En el año 2008, un bibliotecario de la Universidad de Colorado en Denver (EE. UU.), Jeffrey Beall, bautizaba un fenómeno emergente como “revistas depredadoras”. Estas publicaciones fraudulentas, antítesis de la calidad científica, se han multiplicado en los últimos años como consecuencia negativa de la digitalización y, más específicamente, de los modelos de acceso abierto en los que los autores de los artículos asumen los costes de edición. Este sistema se conoce como “vía dorada”, no solo para las revistas que imponen esta práctica, sino también para algunos de los autores.
El principal defecto de las revistas depredadoras es que apenas realizan procesos de revisión de los manuscritos que reciben, lo que acelera el proceso. De modo eufemístico, ellas mismas presumen de su rapidez en la publicación. Por supuesto, aceptan la mayor parte de los documentos que reciben para alcanzar su principal objetivo: cobrar a los autores.
Los autores han de mostrar satisfacción y, por lo tanto, no sufren rechazos ni modificaciones (en realidad, mejoras) de los originales. Estos deben obtener resultados en un corto plazo para saciar las exigencias de las autoridades académicas. Por ejemplo, para obtener acreditaciones, sexenios o justificar la financiación de proyectos.
El resultado es que los trabajos que publican estas revistas carecen de la validación de la comunidad científica y sus resultados son poco fiables. En áreas como la de biomedicina pueden tener incluso repercusiones fatales.
Estas revistas son difícilmente detectables a simple vista porque utilizan la estrategia del camuflaje. Tienen títulos muy similares a los de las revistas referentes y todas presentan un numeroso equipo de científicos, aunque su contribución sea decorativa o incluso ignoren que forman parte de tales comités.
Igualmente, se anuncian como indexadas en un gran número de bases de datos científicas, aunque en su mayoría sea falso o se trate de bases de datos que no realizan procesos selectivos. Incluso se han creado productos de evaluación para las revistas depredadoras donde, por supuesto, todas obtienen excelentes calificaciones. Sencillamente estamos ante un fraude.
En el año 2013, John Bohannon realizó un experimento significativo: envió un artículo falso (cargado de lugares comunes, con bibliografía falsa y un tema absurdo) a decenas de revistas en acceso abierto en la que los autores deben hacerse cargo de los costes de edición del artículo. El artículo lo aceptó una amplia mayoría de estas revistas sin apenas revisión.
Esto validó las sospechas de quienes pensaban que estas revisas no eran rigurosas con sus procesos de evaluación. Este experimento hizo que el directorio internacional de revistas en acceso abierto (DOAJ), que tenía indexadas a muchas de estas revistas fraudulentas, redefiniera sus políticas de inclusión. Miles de ellas resultaron expulsadas.
¿Cómo detectar revistas fraudulentas?
El problema práctico se presenta a los investigadores que desean publicar los resultados de sus trabajos y envían sus originales a una de estas revistas, que es como tirarlos a un pozo sin fondo. ¿Cómo evitar ser un incauto?
Los datos que hacen sospechar que una revista es fraudulenta son los siguientes:
Su juventud. Han surgido con el abaratamiento de costes que suponen las revistas 100 % digitales, por lo que no tienen las décadas o incluso siglos de historia de otras como The Lancet o Nature.
Sus títulos suelen ser genéricos. Son una imitación de las revistas de mayor prestigio del área.
En muchos casos se editan en países de la periferia científica, como Egipto y Nigeria.
Suplen sus carencias, como la indexación de bases de datos o la falta de indicadores de impacto, mediante el cálculo de indicadores propios.
Tienen una política agresiva para captar al investigador incauto (cliente ideal) mediante el envío personalizado de correos.
El principal aspecto que debe alertar al autor es que la revista contacte con él, asegure unos tiempos de publicación sospechosamente rápidos y cobre a sus autores por publicar: a mayor número de trabajos mayores ingresos.
Esto no significa que todas las revistas que cargan los costes de publicación a los autores sean fraudulentas. Hay algunas, como Plos One, que tienen reconocidos unos procesos de validación muy rigurosos, pero son una muy reducida minoría. Se tiene constancia de la existencia de más de 17 000 revistas depredadoras, que se han convertido en una epidemia.
Una nueva moda: las revistas secuestradoras
Una modalidad muy agresiva de revistas depredadoras son las “revistas secuestradoras”. Estas se hacen pasar por revistas consolidadas, crean sus propias webs y se ponen en contacto con los autores, solicitan manuscritos y dinero. Si el autor despistado se da cuenta a mitad del proceso de que está siendo timado y decide parar el proceso de publicación suele recibir amenazas de denuncia.
Un reciente ejemplo real: la revista secuestradora pedía a un autor casi 8 000 dólares por no publicar su trabajo (cuando el autor se dio cuenta del timo y quiso retirarlo del proceso de evaluación). Amenazaba con demandas internacionales en caso de no pagar.
La realidad es que las revistas depredadoras de primera generación, aquellas que no estaban en productos científicos, apenas tenían y tienen repercusión en el estado de la ciencia. Como mucho hacen pasar vergüenza a los autores y sus instituciones y conllevan una pérdida económica de fondos.
La segunda generación: fraude dentro de la indexación
Trece años después de la aparición del fenómeno, el fraude ha seguido caminos más sofisticados. Existen revistas depredadoras indexadas en bases de datos científicas como Web of Science o Scopus. El peligro es que esto provoca que empiecen a ser utilizadas en muchos países, como España, para valorar las carreras académicas de los investigadores.
Las revistas depredadoras han evolucionado. Se han sofisticado, en parte gracias a los beneficios obtenidos. Han pasado de publicar unos pocos trabajos a miles. Se han convertido en mega-journals, es decir, en “megadepredadoras”.
Otra modalidad sofisticada es que las propias empresas editoras promuevan revistas que ponen en manos de académicos honrados y prestigiosos. Estos logran ponerlas en valor, obtienen su indexación y, entonces, comienza su calvario. Se les comienza a exigir que incrementen números y artículos a tal ritmo que los procesos de selección no pueden llevarse a cabo con rigor. Si hay resistencia se suele acabar en despido o dimisión de los miembros del equipo editorial. Pero, para entonces, el barco ya está botado con todas las normas de calidad vivas.
Normalmente estas megadepredadoras están especializadas en un ámbito concreto, pero también publican sobre cualquier temática y con procesos de revisión rápidos y superficiales. Sus precios se multiplican al entrar en las bases de datos referentes y se elevan conforme mejora la posición de las revistas en los rankings, en una lógica poco científica. Su estrategia de atracción sigue siendo la clásica de las depredadoras de primera generación: invitar a los autores a publicar artículos.
La sofisticación ha incorporado una nueva modalidad: se juega con la vanidad y se ofrece a cualquier autor (con prestigio y sin prestigio) la dirección de números monográficos. Son estos líderes quienes realizan la tarea de marketing más tediosa: la de buscar autores que piquen para pagar por publicar unas aportaciones a las que se ofrece, ya de inicio, bastante seguridad sobre su publicación (antes de escribirlas). Los improvisados editores de monográficos, comerciales voluntarios de la revista reciben como beneficios la publicación gratuita de artículos o, al menos, grandes descuentos. Además estas editoriales también blanquean sus nombres obteniendo convenios con universidades por los que estos centros obtienen descuentos económicos y las editoriales ven respaldado su negocio. El investigador deja de sospechar cuando ve que su propia universidad tiene un convenio con editoriales sospechosas.
Por qué es mala idea publicar en una revista depredadora
El investigador debe obrar muy cautelosamente a la hora de elegir revista, publicar en una revista fraudulenta es un desprestigio que pone de manifiesto que:
El investigador desconoce el ámbito donde se mueve.
El esfuerzo no va con él, pues opta por una vía rápida para conseguir la publicación.
Es un mal gestor de fondos públicos, pues se suele pagar el coste de los artículos con dinero asignado a proyectos. En otras palabras, realiza una malversación que podría ser perseguida.
En algunos casos, el investigador que manda sus manuscritos no es propiamente un estafado, sino un cómplice de la estafa. Los estafados son las agencias de evaluación, las instituciones que asumen los costes de publicación y los colegas que, evitando estas prácticas, compiten en procesos selectivos contra estos currículos hinchados de forma artificial y fraudulenta.