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Detalle del retrato de Rodolfo II del Sacro Imperio Romano Germánico obra de Guiseppe Arcimboldo. Wikimedia Commons

La digestión es la cuestión, también en política

“Tripas llevan corazón, que no corazón tripas”, decía Sancho con su particular forma de expresarse. Se atribuye a Thomas Hobbes haber dicho algo parecido, pero con menos estilo: “Primero comer, después filosofar”. Ambas frases señalan lo prioritario que resulta llenar el estómago. En cierto modo, son un recordatorio de nuestra condición biológica, terrenal, mundana y mortal. Podremos crear la más maravillosa obra del pensamiento, de arte, de arquitectura, pero en último término necesitamos un mendrugo de pan que llevarnos a la boca. Y es muy probable que renunciáramos, a trueco de conseguirlo, hasta a la más sublime producción intelectual humana.

No resultaría disparatado afirmar que nuestra necesidad de comer está en el origen de todo cuanto hacemos. De hecho, suele situarse en el estómago el origen de los apetitos, es decir, de los deseos. Y son precisamente nuestros deseos los que nos llevan a la acción. Sin deseos no hay acción: casi se puede decir que sin deseos no hay verdadera vida humana.

Puede parecer algo exagerado situar el origen de lo humano en las tripas. Schopenhauer, por ejemplo, pensaba que la voluntad de vivir radicaba en el deseo sexual. Tal vez no tuvo en cuenta que el hambre puede llegar a mitigarlo. Un ser humano puede vivir sin sexo, pero no puede estar sin comer. En mitad de la guerra de Troya, Aquiles le dice a su enemigo Príamo, poco antes de comer con él, que incluso en la mayor de las desgracias, como la muerte de los propios hijos, hay que cenar.

La buena comida y la política

Para Sócrates, tal y como nos cuenta Platón en su República, el estado ideal era uno en el que los ciudadanos vivirían frugalmente. Se limitarían a comer, sobre hojas de plantas, harina de cebada o trigo amasadas y, a modo de acompañamiento, unas deliciosas cebollas y verduras hervidas. Como postre, habría higos y bellotas y poco más. Garantizaba así Sócrates que se evitaría la pobreza y se lograría la paz y una larga vida. Como esa vida no resultaba muy atrayente, Glaucón le pregunta si este tipo de alimentación no es el mismo que se da a los cerdos, y añade que sería mejor hablar de una sociedad en que la gente comiera recostada platos algo más elaborados. Sócrates se ve obligado, entonces, a describir la ciudad de lujo, “atacada de infección”, y ése es el origen de la teoría política que se desarrolla en la obra. En el origen de la política está la comida, al menos la comida algo elaborada.

El éxito del libro de Giulia Enders, al que han puesto en español el título “La digestión es la cuestión”, da muestra de que lo relacionado con la comida y nuestras tripas sigue ocupando un lugar preeminente entre nuestras preocupaciones. Ya no se trata sólo de no pasar hambre, también queremos comer bien, comer sano y, además, responsablemente, es decir, sin causar un daño innecesario a la naturaleza. Hoy que la salud es una ideología, es normal que existan debates sobre la conveniencia o no, sobre si es correcto o no, el uso de alimentos transgénicos, aceite de palma u otras grasas hidrogenadas, azúcar, levadura en lugar de masa madre, etc. Al englobar la política todo lo demás, éstos son también debates políticos. Más aún si hay algo de verdad en esa expresión tan corriente que afirma que “somos lo que comemos”.

Votar con la comida

Normalmente, estos debates giran en torno a cuestiones éticas que buscan la objetividad a través de descubrimientos científicos. Ocurre con la comida lo mismo que con temas que han ocupado tradicionalmente a la ética: se defienden posturas opuestas, cada una de ellas con pretensión de ser objetiva. Los partidarios de una y de otra nos hablan de investigaciones científicas, igualmente válidas pero contrarias, que ratifican sus afirmaciones.

Lo que ayer era sano consumir, hoy se ha vuelto nocivo. Se descubre cómo el desprestigio de un ingrediente ha sido el resultado de la interesada campaña propagandística de los fabricantes de su alternativa. La producción de algo que comemos habitualmente origina un sufrimiento intolerable a animales, la destrucción de entornos naturales valiosos o la explotación de otras personas. El slow food toma el lugar del fast food, etc. Así, los alimentos con los que llenamos nuestros estómagos, cada bocado que ingerimos, se convierte en una especie de actividad ética. No pasará mucho tiempo antes de que haya quien acabe por relacionar el contenido de nuestro estómago con nuestra ideología, como se ha hecho ya con ciertas partes de nuestro cerebro. En cierto modo, comer es parecido a votar.

Digestión y política

Se preguntaba Ernest Becker, con realismo cruel, “qué podemos hacer en una creación en que la actividad rutinaria de los organismos es descuartizar a otros con los dientes, de todas las maneras posibles: mordiendo, triturando carne, tallos de plantas y huesos entre los molares, engullendo vorazmente la pulpa hacia el esófago con fruición, incorporando su esencia en nuestro propio organismo para defecar después los residuos con fetidez nauseabunda y ventosidades”.

Una posible respuesta es esta: Podemos hacer política. Una política a la que podríamos llamar política de la digestión. Empezaríamos por lo más evidente: todo el mundo ha de comer. Y no podemos hacernos ilusiones al respecto: comer implica la asimilación (ingesta) de otras formas de vida, vegetales o animales. Podríamos llamar a esto, la ley de hierro de la digestión. De este modo, queda de manifiesto la imposibilidad de las pretensiones de hallar una solución universal al problema de qué es correcto y qué es incorrecto comer, ya que no se atienen a lo concreto y real.

Los seres humanos comen en función de sus necesidades, de sus gustos y de una serie de causas, circunstancias, tradiciones y un sin fin de otros factores de todo tipo. Comer exige, por tanto, la prudencia. Primero, porque es necesario ser consciente de que lo que ingerimos puede dañarnos (llegado el caso, hasta matarnos) y es una actividad colectiva que tiene consecuencias para los demás y para el entorno (sin esa prudencia podemos llegar a quedarnos sin nada que llevarnos a la boca). Segundo, porque depende también del azar: desastres imprevistos que acaban con cosechas, descubrimiento de efectos nocivos de alimentos tradicionales, etc.

Igual que la política, comer pertenece por tanto al ámbito de la filosofía práctica y no al de la teorética. Es ilusorio pensar que pueda crearse un conjunto de normas que nos digan qué comer. La pregunta a la que hay que dar respuesta no es tanto ¿qué es correcto comer? La pregunta a la que habría que responder sería más bien ¿qué he de comer para ser lo que quiero ser? Y no hay una respuesta a esta pregunta que tenga validez universal, como tampoco existe una teoría política universal.

Al proceso digestivo se le ha prestado muy poca atención desde la reflexión política. Pero sería bueno tener presente, la próxima vez que, por ejemplo, vayamos a comer con amigos que siguen una dieta diferente a la nuestra, que hablar de la digestión y de la comida es hablar de la naturaleza humana y, al final, es como hablar de política.

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