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La lengua de la ciencia y su (inaplazable) conexión con la sociedad

Si algo hemos aprendido en la pandemia de la COVID-19 es que no estamos viviendo un episodio exclusivamente bioquímico o virológico. Junto al arduo trabajo de laboratorio, cada día son más obvias sus enormes connotaciones sociales, culturales, jurídicas, económicas y tecnológicas. La pandemia tiene mucho que ver con la COVID-19, pero se trata de realidades muy diferentes. Y debemos ser muy cuidadosos para no fundir ambas descripciones de lo que (nos) pasa.

Ni siquiera podemos decir que la COVID-19 sea algo externo a nosotros mismos y sobre el que cada día vamos logrando una mejor cartografía de sus perfiles, amenazas o debilidades. Más bien sucede otra cosa. Lo que vamos aprendiendo coincide con lo que nos parece provisionalmente eficaz.

Con nuestras acciones hacemos visible o seleccionamos la parte de la realidad que nos resultas más provechosa. Así las cosas, conocer no es representar algo que existe al margen de mí, sino dar forma a un mundo del que somos capaces de sacar beneficios. O, dicho de manera más sutil, habilitamos (enactamos) un mundo compatible con nuestros valores, la igualdad o la hospitalidad, entre ellos. No es un mundo autónomo, sino que esa relación que construimos con el entorno nos coproduce a ambos.

Ya sea porque hay objetos que no caben en el laboratorio (clima o movilidad), ya sea porque somos más pragmáticos de lo que admitimos, lo cierto es que siempre habrá más actores que los expertos buscando soluciones eficaces y provisionales. Sería impropio, además de cruel, querer cuidar la favela con las mismas herramientas que protegemos Copacabana.

La distancia social, el confinamiento y las recomendaciones pronunciadas por virólogos suenan en ciertos entornos tan lejanas como ciegas a la realidad. La distancia social más que una obligación parece un privilegio. Si un epidemiólogo puede operar como un líder social para las clases medias educadas, no es menos cierto que la inmensa mayoría de la población mundial reclama otros canales, diferentes líderes y distintas palabras.

Aquí y allí, a este y al otro lado del océano, necesitamos la inteligencia salubrista que ha sabido hacer suyos todos los ingredientes del problema que no sabemos (y quizás no queramos) meter en el laboratorio.

¿Gente que lo sabe todo? No

Hay muchos asuntos relacionados con la desigualdad, la exclusión, la violencia, la adicción, la soledad, la vejez, la pobreza o el sufrimiento mental, que tienen que ser abordados desde posiciones más cercanas, más humildes y más empáticas. No es argumentando(les) cómo vamos a sumarlos, sino compartiendo. No siempre son más eficaces las herramientas de diagnóstico, a veces son más urgentes las de escucha. Más que gente que lo sabe todo, se requiere gente dispuesta a desaprender y dejarse afectar.

Se da la circunstancia también de que quienes habitan esas zonas de nuestras urbes están dedicados masivamente a los cuidados: son las empleadas del hogar, las reponedoras, las cocineras, las kellys a quienes confiamos nuestras casas, nuestras personas mayores y las tareas invisibles de las que nos hemos emancipado para encomendárselas.

Sin esas personas no seríamos nadie. Dependemos de ellas. No podemos aislarlas. Son parte estructural de nuestras vidas. Y ahora comprendemos mejor que nuestra salud está entrelazada con la suya. Entendemos mejor qué es eso de comunitaria, algo que no sólo evoca personas interconectadas, sino también territorios entretejidos. Sus barrios y nuestros salones, sus trazas y nuestros pasos, sus terrazas y nuestros parques, forman un espacio común, porque la COVID-19 no entiende de fronteras espaciales, aunque sí discrimine entre colores de la piel. Antes bastaba con alejar sus viviendas a la periferia; ahora ya no hay refugio. Nuestras vidas se cruzan con las suyas de mil maneras desconocidas y puede que ignoradas.

La lengua franca de la ciencia

La ciencia tiene sus lenguajes sofisticados. Y también tiene una lengua franca para expresarse. Cualquiera de las dos espanta a la inmensa mayoría de los mortales. El coronavirus también ha contribuido a reforzar el inglés como lengua hegemónica de la ciencia. Una realidad incontenible tras la II Guerra Mundial y que, desde luego, favorece el rápido intercambio de ideas entre los científicos de todo el mundo. Para muchos es una lengua neutral, un mero instrumento y una práctica funcional. Siempre hubo una lengua prioritaria (el latín, el árabe, el francés y ahora el inglés). Eso no es ninguna novedad.

La imposición del inglés como lingua franca tiene muchas connotaciones discutibles. No es una práctica inocente por varios motivos.

Las metáforas de la ciencia

Hay una parte del conocimiento, ese que sólo sobrevive dentro del laboratorio, que seguirá siendo en inglés o, mejor dicho, en eso que llamamos global english. En realidad se trata de objetos que operan dentro de una lengua que podríamos llamar privada. Pero para los objetos que desbordan las paredes de laboratorio, tenemos que contar con otras posibilidades.

Quienes se dedican a la historia de la ciencia han descubierto en la escritura de Newton, Darwin o Bohr, por citar solo a tres genios, el uso de un sinfín de metáforas que, lejos de introducir confusión en la explicaciones, facilitaron la comprensión de sus ideas. Y es que la ciencia no sólo se hace con palabras, sino que se hace dentro de una lengua. Y, en consecuencia, participa de todos sus componentes figurados y tautológicos.

Hay entonces una preocupación sorda por el estancamiento de las lenguas vernáculas. Este acoplamiento de la ciencia con el inglés también está asociado al despliegue de un modelo de sociedad que se ha acelerado con el coronavirus. Un modelo que, lo sabemos, funciona promoviendo la competición entre pares, favoreciendo la polarización hacia unos centros, estimulando la monetización de la prioridad, exigiendo la digitalización de contenidos y premiando la genialidad individual.

Y, la verdad, no es seguro que ese sea el tipo de sociedad que necesitamos, ni tampoco de ciencia. Quizás haya otras posibilidades. Quizás necesitemos volver a problematizar esta bulimia incontrolable del inglés.

La Helsinki Initiative on Multilingualism in Scholarly Communication (2019) agrupa a gentes de todas partes, incluidos angloparlantes nativos, que piensan que otro mundo es posible. Sus proponentes están seguros de que podemos buscar una relación con el inglés más balanceada que tome en cuenta, además de la eficacia comunicativa, otros valores.

La presión por publicar

Desde luego si queremos una ciencia abierta a la ciudadanía algo más tendremos que hacer y, cuando hablamos de ciencia ciudadana, no necesariamente estamos hablando de personas que recolectan datos para hacer más robusto el conocimiento diseñado en departamentos académicos.

No estamos pensando en una ciencia derivativa y dependiente, sino imaginando procesos de, por ejemplo, salud comunitaria donde los objetivos, los datos y su interpretación son coproducidos. Igualmente, si queremos una ciencia que se haga cargo de sus consecuencias, también tendremos que imaginar alguna manera de vincularla con el territorio e iniciar diálogos constructivos con las comunidades que lo constituyen.

La vida, las sociedades, enfrentan problemas, mientras que las universidades y centros de investigación se organizan en departamentos. Los motivos los conocemos, pero seguimos pensando en la necesidad de una interdisciplinariedad que es más difícil cuanto más crezcan las presiones para publicar deprisa. La división por disciplinas es paralela al aislamiento respecto del entorno.

Los científicos son clave en tiempos de coronavirus pero los necesitamos más sensibles al entorno y más cercanos al territorio.

El modelo noruego de evaluación

El llamado modelo noruego de evaluación inaugura una economía de la reputación donde el 20% de mérito se obtiene de la publicación en las revistas más prestigiosas; para el 80% restante se contabilizan el resto de las publicaciones con independencia de la lengua en la que estén escritas.

Podemos discutir si los porcentajes son los apropiados, pero algo debemos hacer para balancear las cosas, pues el 90% de lo publicado ya aparece en inglés. Una deriva denunciada como naturaleza imperialista del inglés y a la que Robert Phillipson ha dedicado su vida. Pero es que la COVID -19 es multilingüe: la pandemia reclaman más saberes que los producidos en el laboratorio y más actores que los que tienen un título académico.

Hace unos días un conocido periodista científico, lector de unos diez mil artículos, confesaba que nunca había encontrado en ellos lo que le cuentan sus autores en las entrevistas. Carl Zimmer quiere que los artículos sean inteligibles para la gente que está menos interesada en el cómo se hizo algo que en lo que tenga ese algo que ver con su vida. Y si pensamos en esos términos, y compartimos la importancia que estos días cobra la salud comunitaria y la inteligencia salubrista, entenderemos mejor los motivos por los que la Helsinki Iniciative tiene sentido, produce eficiencia y merece ser cuidada. ¿Cómo van cuidarnos si no les entendemos?

La lengua que habla la COVID-19 no cabe en la jerga hegemónica de los expertos porque hace tiempo que se escapó del laboratorio. Por eso necesitamos que la ciencia se acerque mucho más a eso que hablamos los que no sabemos pero queremos ser escuchados. Necesitamos más ciencia, y también que sea más cercana, más arraigada, más entre todos. ¿Cómo van a cuidarnos si no nos entienden?

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