de este contexto son los mecanismos cada vez más poderosos de captación de los habitantes de las zonas económicamente más frágiles, quienes se ven obligados (ya sea por amenazas o por necesidad económica) a integrarse a la dinámica criminal.
Un narcoestado en construcción
En este sentido, la toma de decisiones a nivel subnacional y territorial es dirigida por grupos criminales que inciden en gobiernos seccionales, municipios y alcaldías para consolidar espacios de legalidad criminal (espacios pintados como legales, pero que esconden actividades ilegales) y avanzar en sus objetivos estratégicos de consolidar finalmente un narcoestado.
Finalmente, entre macabros asesinatos, secuestros y narrativas de miedo, los ciudadanos sobreviven a un escenario cotidiano de horror. Con altos niveles de estrés emocional debido a la variedad de la violencia. Esto los obliga a cambiar sus rutinas, sus espacios de distracción o a recluirse forzosamente para evitar ser víctimas de un ambiente de inseguridad y desconfianza hacia todo y todos.
Esta percepción sigue siendo amplificada por la acción de los medios de comunicación y las redes sociales, cuyos discursos y narrativas muchas veces reproducen estos fenómenos sin el debido compromiso con la ética periodística y la responsabilidad social.