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Una torre de libros sobre la arena ardiendo.

La selección: la censura

Hace un tiempo mi compañera Lorena me sugirió que pidiese un artículo sobre los poemas censurados de Las flores del mal de Baudelaire. Resulta que su hijo se estaba leyendo el libro y escapaba a su comprensión qué había podido llevar a nadie a prohibir ciertos versos en el pasado. Dicho y hecho.

Es casi automático el proceso de leer desde este 2023 las razones que alegaban los censores, a mediados del siglo XIX, y pensar: “Mira que escandalizarse por esto. Menos mal que hemos cambiado”.

Pero puede que no hayamos cambiado del todo. Aquí estamos, en julio de 2023 publicando un artículo que contextualice Orlando. Entre toda la información que incluye esta novela de Virginia Woolf hay un cambio de sexo (el protagonista, hombre, se transforma a lo largo de la narración en mujer) y una historia de amor lésbica. Nada especialmente polémico en 2023. O sí…

Por alguna razón, a la hora de regular los contenidos (o de censurarlos, directamente), la sociedad siempre ha tenido más facilidad para juzgar la sexualidad que la violencia.

Así ocurrió cuando en el Siglo de Oro a los españoles les dio por perrear al ritmo de la zarabanda, para escándalo del clero; cuando George Sand decidió acostarse con quien le diese la gana (lo que provocó que sus obras estuviesen incluidas en el Índice de libros prohibidos del Vaticano); o cuando actualmente las redes sociales deciden eliminar la fotografía de una escultura prehistórica porque se ven unos pechos femeninos.

De hecho, esta última censura virtual tiene consecuencias descacharrantes. Para no verse bloqueados por mostrar obras de arte que incluyan desnudos, algunos museos han acabado creándose perfiles directamente en plataformas pornográficas.

Por supuesto, además de razones “morales” (como alegan los censores), muchas prohibiciones vienen determinadas por quien manda. El Rigoletto de Verdi fue despedazado por la imagen nefasta que daba de los poderosos. El grupo de K-Pop Seo Taiji and Boys vio cómo en los años 90 algunas de sus letras eran prohibidas por enfrentarse al Gobierno (aunque, finalmente, consiguieron derribar y eliminar la censura en Corea del Sur). Y el memorable Lazarillo de Tormes se pasó siglos en el (sí, otra vez) Índice de libros prohibidos del Vaticano porque daba una imagen lamentable del clero de su tiempo.

Aunque provoque chascarrillos a posteriori (cómo no reírse de ese momento en el que, para evitar mostrar una relación extramatrimonial, el franquismo decidió sugerir un incesto en Mogambo), la censura es peligrosa por muchos motivos.

Uno de los más importantes es que impide que la gente piense por sí misma. Si no se ofrecen todas las posibilidades informativas o culturales que existen, los ciudadanos no tendrán todo el conocimiento necesario para formarse un criterio propio ni demandarán aquello que no saben que hay.

Además, la censura atenta contra el alma. El arte es una forma de entender el mundo, de comunicarnos, de conocer al otro. Si la gente no ve lo que desconoce, no lo interioriza. Por ejemplo, si quienes no conocen a parejas homosexuales no pueden ver o leer sobre relaciones entre personas del mismo sexo, no desarrollarán empatía hacia ellas, no entenderán que esa atracción, ese amor son algo tan natural como el resto y no serán capaces de bloquear los mensajes de odio que se dirigen hacia esas personas.

Además, la censura a lo largo del tiempo provoca algo más peligroso: la autocensura. Si ya sabemos que algo va a causar polémica o incluso ser prohibido, mejor no lo ponemos. Así también se restringen, de forma muy sutil, las libertades de todos.

Y, por último, la censura muchas veces le gana el pulso a la Historia. Eso ya lo sabía Stalin, que no solo asesinaba, sino que borraba. Y eso ha sucedido en España con muchas obras prohibidas o recortadas en el franquismo las cuales, tras la vuelta de la democracia, siguen difundiéndose cercenadas y manipuladas por la dictadura.

La censura es algo muy serio. No juguemos con ello.

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