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Isabel Quintanilla pintando Gran interior, 1973. Fotografía de Stefan Moses
Isabel Quintanilla pintando ‘Gran interior’, 1973. Fotografía de Stefan Moses. © Isabel Quintanilla. VEGAP, Madrid, 2024

Isabel Quintanilla: cinco obras que definen su genialidad artística

El Museo Thyssen inició hace ya algunos años una recuperación de las figuras artísticas de mujeres artistas muy notable, loable y necesaria. Esto nos ha permitido un acercamiento a algunas artistas (como Georgia O'Keeffe o Sonia Delaunay) y a grupos (como son “Heroínas” y la más reciente “Maestras”).

Sin embargo, es tanto todavía el prejuicio que pesa y oculta (o mejor “disimula”) el talento de las mujeres que incluso cuando se las pretende ensalzar se caen en errores de interpretación que siguen retrasando una valoración adecuada de sus méritos como artistas de primera línea.

En este caso, la comisaria Leticia de Cos ha fundamentado su acercamiento a Isabel Quintanilla en base a criterios de “emoción” y “cotidianidad” y eso no es falso. Sin embargo, deja de lado toda la reflexión sobre las “apariencias” de la realidad y el “tiempo” de la pintura de Quintanilla.

Queremos repasar aquí la carrera y la obra de esta extraordinaria artista a través de cinco de sus pinturas, cinco fogonazos de talento pictórico que resultan en cinco motivos para resultar inolvidable.

Autorretrato, 1962

Isabel Quintanilla (Madrid, 1938) no es una pintora que se haya especializado en la figura humana. Sus obras consisten mayoritariamente en bodegones, paisajes del exterior y también del interior doméstico.

Autorretrato, 1962, Isabel Quintanilla. Lápiz sobre papel, 53 × 38 cm.
Autorretrato, 1962, Isabel Quintanilla. Lápiz sobre papel, 53 × 38 cm. Colección privada. © Isabel Quintanilla, VEGAP, Madrid, 2024. Foto: © Jonás Bel

Aquí, sin embargo, nos encontramos con que, a los 24 años, terminados sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y casi recién casada, realiza un autorretrato que, de alguna forma, marca su entrada en la edad adulta, pero también su decisión de ser pintora. Sin embargo, Quintanilla no elige retratarse con sus instrumentos de trabajo en las manos, como era tradición desde el Renacimiento. Es más, sus manos no se ven. Con esto ya podemos deducir que no es alguien que siga tradiciones, que se proteja en las costumbres aceptadas.

El suyo es un rostro joven y bello, pero sin adornos ni coquetería alguna, llamativamente severo, sobrio y, sin embargo, algo travieso, más parecido al retrato de un niño que al de una mujer. Está realizado en un blanco y negro muy medido; y, a pesar de la sonrisa, tiene un cierto aire de duelo. ¿Quizás por el padre que pierde temprano, a los tres años, por la represión franquista?

No se presenta entonces como una pintora, pero tampoco como la mujer bella que era. Es más, sus facciones se esconden tras una grisalla voluntaria, en un “borrado” tras el que se pierden los rasgos más marcados de su rostro. Es como si, a pesar de querer presentarse, buscase también mantenerse en un segundo lugar. La grisalla disimula la perspicacia de su mirada profunda y su sonrisa amplia y un poco guasona, sus rasgos físicos más distintivos. En su camisa estalla el blanco más puro entre las dos mitades oscuras de su chaqueta.

Ella misma es una pintora que ama la luz, pero conoce las sombras.

Jardín (de la Academia en Roma), 1966

El marido de la artista, el escultor Francisco López, había obtenido una beca de la Academia de España en Roma el mismo año de su matrimonio en 1960, y ambos se trasladan allí.

Quintanilla no se había presentado al llamado Premio de Roma: no era frecuente que se les concediera a las mujeres (la primera en ganarlo fue Teresa Peña en 1965), ni tampoco que ellas lo solicitasen, ya que, en los años 60, en pleno franquismo, el destino femenino era, y debía ser, casarse.

Sin embargo, ella vivió el premio de su marido como propio: trabajó sin pausa, asistió a cursos y usó esos años para desarrollar un conocimiento artístico amplio e internacional que en la España de entonces no era posible. Entró en contacto con otros países y otras disciplinas a través de filósofos, músicos y cineastas (como Fellini), pero también con las raíces de la cultura grecorromana y la gran tradición de la pintura Renacentista y Barroca italiana.

_Jardín_, 1966. Isabel Quintanilla Óleo sobre tabla, 122 × 217 cm.
Jardín, 1966. Isabel Quintanilla Óleo sobre tabla, 122 × 217 cm. Colección privada. © Isabel Quintanilla, VEGAP, Madrid, 2024

De la admiración de Quintanilla por el mundo clásico es testigo esta obra en la que establece un nexo visual entre un mosaico de Villa Livia (al que emula) y la realidad del jardín de la Academia (que representa).

Esto le permite trabajar en dos tiempos históricos distintos, pero íntimamente conectados, el pasado y el presente, que logra fusionar en su arte. El tiempo –perecedero y, a la vez, eterno– será una de sus constantes preocupaciones plásticas.

Vaso Duralex, varias pinturas entre 1969 y 1975

En parte por la casualidad de coincidir en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y en parte por compartir un credo artístico común, Quintanilla forma con otros artistas un grupo de amigos que, posteriormente, se denominarían los “realistas de Madrid”. Además de ella y su esposo, Francisco, estarían el hermano de éste, Julio López (también escultor), la esposa de Julio, Esperanza Parada; el pintor Antonio López y su esposa, María Moreno; y la pintora Amalia Avia.

En el corazón del arte de Quintanilla, así como en el de sus compañeros, está la ambición de repensar la pintura realista. Cuando empiezan sus carreras profesionales, en los años sesenta, el realismo es un camino agotado, sin interés, y prima el arte abstracto o informalista. Aunque se inician dubitativamente con obras empastadas de tonos apagados y referencias anticuadas, muy pronto Isabel descubre su tendencia natural hacia una pintura clara, luminosa, ligera de pincelada.

Vaso sobre la nevera, 1972. Isabel Quintanilla. Lápiz sobre papel, 48 × 36,5 cm. Galerie Brockstedt, Berlín © Isabel Quintanilla, VEGAP, Madrid, 2024

En un momento de los años 70 realiza estos pequeños bodegones con recipientes de cristal modestos o con vasos Duralex que funcionan como improvisados floreros. Otras veces los vasos solo contienen agua, pero siempre son fuente de luz. Los pequeños ramos, con flores que parecen provenir del cercano jardín, actúan como metáfora de la brevedad de la belleza. La combinación de humildad, hermosura y luz hace pensar en algunas obras de Zurbarán.

Hay algo de vanitas en estas obras que utilizan su propia modestia como una apelación a encontrar el arte “entre pucheros” que decía Santa Teresa, o testimoniar la pervivencia realista como una referencia artística no sólo valida, sino también necesaria, moral y estéticamente.

Lavabo del colegio de Santa María, 1968

El realismo de Quintanilla irá más allá de la fotografía. Aunque la imagen se presente con lo que parece una gran objetividad, la artista consigue, tanto en la iconografía que descubre y explora (la ausencia, lo desapercibido, la belleza inesperada) como en su técnica (un dibujo preciso e incisivo, una sabiduría lumínica que se demuestra en la sutileza con la que juega con los tonos y semitonos, en la búsqueda del matiz), expresar rincones oscuros de la visión y del sentimiento.

_Lavabo del Colegio de Santa María_, 1968, de Isabel Quintanilla. Óleo sobre tabla, 100 × 70 cm.
Lavabo del Colegio de Santa María, 1968, de Isabel Quintanilla. Óleo sobre tabla, 100 × 70 cm. Colección privada, Alemania. © Isabel Quintanilla, VEGAP, Madrid, 2024

En esta pintura del Colegio Santa María todavía parecen resonar los pasos y las voces de los niños que lo ocupan diariamente. Ahí, el lavabo y el estrecho radiador nos indican el tamaño reducido que suelen tener sus ocupantes. La obra de Quintanilla es el retrato social de un momento en el tiempo: la infancia, sin ninguno de los tópicos con los que se suele presentar.

El colegio es ese lugar en que aprendemos las reglas, pero no solo del cálculo matemático, sino también del comportamiento social. La impersonalidad de los espacios comunales, demasiado grandes, blancos y fríos, es algo que queda grabado en todos nosotros y que la sabiduría pictórica de Quintanilla brinda con el escalofrío de un recuerdo olvidado.

Bodegón con jamón, 1991

Ya en los años 80 y 90 encontramos todavía mayor claridad en su paleta en unos bodegones que se sitúan frente a unos fondos blancos inmisericordes.

Bodegón con jamón, 1991. Isabel Quintanilla. Óleo sobre lienzo, 124 × 100 cm. Kunststiftung Christa und Nikolaus Schües. © Isabel Quintanilla, VEGAP, Madrid, 2024

En este caso, presenta un escenario de baile flamenco frente al que reposan un jamón, una olla, un bote de aceite, unas tijeras y sus sombras. Estos bodegones buscan el impacto visual a través de una definición y nitidez cada vez más agudas. El gusto por el detalle les acerca a una especie de hiperrealismo de tono academicista. Por eso, no es extraño que el hiperrealismo nos recuerde al barroco, tanto en su efectismo como por el amor al detalle.

En este caso, además, no puede uno evitar pensar que la elección de estos elementos responde a los “tópicos” españoles que han hecho fortuna en el extranjero: de tierra algo bárbara y primitiva de buen comer.

En el borde del bodegón reposan unas tijeras, broche final a este drama, que, como la olla o la botella de aceite, son naturales a la cocina, sí, y cuyo toque metálico contrasta plásticamente con la materialidad de la carne. También pueden servir, llegado el momento, para romper con esa visión simplista de la identidad española.

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