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¿Es usted cosmopolita?

De niño, es probable que sus padres le señalaran en un atlas, un globo terráqueo o un mapa del mundo, los continentes, los océanos o las capitales de tal o cual nación. Esa experiencia de la infancia quizás le haya despertado el amor por los viajes e inculcado un cierto cosmopolitismo. Esto es, la idea de que, por encima de diferencias nacionales, culturales o geográficas, todas las personas del mundo forman parte de una misma comunidad.

Los orígenes del cosmopolitismo se remontan a la Antigüedad: Diógenes de Sínope, un cínico primitivo, es citado como uno de sus precursores, aunque el primer globo terráqueo no se construyó hasta el siglo XVI, en la ciudad alemana de Nuremberg. Antes de eso, aunque las visiones del mundo eran parciales, un espíritu aventurero y emprendedor llevó a exploradores y comerciantes a cruzar océanos y continentes para conocer diferentes culturas y entrar en contacto con otras civilizaciones. Incluso entonces, las distancias y la orografía no se reproducían con precisión, y gran parte del planeta era terra incognita.

La revolución industrial, seguida de la conquista de los polos, amplió literalmente nuestros horizontes, abriendo el mundo como nunca antes. La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, narraba las aventuras de Phileas Fogg y su desventurado compañero Passepartout, inaugurando la literatura de los viajes globales.

El filósofo alemán Rüdiger Safranski cree que el alunizaje de 1969 y las posteriores imágenes de nuestro planeta desde el espacio despertaron en la humanidad una verdadera conciencia global.

Hoy en día, puede que la búsqueda de la sostenibilidad y la consciencia de la amenaza que supone la emergencia climática para la vida hayan reforzado nuestro cosmopolitismo y la convicción de que la acción colectiva es la única forma de salvar el planeta.

El cosmopolitismo se refiere a quienes nos sentimos ciudadanos del mundo, parte de la especie humana: puede que nos identifiquemos con nuestro lugar de nacimiento, nuestra cultura, pero esto se equilibra con un cierto sentido de pertenencia a una comunidad más amplia.

En 1795, a la edad de 71 años, el filósofo alemán Immanuel Kant escribió Hacia la paz perpetua, una propuesta sobre cómo acabar con las guerras entre las naciones del mundo. Publicado cuando Napoleón se lanzaba a la conquista de Europa, el libro personifica el espíritu cosmopolita y es uno de los primeros llamamientos a la creación de un gobierno mundial, al estilo de las actuales Naciones Unidas. Kant sostiene que la paz mundial requiere dos condiciones:

  1. La sustitución de los ejércitos nacionales por una fuerza mundial única.

  2. La creación de una legislación internacional aplicable a todos los países.

Como sabemos, las ideas de Kant sólo se han llevado a la práctica parcialmente: alianzas militares como la OTAN se ven a sí mismas como fuerzas de mantenimiento de la paz mundial, y los ejércitos nacionales aún persisten. Al mismo tiempo, las organizaciones multilaterales creadas en el siglo pasado, como las Naciones Unidas, tienen un sistema de gobierno que impide la resolución eficaz de los conflictos militares: el sistema de veto de los países que componen su Consejo de Seguridad.

Incluso la Unión Europea, la estructura política con mayor cesión de soberanía de sus Estados miembros, tiene pesos y contrapesos que limitan el alcance de las decisiones más delicadas, especialmente en el ámbito internacional.

De los escritos de Kant podemos deducir que existen al menos tres tendencias que impulsan un cierto progreso moral, favoreciendo un cierto grado de paz global:

  1. La extensión de la democracia en la mayoría de las regiones del mundo, aunque, en los últimos años, el auge del populismo ha llevado a algunos analistas a pensar en que estamos ante una involución democrática.

  2. La creciente importancia de la opinión pública que, dos siglos después de que Kant la predijera, es una tendencia consolidada con la presencia universal de las redes sociales.

  3. El poder civilizador del comercio mundial, al que Kant llamó el espíritu comercial, que no puede coexistir con la guerra y que prevalece en el tiempo. Este fenómeno me lleva a repetir una de mis máximas favoritas:

“El mejor antídoto contra la mala política internacional son los buenos negocios”.

¿Éticos y cosmopolitas?

Una de las aportaciones más interesantes a nuestra comprensión del cosmopolitismo la ha realizado el filósofo de origen ghanés Kwame Anthony Appiah, profesor de la Universidad de Princeton. Su libro Cosmopolitismo. La ética en un mundo de extraños es un clásico que aborda muchas de las cuestiones planteadas por el globalismo. Me centraré en dos cuestiones que aborda:

  • La permisibilidad o condena de costumbres que puedan chocar con la sensibilidad ética dominante en las democracias occidentales.

  • Si existe la obligación moral de ayudar a las personas o comunidades desfavorecidas de los países en desarrollo.

Appiah comienza reconociendo la diversidad transcultural de costumbres, usos y prácticas en todo tipo de esferas sociales, abarcando la familia, la comunidad, la política y el lugar de trabajo. Existen principios comunes, pero el nivel de acuerdo es relativamente genérico.

Más allá de la regla de oro “haz a los demás lo que te harías a ti mismo”, muchos derechos y deberes, autorizaciones o restricciones, difieren según la región o la cultura. Un ejemplo es el trato a otros seres vivos y la crueldad animal. Quienes no están familiarizados con el rodeo estadounidense o las corridas de toros, por ejemplo, ven estas prácticas como casos evidentes de maltrato, reprobables y condenadas a desaparecer en una sociedad avanzada, mientras que habría mayor divergencia de opiniones sobre la prohibición de las granjas o el consumo de carne.

Hay muchos otros ejemplos de costumbres y normas criticables desde una perspectiva occidental. Por ejemplo, la oposición a la pena de muerte, especialmente cuando se ejecuta por lapidación y por delitos que muchos no consideran crímenes, como el adulterio.

¿Qué hacer cuando una nación se encierra en sus costumbres ancestrales?

Nunca es aconsejable adoptar una actitud paternalista, de superioridad moral. La frase evangélica: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra” (Juan 8, 1-11) es particularmente apropiada en este caso. La mayoría de los países, incluso los más avanzados democráticamente, podrían ser objeto de muchas críticas, por ejemplo de falta de solidaridad con el resto del mundo. Y, en los últimos tiempos, hemos visto el auge del populismo y la irracionalidad colectiva, incluso en comunidades supuestamente civilizadas.

Yo diría que entre los remedios más eficaces para fomentar una evolución democrática y moral de la sociedad global se encuentran los propuestos por Kant.

Por un lado, la presión de la opinión pública tiene una influencia decisiva. Quizá el ejemplo más emblemático sea la supresión del apartheid en Sudáfrica gracias a la presión internacional y empresarial.

Por otra parte, las relaciones comerciales y empresariales son, sin duda, un catalizador de la racionalidad, la libertad y la igualdad. En el entorno multipolar actual, en el que se han impuesto barreras cuestionables al comercio, a la libre circulación de talentos y al fomento de una migración ordenada, urge animar a los organismos internacionales a restablecer el libre intercambio internacional.

Los buenos negocios fomentan relaciones provechosas entre los pueblos. No se trata en absoluto de resucitar iniciativas imperialistas o colonialistas, sino de concebir la mejor versión de la integración económica internacional.

Un mundo más tolerante

Otra cuestión que Appiah aborda es si existe la obligación moral de ayudar a las personas necesitadas de otros países. En su opinión, un espíritu cosmopolita conlleva tal obligación, pero la cuestión relevante es qué grado de implicación supondría.

El filósofo australiano Peter Singer utiliza la metáfora del deber de socorrer a nuestros semejantes en todo el mundo. Del mismo modo que si viéramos a una persona en peligro de muerte tendríamos la obligación de socorrerla, explica Singer, tenemos un deber similar con las personas en peligro de muerte por hambre o inanición en otras latitudes.

En una línea similar, el pensador estadounidense Peter Unger lleva más lejos esta idea, argumentando que cualquier ciudadano de una sociedad avanzada con los recursos disponibles tiene el deber de compartir su riqueza con los pobres, aunque sean de otros países.

Appiah, consciente de las diferencias entre los pueblos, sopesa estos argumentos e intenta llegar a conclusiones que sean aceptables para la mayoría. Por ejemplo, el comportamiento heroico del misionero no parece plausible hoy en día. En La teoría de los sentimientos morales, Adam Smith escribía que si bien una persona europea de carácter solidario se conmovería al saber que ha habido un terremoto en China y que hay muchas víctimas, a menos que tuviera otra preocupación más personal y egoísta, dormiría tranquilo esa noche.

En efecto, la lejanía de otras comunidades nos hace más insensibles a sus problemas o calamidades, y aunque considerarnos ciudadanos cosmopolitas debería movernos a contribuir a causas justas fuera del horizonte doméstico –por ejemplo en favor del pueblo ucraniano–, el sentido del compromiso y la urgencia es menor que el que sentimos hacia nuestros parientes, amigos o conocidos. La filósofa francesa Simone de Beauvoir lo ilustra en Les Belles Images, donde una madre impide a su hijo ver en la televisión las noticias de una catástrofe, para que no se traumatice.

El cosmopolitismo es un sentimiento y una actitud que seguirá extendiéndose a medida que las ideas que Kant exploró continúen evolucionando. Aquí es donde la educación puede concienciar sobre las dificultades de la gente de otros países. No vivimos en un mundo perfecto, pero lo menos que podemos hacer es trabajar para crear una sociedad más tolerante, integrada y justa.


La versión en inglés de este artículo apareció publicada en LinkedIn.

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