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Biomorfos sintetizados en laboratorio. Simulan distintas morfologías de los seres vivos, como hojas, proteínas, células en división, hongos, etc. Juan Manuel García Ruiz

La búsqueda del primer ser vivo en la Tierra y la apasionante batalla entre cazadores de microfósiles

Hay un modo científico de identificar al primer ser vivo en la Tierra: encontrar su fósil. Sería un ejemplar que serviría como muestra de las primeras formas vivas, un habitante del Precámbrico, un periodo con vocación de eternidad que los geólogos extienden entre hace 4 500 –cuando se formó la Tierra– y 540 millones de años (Ma).

El Precámbrico encierra casi el 90% de la historia del planeta. En todo ese inabarcable periodo, la vida experimentó las principales transformaciones evolutivas que dieron lugar a la diversidad de especies que aparecen, ahora sí, en el registro fósil, justo después: el vergel del Cámbrico. Pero, en ausencia de un creador, para la ciencia la biodiversidad no pudo aparecer por ensalmo.

¿Dónde están los fósiles de los primeros organismos terrestres?

El hallazgo de un reputado cazador de microfósiles parecía la respuesta al enigma, la prueba palpable de que había algo donde parecía no existir nada. La búsqueda del origen de la vida está en el centro de una fascinante batalla que está en pleno auge.

La Explosión Cámbrica

Hace entre 541 y 518 Ma se produjo el estallido de vida más intenso jamás conocido, la llamada “Explosión Cámbrica”. Los numerosos fósiles de esta era muestran una brusca transición desde formas poco diversas, de cuerpo blando, hasta la aparición de los ancestros de muchos linajes actuales de metazoos, incluidos los cordados, en cuyas filas nos alineamos los humanos.

Antes del todo

Las rocas más antiguas han ido desapareciendo, el manto del planeta se las ha ido tragando hasta no dejar rastro de los primeros 500 millones de años de la Tierra. Para justificar la inexplicable ausencia de testimonios fósiles, durante décadas prevaleció lo que escribió Darwin en el Origen de las especies: «Ningún fósil totalmente blando se puede conservar» y, en consecuencia, el padre de la evolución asumía que la vida precámbrica había existido pero no se había conservado en absoluto, lo que representaba una de las mayores objeciones contra su teoría de la selección natural.

Se necesitaron años de innovación en microscopía y petrografía para que en 1907 se descubrieran indicios de vida en rocas datadas hace 1 000 Ma. Un siglo después se demostró fehacientemente que esos microfósiles procedían de eucariotas (células con núcleo) cuyo predominio en entornos no marinos indicaba que la evolución en tierra firme pudo haber comenzado mucho antes de lo que se pensaba. Los fósiles orgánicos encontrados tenían mucha calidad y estaban preservados en sílex, así que durante los últimos 70 años la búsqueda de la vida precámbrica se centró en el sílex, concretamente en el cuarzo microcristalino de los yacimientos de Gunflint, Canadá, cuyos fósiles tienen 1 880 Ma de antigüedad.

Al fin vida, y el comienzo de la batalla

En 1993, la comunidad paleontológica se quedó boquiabierta cuando el paleobiólogo californiano William Schopf publicó su descubrimiento en el sílex de Marble Bar, un afloramiento basáltico australiano datado hace 3 465 Ma. Había encontrado estructuras microscópicas fósiles semejantes a gusanos a las que consideró microbios fotosintéticos similares a las cianobacterias. Como testimonio de su extraordinario hallazgo científico, Schopf depositó una muestra de sus preparaciones microscópicas en el Museo de Historia Natural de Londres.

Seis años después, el catedrático de la Universidad de Oxford Martin Brasier, un experto en microfósiles, acudió al museo para fotografiar los ejemplares de Schopf con intención de incorporarlos a un libro de texto. A Brasier le parecieron complejas estructuras ramificadas, pero muy diferentes a las habituales formas microbianas.

Brasier recolectó sus propias muestras en afloramientos de sílex cercanos a Marble Bar y en 2002, en una publicación de título demoledor, Questioning the evidence for Earth’s oldest fossils (Cuestionamiento de las pruebas de los fósiles más antiguos de la Tierra), concluyó que, en lugar de ser testimonios de las primeras formas de vida, las “conchas de los supuestos microfósiles” de Schopf no eran estructuras orgánicas, sino simples “artefactos secundarios formados de grafito amorfo”, resultado de fumarolas hidrotérmicas.

Un español en la búsqueda

A una conclusión similar había llegado el cristalógrafo español Juan Manuel García Ruiz. En 2002 describió procesos inorgánicos que dan lugar a morfologías similares a formas biológicas a las que llamó biomorfos. Un año después, él y sus colaboradores sintetizaron en el laboratorio microestructuras filamentosas y curvadas prácticamente idénticas a los supuestos fósiles de bacterias hallados por Schopf en Australia.

Imágenes al microscopio electrónico de barrido de nueve biomorfos de sílice sintetizados en laboratorio. Anne Carnerup.

Brasier y García Ruiz establecieron que la morfología no puede ser un criterio inequívoco para identificar la vida. Las evidencias que sustentaban las teorías de Schopf se desmoronaron como un castillo de naipes. Otros paleontólogos arrojaron en 2011 un nuevo jarro de agua fría sobre los microfósiles de Schopf: no eran materiales biológicos, sino incisiones pétreas hechas de hematita y cuarzo que se habían formado en ambientes hidrotermales.

Ese mismo año, Brasier y un grupo de investigadores publicaron un artículo en Nature Geoscience describiendo microfósiles en rocas de 3 400 Ma que habían excavado muy cerca de las descubiertas por Schopf. En la publicación se esforzaron en ofrecer pruebas concluyentes de los orígenes biológicos y no minerales de sus fósiles, los cuales, escribieron, eran los restos de antiguos microrganismos similares a bacterias que existen hoy en fumarolas hidrotermales y metabolizan azufre en lugar de oxígeno para obtener energía.

A y B: Microfilamentos encontrados en sílex australiano por J.W. Schopf, publicados en Nature 416 (2002). C a E: Micrografías ópticas de biomorfos de sílice sintetizados en laboratorio por García Ruiz y colaboradores, publicados en Astrobiology 2 (2002). F y G: Imagen de Primaevifilum amoenum, descrito como el microfósil de una arquea por J.W. Schopf. Imágenes de la NASA. Manuel Peinado

El artículo en Nature Geoscience no proclamaba el descubrimiento de los microfósiles más antiguos de la tierra (aunque así apareció en una nota de prensa de la universidad de Oxford). Schopf, por su parte, se mantuvo en silencio, pero sin abandonar una investigación que le apasionaba.

En 2017, a sus 76 años, publicó el que consideró un resultado concluyente: los datos de isótopos de carbono analizados con una sofisticada espectroscopía de masas de iones secundarios (SIMS) certificaban que sus microfósiles eran los restos de arqueas, un componente importante de la biosfera primitiva de la Tierra. Fallecido en 2014 en un accidente de automóvil, Brasier, que este año hubiera cumplido 80 años, no pudo rebatirlo.

El periodo Hádico

En 2018, al demostrar que la compleja arquitectura de los biomorfos era replicable en el laboratorio, el equipo de García Ruiz profundizó en el argumento de que la morfología en la que se apoya Schopf no es en absoluto un criterio definitivo de biogenicidad.

Convencido de la similitud entre dos mundos aparentemente separados, la geometría recta del cristal y la curvatura exuberante de la vida, García Ruiz sigue en la brecha. A partir del mes de mayo coordinará PROTOS, un proyecto europeo fundamentalmente experimental que se centra en descifrar el período Hádico, los primeros quinientos millones de años de la Tierra. De este tiempo envuelto en misterios apenas quedan restos de rocas, pero ya había agua, por lo que pudieron empezar las reacciones que derivaron en un aumento de la complejidad del mundo químico y mineral en el que, finalmente, tuvo origen la vida.

Y así es como el debate entre los cazadores de microfósiles para desenmarañar el origen de la vida comienza una nueva y esclarecedora andadura.

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